Cada vez que celebramos la Eucaristía hacemos profesión de fe en este admirable sacramento, que es Jesucristo presente en el altar para alimentarnos con su Cuerpo y con su Sangre y fortalecernos en el camino de la vida en esta tierra y abrirnos la puerta del Cielo en la eternidad, “el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día” (Jn 6, 54), de tal manera que la Eucaristía tiene que ocupar un lugar central en nuestra vida cristiana. Así lo enseñó el Concilio Vaticano II cuando afirmó que “la Eucaristía es fuente y culmen de toda la vida cristiana” (LG 11) y “fuente y cima de toda evangelización” (PO 5), de tal manera que no tenemos que esperar milagros o manifestaciones extraordinarias en nuestra vida de fe, porque en la Eucaristía tenemos al que es todo, a Jesucristo nuestro Señor, tal como nos lo ha enseñado el Concilio: “La Sagrada Eucaristía contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo” (PO 5).