Jesucristo: Resurrección y vida

Por: Pbro. Juan Carlos Ballesteros Celis, párroco de Santa Clara de Asís y miembro de la pastoral de catequesis.

“Yo soy la Resurrección y la Vida” (Jn 11, 25) son estas las Palabras con las que Je­sús se autodefine ante Marta frente a la tumba de su hermano Lázaro y que indican espléndidamente la meta a al­canzar, como plenitud de nuestra vida en Cristo. Continuando con esta serie de catequesis Cristológicas, aborda­mos en el Tiempo Pascual en que nos encontramos, este tema tan funda­mental en la vida de fe, pues en rea­lidad se trata de la verdad culminante de nuestra fe en Cristo (CIC 638).

La Resurrección de Jesús ¿un hecho histórico y real?

El Nuevo Testamento, atestigua ma­nifestaciones históricamente compro­badas del Resucitado a sus discípulos. Los evangelios de Mateo 28, Lucas 24 y Juan capítulos 19 y 20, nos muestran primeramente la imagen del “sepulcro vacío” y en seguida los testimonios de las apariciones del Resucitado a los de su grupo, haciendo de los Apóstoles los testigos oculares de este aconteci­miento, de manera que su fe en la Re­surrección nació bajo la acción de la gracia divina de la experiencia direc­ta de la realidad de Jesús resucitado (CIC 644). Convencidos de esa ver­dad, pueden confirmar en la fe a sus hermanos y ser fundamento de certeza de este hecho, para la Iglesia naciente y hasta nuestro tiempo.

¿Cómo entender y exponer el hecho de la Resurrección de Cristo?

Los evangelios testimonian una rela­ción directa y física de Jesús resucita­do con sus discípulos: mediante el tac­to: “miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean, un fan­tasma no tiene carne y hueso, como ven que yo tengo” (Lc 24, 39) y el compartir la comida: “Jesús se acer­có, tomó pan y se lo repartió e hizo lo mismo con el pescado” (Jn 21, 13). Con estas acciones, Jesús les invita a comprobar que su cuerpo resucitado es el mismo que ha sido martirizado y crucificado, pues sigue llevando las huellas de su pasión (Jn 20, 20. 27).

Sin embargo, pese a que es un cuerpo auténtico y real, tiene las propiedades propias de un cuerpo glorioso, es de­cir, no se sitúa en el tiempo y el espa­cio, pues puede hacerse presente a su voluntad donde quiere y cuando quiere. Es un cuerpo glorificado, que ya no puede ser retenido en la tierra, sino que perte­nece al dominio divino del Padre (Jn 20, 17). La Resurrección de Je­sús, se trata como bien lo expone el Catecismo (n. 648): de la interven­ción de las tres Perso­nas divinas, que actúan juntas a la vez y manifiestan su propia originalidad. Se realiza por el poder del Padre que “ha resucitado” (Hch 2, 24) a Cristo, su Hijo, y de este modo ha introduci­do de manera perfecta su humanidad —con su cuerpo— en la Trinidad. Je­sús se revela definitivamente “Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos” (Rm 1, 3-4).

Jesús Resucitado, rompe las cadenas de la muerte, para ir hacia un tipo de vida totalmente nuevo, más allá del lí­mite histórico y de la muerte, en una dimensión nueva de ser hombre. Así lo afirma el Catecismo: “en su cuerpo resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del Espíri­tu Santo; participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto que san Pablo puede decir de Cristo que es “el hombre celestial” (CIC 646). Por ende, no es un mero cadáver rea­nimado, sino alguien que vive desde Dios de un modo nuevo y para siempre, lo que explica por qué inicialmente a quienes se les apareció, no lo reconocieron.

¿Qué implicaciones tiene para todos los creyentes la Resurrección de Jesús?

San Pablo afirma: “Si por un hombre vino la muerte, por un hombre viene la resurrección de los muertos. Como todos mueren por Adán, todos reco­brarán la vida por Cristo” (1 Cor 15, 21-22).

En la Resurrección de Jesús, se ha al­canzado una nueva posibilidad de ser hombre, que interesa a todos y que abre un nuevo futuro para la humani­dad. Cristo ha resucitado y todos están llamados a resucitar con Él. La pala­bra definitiva en la vida de los creyen­tes, no es la muerte sino la vida eterna, gracias a la Resurrección de Cristo, pues “por su muerte nos libera del pe­cado y por su resurrección nos abre el acceso a una nueva vida” (CIC 654).

El Catecismo de la Iglesia católica en­seña, que la Resurrección de Cristo es principio y fuente de nuestra resurrec­ción futura y en la espera que esto se realice, el Resucitado vive en el cora­zón de los fieles (CIC 645). En Él los cristianos “saborean los prodigios del mundo futuro” (Hb 6, 5) y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida divina, “para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que mu­rió y resucitó por ellos” (2 Cor 5, 15).

Si se pone en duda este hecho, Je­sús no pasaría de ser una mera figura humana con una propuesta religiosa fallida, y su autoridad se reduciría al hecho de si su mensaje nos convence o no. No tendría ninguna razón de ser el hecho de la religión.

Con razón afirma el apóstol Pablo que “Si Cristo no ha resucitado, la fe de ustedes es ilusoria… Si hemos pues­to nuestra esperanza en Cristo sólo para esta vida, somos los hombres más dignos de compasión. ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos, como primicia de los que durmieron” (1 Cor 15, 17- 20).

Cristo, “el primogénito de entre los muertos” (Col 1, 18), es el principio de nuestra propia resurrección, ya desde ahora por la justificación de nuestra alma (cf. Rm 6, 4), más tarde por la vivificación de nuestro cuerpo (cf. Rm 8, 11).

Mientras peregrinamos en este mun­do, avancemos con la certeza que “nosotros somos ciudadanos del cie­lo, y esperamos que de allí vuelva nuestro Salvador, el Señor Jesucris­to” (Flp 3, 20).

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