Jesucristo, el Buen Pastor

Por: Pbro. Juan Carlos Ballesteros Celis, párroco de Santa Clara de Asís y miembro de la pastoral de catequesis.

“Tú eres el Cristo” es la pro­fesión de fe que como Dió­cesis hacemos este año, to­mando las palabras del Apóstol Pedro. Se trata de una invitación a fijar nues­tra mirada en el Crucificado, porque justamente en el madero de la Cruz, es donde Jesús, manifiesta elocuen­temente esta imagen de Buen Pastor, que se entrega, se sacrifica, por la sal­vación de su rebaño.

El buen Pastor y la Cruz

La figura del pastor, adquiere su plena verdad y claridad en el rostro de Cris­to, en la luz del misterio de su muerte y resurrección. En la cruz, Cristo se hace nuestra pascua, es decir, nos de­vuelve al Padre, para ya nunca más ser arrebatados de su mano, teniendo en cuenta que, desde el principio de la creación, el pecado separó al hombre de su Dios, abocándolo a la muerte eterna, que es el significado de la ima­gen de la expulsión del Paraíso (Gn 3, 23). Sin embargo, Dios en su miseri­cordia, dispuso que, en su Hijo único, fuéramos rescatados de esa muerte eterna, por el precio de su sangre de­rramada en la cruz, obteniendo de una vez y para siempre la salvación defini­tiva, y haciendo nuevamente de noso­tros en sí mismo, los hijos del eterno Padre.

En Jesús muerto y resucitado, hemos sido hechos de nuevo propiedad del Padre por obra de este amor, que no retrocedió ante la ignominia de la cruz, para poder asegurar a todos los hombres: “Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie les arreba­tará de mi mano” (Jn 10, 28). Esa es la certeza de nuestra salvación, com­prados a gran precio, el precio de la sangre del Hijo de Dios, en la que esa gran muchedumbre que nos rela­ta Juan en el Apocalipsis, de pie ante el trono de Dios, ha “lavado y blan­queado sus vestiduras en la sangre del Cordero” (Ap 7, 9-14).

El Buen Pastor y el sacerdote pastor del rebaño

El creyente cristiano, verdaderamente ha sido cobijado por el amor de Dios “que entregó a su propio Hijo, para que todo el que crea en Él, tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Verdaderamente hemos sido abrazados por el amor del Padre misericordioso, que es más fuerte que el pecado mismo y la muer­te, para darnos acceso a las moradas eternas.

Jesús resucitado dice a sus discípulos: «Subo al Padre mío y Padre de uste­des, al Dios mío y Dios de ustedes» (Jn 20, 17). Es una relación ya ple­namente real, pero que aún no se ha manifestado: lo será al final, cuando —si Dios lo quiere— podremos ver su rostro tal cual es. ¡Es allí a donde nos quiere conducir el Buen Pastor!

Llamados al seguimiento de Jesús el Buen pastor

En el rito de la Ordenación Sacerdo­tal, hay una serie de preguntas vin­culantes que pretenden evidenciar, el compromiso de quienes han sido llamados al orden de los presbíteros. La más significativa y que expresa ese vínculo estrecho con Cristo dice: «¿Quiere unirse cada vez más estre­chamente a Cristo, sumo sacerdote, quien se ofreció al Padre como vícti­ma pura por nosotros, y consagrarse a Dios junto a él para la salvación de todos los hombres?». El sacerdote, de hecho, es introducido de un modo es­pecial en el misterio del sacrificio de Cristo, con una unión personal a él, para prolongar su misión salvífica. Se trata de una correspondencia generosa entre el sacerdote y Cristo, procuran­do cumplir a cabalidad su oficio de santificar al pueblo de Dios, ofrecien­do a Dios cada día, el sacrificio que es Cristo mismo en la Eucaristía, memo­rial perpetuo de su Pascua.

Este oficio de santificar, se le encarga al sacerdote, en el momento en que él es ungido en sus manos con el Crisma, mientras el Obispo le dice: «Jesucris­to, el Señor, a quien el Padre ungió con la fuerza del Espíritu Santo, te auxilie para santificar al pueblo cris­tiano y para ofrecer a Dios el sacrifi­cio». Y seguidamente, al entregarle el pan y el vino le dice: «Recibe la ofren­da del pueblo santo para presentarla a Dios en el sacrificio eucarístico. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz de Cristo el Señor».

La vida del sacerdote no es solo una tarea que se le encarga, sino que im­plica su total configuración con Cristo, en donde su existencia es involucrada entera y profundamente, en comunión con Cristo resucitado quien, en su Iglesia, sigue realizando el sacrificio redentor. De ahí, que su misión no es solo presidir los sacramentos como medios de santificación para el pueblo que se le ha encomendado, sino que también realiza una misión pastoral (pastorear), en su oficio específico de enseñar y conducir a su comunidad, hacia la vida verdadera, la vida eterna.

El Buen Pastor que conduce hacia pastos abundantes

Dos verbos denotan nuestra implica­ción como rebaño del Señor. Por una parte, el verbo escuchar: “Mis ove­jas escuchan mi voz; Yo las conozco y ellas me siguen” (Jn 10, 27). En la predicación de Jesús es una cons­tante, su invitación a la escucha: “El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica” (Mt 7, 24) pues es a partir de la escucha, que comienza a ser interpelada nuestra vida, se ge­nera confrontación y revisión interior. Se trata de escuchar una voz diferente de las variadas voces del mundo, para ponerse en actitud de obediencia. De ahí la articulación en el texto de “es­cuchar” y “seguir”.

A partir de esa escucha que alude a un llamado, viene el segundo verbo co­nocer: “Conozco mis ovejas y ellas me conocen a mí” (Jn 10, 14). Se trata del deseo de ir más allá, ponerse en movimiento hacia Jesús, disponiendo la vida para permanecer en Él y que Jesús permanezca en nosotros. Se establece una relación de cercanía, de afinidad, de conocerle y amarle, confiándose a su protección segura, resguardados en su presencia con la certeza que “no siguen a un extraño” (v. 5) sino que es “la puerta y si uno entra por ella, estará a salvo” (v. 9) porque ese pastor “da su vida por sus ovejas” (v. 15). La meta es consoli­dar en la Iglesia “un solo rebaño, un solo pastor” (Jn 10, 16) y así “cuando haya ido y haya preparado un lugar, volveré y los tomaré conmigo, para que donde Yo esté, estén también us­tedes” (Jn 14, 3).

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