Por: Mons. Víctor Manuel Ochoa Cadavid
El tiempo de Pascua es la proclamación de la victoria de Jesús, es el anuncio de una vida nueva en la que el Señor resucitado nos comunica la gracia de su presencia y nos muestra, como Maestro que es, cuál es el camino que debemos seguir y con qué alegría debemos mostrar al mundo nuestra fe en su amor y en su misericordia.
Por eso en este tiempo Jesús actúa como maestro, nos convoca para hacer de nuestra vida una escuela de fe y de caridad, nos ofrece lecciones simples y claras que nos recuerden cómo seguirlo y vivir en su amor es hacer de nuestra vida un camino seguro hacia la verdad y hacia la vida verdadera.
La semana pasada la figura de Cristo Buen Pastor nos hizo sentir parte de una comunidad amada y bendecida por quien nos ha rescatado de la muerte y del poder del pecado.
Ahora el camino de la fe nos muestra a Jesús que va preparando el corazón de sus discípulos para que sepamos actuar en el mundo y para que seamos testigos, no solo de su victoria sobre la muerte, sino de toda la fuerza de sus palabras y la grandeza de su amor que salva y santifica.
Si nos ponemos en el corazón de la comunidad de los apóstoles, sentimos como Jesús se hace maestro, los instruye para que las actitudes de la vida sean reflejo de sus enseñanzas. Estamos todos en la ESCUELA DE JESUS.
Si se ha proclamado como luz, nos llama a iluminar a los demás con la luz interior de la fe, con las virtudes y valores que contagian esperanza, con signos elocuentes y simples que reflejen un corazón que se convierte, que se sana, que se llena de paz para hacerla vida en el contacto cercano, digno, gozoso, con quienes nos rodean y acompañan en el camino de la vida en el que tantas veces se siente la soledad, la tristeza, la desesperanza.
Cristo se llama Pan de Vida y entonces nos regala su presencia viva y real en la Eucaristía, para que, nutridos de tal modo con la Palabra que acompaña y con el alimento que da fuerzas, traduzcamos su presencia en signos concretos de caridad que superan la mera solidaridad porque la enriquecen con el dulce sabor de la fraternidad y con la alegría de la cercanía que consuela y bendice.
Cristo se llama Paz, y la paz que ofrece, repetidas y sentidas veces, no se limita a un saludable acuerdo de voluntades, sino que se convierte en un raudal de confianza y de bendición que es capaz de salvar abismos de dolor y de soledad con puentes de fraternidad, de perdón, de esperanza.
Cuánto necesitamos esta presencia del Señor de la vida, sobre todo cuando nuestra patria, nuestra sociedad, agota días y oportunidades preciosas en lo que no salva y en lo que no construye. Nos sale al encuentro un Maestro de vida que proclama la llegada de la verdad que ilumina, que se vuelve camino para que no extraviemos nuestros pasos en amarguras y en dolores, sino que hagamos de nuestra existencia una escuela de cercanía iluminada por la fe, de humanismo enriquecido con la presencia de un Dios tan cercano que se vuelve hermano y tan Divino que nos eleva, nos transforma, nos colma de dignidad, de bondad, de paz, de bendición.
Cuando nos asaltan las fuerzas de la violencia y se pierde el sentido de la vida, nos viene a buscar el que superó la muerte, el que rompió las puertas cerradas de la muerte para proclamar la grandeza de una vida llena de Dios y de esperanza. En el momento delicado de violencia en nuestra región tenemos que mirar a Jesús, para aprender de El la paz.
Estos son los días del Resucitado: Una escuela de vida y de paz que genera una sociedad nueva, llena de Dios, llena de alegría, llena de consuelo y bendición.
Ahora todos, pastores y rebaño, somos discípulos del que vive para siempre y del que nos rescata de la amargura del pecado para llevarnos a su corazón abierto y luminoso en el que todo se renueva y se llena de paz y de esperanza.
¡Alabado sea Jesucristo!