Por: Pbro. Jesús Alberto Esteban Robles, párroco San Mateo.
Foto: Centro de Comunicaciones Diócesis de Cúcuta
El miércoles de Ceniza que da inicio a la santa Cuaresma, escuchamos al profeta Joel que decía: «Ahora dice el Señor: Vuelvan a mí de todo corazón, con ayuno, llantos y lamentos. Desgarren su corazón y no sus vestiduras, y vuelvan al Señor, su Dios, porque Él es bondadoso y compasivo» (Jl 2,12).
Al parecer el texto para muchos pertenece al ámbito de lo que tradicionalmente se escucha todos los años pasando desapercibido, sin embargo, nunca nos imaginamos que el llanto y el lamento realmente harían parte en el desarrollo de los días y las semanas. Las noticias nos decían que en China había aparecido un virus que estaba enfermando y matando a la gente y creíamos que así como está distante este país demoraría o quizás nunca llegaría a nosotros. No obstante, después tocó países europeos tan queridos y significativos como por ejemplo Italia; tal vez llegamos a pensar, que el corazón de la Iglesia iba a estar blindado a estas realidades catastróficas pero no fue así: se cerraron las escuelas, las plazas, los bares y también los templos. Al acercase la Semana Santa nuestros anhelos que todo pasaría rápidamente se fueron esfumando cuando la Santa Sede dio indicaciones sobre el cómo celebrar los Misterios de la Salvación a puerta cerrada.
Todo parecía preámbulo de un apocalipsis porque la muerte arrasaba sin distinción de género y edad blandiendo su hoz sin piedad y sumando cifras que conmueven al mundo. Un día vimos al hombre vestido de blanco subiendo las escalinatas hacia un crucifijo como esbozo de una profecía para interceder al Señor y pedir que pusiera fin a esta pandemia. ¿Cuándo será? No lo sabemos, ¿acaso nuestra esperanza decae?, tendremos entonces que decir como el pueblo de Israel: ¡Cómo nubló en su ira el Señor a la hija de Sion! Ha arrojado del cielo a la tierra la gloria de Israel, y no se ha acordado del estrado de sus pies en el día de su ira (Lm 2,1). Señor, ¿Por qué escondes tu rostro y te olvidas de nuestra aflicción y de nuestra opresión? (Sal 44, 24); o unirnos al clamor de los apóstoles en la noche de la tempestad diciendo: Maestro, ¿no te importa que nos hundamos? (Mc 4, 35-41).
¿Cómo podemos entender lo que ha sido para algunos el “silencio de Dios”? El Viernes Santo contemplamos a Jesús gritando desde la Cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 47), ¿acaso Dios se ha olvidado de su Hijo o de la humanidad? No, queridos hermanos, el Señor no se ha olvidado de su Hijo porque lo ha resucitado, ni de nosotros porque está actuando en cada médico y profesional de la salud aún a costa de su propia vida; Él está presente en cada campesino que se empeña para que la comida llegue a las ciudades, está sirviendo en cada operario de recolección de residuos, en el auxiliar de servicio generales que mantiene la limpieza.
El Señor nos sigue acompañando en cada sacerdote que usando las redes sociales las ha transformado en vínculo de comunión espiritual con sus feligreses, en cada religiosa, misionero o fiel laico que sirve en la cáritas, en los hospitales, o casas de reposo. Sin lugar a duda Él mismo iluminará la mente de los científicos para que descubran una vacuna. El Señor ha prometido estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo y Él es fiel a su Palabra.
Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a ustedes.» (Jn 20, 19). De igual manera hoy en día los discípulos de Jesús estamos encerrados por miedo y por prevención en una noche cuya aurora anhelamos aparezca pronto. Jesús se presenta en esta pascua del 2020 para alentar nuestra vida y nos dice: «Paz a ustedes».
La paz del Resucitado en tiempos de coronavirus nos hace mantener firme la esperanza en que todo esto pasará como tantos acontecimientos que han marcado la historia de la humanidad. Lo importante es asumir una nueva actitud, un cambio de vida con relación a Dios, para amarlo con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas; con relación a nosotros mismos para tomar las cosas con más calma evitando estar sujetos al frenesí de todos los días que nos desgasta en el estrés y no nos deja ser felices; con relación a los demás para amarlos de verdad, sabiendo reconocer aquello que dijo nuestro querido difunto obispo Jaime Prieto Amaya: que «cada vida es irrepetible, cada persona es irremplazable, cada muerte es irreversible»; con relación a la naturaleza, para respetarla y cuidarla porque gracias a ella tenemos el sustento que nos hace vivir.
Queridos hermanos, aunque por un tiempo tengamos que estar en nuestras casas con las puertas cerradas, no cerremos nunca aquellas del corazón para poder ser solidarios con los que seguramente en nuestra propia familia o vecindario pasan necesidad, asumiendo la vivencia de los primeros cristianos compartamos el pan, mantengámonos unidos en la oración y en la enseñanza de los apóstoles, y procuremos que ninguno en nuestra comunidad pase necesidad. La paz del Señor resucitado no es un regalo para esconderlo sino para compartirlo con el que la está pasando mal a causa del olvido o la desesperanza que son noticia diaria. Seamos entonces buena noticia, es decir, «Evangelio» para ser leído y proclamado en la acción de gracias que todos los días hacemos a Dios «porque es bueno, porque es eterna su misericordia» (Sal 117, 1).
«Estas cosas les he hablado para que en Mí tengan paz. En el mundo tienen tribulación; pero confíen, Yo he vencido al mundo.» (Jn 16, 33).