La imagen de Jesús buen pastor, desde el Evangelio según san Juan

Por. Víctor Manuel Rojas Blanco, biblista y párroco de santa Laura Montoya (Cúcuta).

Sentido de la imagen de Jesús, Buen Pastor según el cuarto evangelista

Leyendo el texto del Evange­lio según san Juan 10, 11- 18 se puede reconocer una bella imagen de Jesús, la de Buen Pastor, cuyas características dan a entender su ser y ha­cer en entre la multi­tud que lo busca, lo sigue y acompaña. La afirmación de Je­sús es concreta: Yo Soy… El Buen Pas­tor. Con estas pala­bras es evidente que su vida y su labor se unen en una identi­dad, la de ser Buen Pastor, marcando así la diferen­cia con los demás pastores de su contexto. El Buen Pastor, además de ser el dueño de las ovejas, da la vida por ellas porque le impor­tan. El que no es buen pastor no es dueño, recibe un salario por cuidárselas a otro, no da la vida por ellas, cuando el peligro inmi­nente (el lobo feroz y devorador) se acerca las abandona y no son importante para él si se pierde o mueren. En otras palabras, esta afirmación identifica su ser divino con su labor, las cuida hasta dar la vida porque le pertenecen y son importantes para él.

Hay una segunda afirmación, con esta Jesús habla sobre su relación con ellas, de conocimiento mutuo en un solo redil. El conocimiento que tiene de cada una también es razón para que, dé la vida por ellas, sin marcar preferencia más por unas que por otras. La preo­cupación sí es tener­las cerca a todas, en el mismo redil para que formen un solo rebaño con el resto de ovejas. Y por eso manifiesta la necesi­dad de traerlas de otros rediles y que lo escuchen para formar una unidad con Él. Por otra parte, Je­sús tiene presente que ese amor incondicional de Buen Pastor, de dar la vida le permite recibir amor directo del Padre celestial.

Contexto de los pastores en el pueblo de Israel

Los pastores del antiguo Israel cuidaban principalmente ovejas de cola ancha, una variedad siria que se caracteriza por tener lana densa y una gran cola grasa. Los machos tienen cuernos, pero las hembras no. Las ovejas eran animales dó­ciles que estaban completamente indefensos ante su entorno y sus enemigos. También cuidaban ca­bras. Estas solían ser de un solo color: negro o marrón. Al trepar por rocosas laderas o pastar entre arbustos, sus largas orejas colgan­tes se enganchaban fácilmente con las espinas y los matorrales de brezo. El pastor se enfrentaba a la constante y difícil tarea de enseñar a las ovejas y cabras a obedecer sus órdenes. Aun así, los pastores amorosos las trataban con ternu­ra. Hasta les ponían nombres que ellas mismas pudieran reconocer (Juan 10, 14, 16).

En primavera, el pastor sacaba al rebaño del redil todos los días y lo llevaba a los suculentos y fres­cos pastos de los alrededores del pueblo. En esta estación, los na­cimientos de corderitos y cabritos multiplicaban el hato, y puesto que ya había pasado el invierno, los pastores aprovechaban para esquilar a sus ovejas, lo cual era un motivo de festejo. Algunos campesinos tenían pocas ovejas, así que contrataban a un pastor para que las uniera al rebaño a su cargo. Sin embargo, los pastores asalariados tenían fama de tratar mejor a sus propios animales que a los de otros.

Cuando Jesús habla sobre su iden­tidad de Buen Pastor, los judíos de su tiempo ya tenían conocimiento de que esta figura fue utilizada por los enviados de Dios. Por ejem­plo, en el Antiguo Testamento, Moisés y David, antes de que Dios los eligiese para ser pastores de su pueblo, habían sido pastores de rebaños. Posteriormente, durante el exilio, Ezequiel había hablado de Dios mismo como pastor de su pueblo: “Como un pastor vela por su rebaño (…), así velaré yo por mis ovejas. Las reuniré de todos los lugares donde se habían dis­persado en día de nubes y bru­mas” (Ez 34, 12).

En otro momento, sería muy im­portante profundizar sobre la ropa de trabajo de los pastores para el cuidado de las ovejas.

Las virtudes del Buen Pastor

La primera y principal, que se une a las demás, es la de dar la vida por las ovejas. ¿Cómo ha dado la vida Jesucristo? Muriendo crucificado. Es este signo la ma­yor prueba de su amor. Hay que recordar que el misterio de la Cruz está en el centro de la vida de Je­sucristo.

Cristo se despoja de su rango, de su gloria divina, se pone nuestros vestidos -el vestido de la humani­dad, del dolor, del sufrimiento, de la soledad, del abandono, seme­jante en todo a nosotros, menos en el pecado-, se deja humillar hasta la muerte en la Cruz y así se en­trega a cada uno de nosotros. Y en cada Eucaristía le encontramos a Él, Cristo el Buen Pastor. Se hace totalmente presente, nos coge en­tre sus manos llagadas, nos ben­dice, nos levanta, nos lleva de nuevo, se nos da a sí mismo como alimento. Y lo hace por nosotros, para tocar lo más íntimo de nues­tra realidad humana, para experi­mentar toda nuestra existencia y sanarla. En cada Eucaristía nos da su cuerpo que se entrega, su san­gre que se derrama. Nos da esa fuerza suya de la entrega hasta el final. La Eucaristía no termina con la comunión. Quiere que vivamos eucarísticamente cada día, con el corazón en carne viva: que demos la vida por los demás. ¿Hemos va­lorado el sentido de la vida ofre­cida por Jesús hasta la muerte en cruz? Esta primera virtud puede transformar nuestro ser.

La segunda es la del conocimien­to. Conozco las mías y las mías me conocen. Como el Padre me conoce a mí, así yo conozco al Pa­dre, dice Jesús. El conocimiento que Jesús tiene de ellas es profun­do y valioso porque lo compara al conocimiento que tiene con su Padre Celestial. Es un conoci­miento desde el corazón, marcado por ese amor presente hacia ellas. Jesucristo nos conoce: nos lleva en su corazón. Un corazón llaga­do, traspasado de amor. Que nos grita a cada uno: “No te escondas, ven a mí, no te canses, tócame, te amo”. Y al acercarnos a Él, al en­trar en su corazón, nos da el suyo, para que podamos sentir con su corazón. Él nos pide que también amemos como Él, que conozca­mos a los demás como Él: desde el corazón. En la Eucaristía nos da su cuerpo para que podamos amar desde su corazón.

Una tercera y no menos impor­tante, es finalmente, la virtud de la unidad: todas sus ovejas formando un solo rebaño con él. Cristo no murió por unos pocos, murió por los hombres de todos los tiempos que lo acepten como su salvador. Nos sigue buscando cada día: en medio de nuestra vida, de nuestras calles y plazas, de nuestros traba­jos y descansos, de nuestras fami­lias y amistades, de nuestros do­lores y enfermedades, de nuestros éxitos y fracasos, de nuestras idas y venidas. Allí donde vivimos, sin despreciarnos. En cada Eucaristía, nos introduce en su corazón sacer­dotal, para que hagamos nuestra su alabanza, gratitud, reparación y petición. Nos da un corazón cató­lico, universal.

No lo olvidemos, el Buen Pastor da la vida, conoce desde el cora­zón y busca la unidad, ese es Je­sucristo, quien nos ha redimido y salvado.

Scroll al inicio