II Catequesis Cristológica
Después de la introducción publicada, se inicia este ciclo de catequesis Cristológicas, abordando el tema de “Jesús como el Hijo de Dios” que permitirá a usted querido lector, ahondar en la conciencia de ser hijos en el único Hijo Nuestro Señor Jesucristo.
Vale la pena partir de este relato que nos presenta San Pablo: “Al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley” (Gal 4,4). Habiendo preparado Dios desde el momento de su concepción, a quien habría de ser la Madre del unigénito de Dios según la carne, preservándola de toda mancha de pecado, pues pura y santa debía de ser quien había sido elegida, para ser la madre del Salvador, envió Dios a su Hijo y se hizo carne.
En ese contexto nos encontramos con este maravilloso relato que el Evangelio de san Lucas nos ofrece: El ángel le dijo a María: vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo y el señor Dios le dará el trono de David, su padre (Lc 1, 30- 32).
Ya desde el comienzo, está clara la identidad de Jesús como el Hijo de Dios y que se constituye de hecho, en la expresión sublime del amor de Dios por la humanidad: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en Él no muera, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).
- El título Hijo de Dios, en la Sagrada Escritura
En el NT, es cuando este título se refiere de manera explícita a la persona de Jesús, cuando Pedro confiesa a Jesús, como “El Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16). Él mismo Jesús se designó como el “Hijo” que conoce al Padre (cf. Mt 11, 27; 21, 37-38), que es distinto de los “siervos” que Dios envió antes a su pueblo (cf. Mt 21, 34- 36), superior a los propios ángeles (cf. Mt 24, 36) y pide la fe en el “Nombre del Hijo único de Dios” (Jn 3, 18). Esta confesión Cristiana aparece ya en la exclamación del centurión delante de Jesús en la Cruz: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15, 39), porque es solamente en el misterio pascual donde el creyente puede alcanzar el sentido pleno del título “Hijo de Dios” (Cf. CIC n. 442-444). De hecho, cuando Jesús es interrogado ante el sanedrín, de si era el Hijo de Dios, Él lo ratifica diciendo “Ustedes lo han dicho, lo soy” (Lc 22, 70). El título “Hijo de Dios” es frecuentemente utilizado en la predicación apostólica, como es el caso de Pablo, que predicaba a Jesús en las sinagogas, como el Hijo de Dios (Hch 9, 20).
- Hijo de Dios, en el Bautismo de Jesús (Mt 3,13-17; Mc 1,9-11; Lc 3, 21-22)
Cuando sucede el Bautismo de Jesús en el río Jordán, lo anunciado por el ángel Gabriel a María, es ahora ratificado por la voz Del Padre: “Este es mi Hijo Amado en quien me complazco” (Mt 3, 17) que no ha de entenderse en Jesús como un hacer, sino como su ser, su identidad que es revelada. El significado pleno del Bautismo de Jesús – como lo expresa S.S Benedicto XVI en su libro Jesús de Nazaret – que comporta cumplir «toda justicia», se manifiesta sólo en la cruz: el Bautismo es la aceptación de la muerte por los pecados de la humanidad, y la voz del cielo «Este es mi Hijo amado» (Mc 3, 17) es una referencia anticipada a la resurrección.
Su Bautismo, prefigura el misterio de la salvación, que, en el madero de la cruz y la Resurrección, viene a consumarse, en cuanto que al ser introducido Jesús en el agua, es la imagen viva de su inserción en el mundo según la carne, asumiendo nuestra condición humana para luego elevar al género humano a la vida en Dios, reconciliados por el precio de su sangre.
- Hijo de Dios, en la Transfiguración de Jesús (Mt 17,1-9; Mc 9, 2-9; Lc 9,28-36)
Otro momento en la vida pública de Jesús, en que se ratifica desde el cielo, la identidad de Jesús como Hijo de Dios, es la Transfiguración. Nuevamente la voz desde la nube, como aconteció en el Bautismo, afirma la condición filial de Jesús: “Este es mi Hijo amado”. Indudablemente en este acontecimiento se expresa con mayor claridad la condición divina de Jesús, el Hijo de Dios. En Jesús, el Hijo, se manifiesta la cercanía de Dios a su pueblo, que es cubierto (simbolismo de la nube) con su gloria, para todos los que estén en la disposición interior de “escucharle”. De ahí la insistencia del Padre que habla desde la nube: “Escúchenlo” pues es la condición necesaria para ser introducidos en el misterio de la presencia de Dios, que en Jesús el Hijo ha llegado al género humano.
- Como creyentes, hijos en el Hijo
El nombre de “Hijo de Dios” significa la relación única y eterna de Jesucristo con Dios su Padre: Él es el Hijo único del Padre (cf. Jn 1, 14. 18) propiamente hablando y Él mismo es Dios (cf. Jn 1, 1). El sacramento del Bautismo, efectivamente constituye al bautizado, como “hijo en el Hijo único de Dios”. Se trata de una filiación adoptiva, que se otorga como don gratuito de Dios. Para ser cristiano es necesario “creer” que Jesucristo es el Hijo de Dios (cf. Hch 8, 37. CIC n. 454). De hecho, el mismo Jesús afirma que el Bautismo es necesario para la salvación (Jn 3, 5) pero, aunque la salvación y la dignidad de ser hijo de Dios, es un don de Dios al hombre, implica como respuesta personal al don que se otorga, apropiar ese don mediante la fe. La fe, es el vínculo que nos introduce en esta condición de vida nueva en Dios y en la medida en que esa fe se robustece, alimentada por la oración, la vida sacramental y el conocimiento de la Palabra de Dios, permite expresar vivamente la dignidad como hijos que viven la regla del amor, teniendo presente que “Dios es amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en Él” (1 Jn 4, 16). Esa es la meta como hijos: permanecer en Dios, la comunión con Dios.