“Ha resucitado; no está aquí” (Mc 16, 6)

Con esta expresión el evan­gelista Marcos resume el acontecimiento decisivo que contiene toda nuestra profe­sión de fe, que se hace realidad en nuestra vida cristiana en este día en que celebramos con gozo la resurrección del Señor. Ya en el momento del calvario pocos se­gundos después de Jesús lanzar un fuerte grito y expirar, el centurión romano hizo profesión de fe cuan­do dijo: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15, 39), encontrando la certeza plena en el anuncio que el joven vestido de blanco les dijo a las mujeres que fue­ron a ver el sepul­cro: “No se asusten. Bus­can a Jesús de Nazaret, el Crucificado. Ha resucita­do; no está aquí. Miren el lugar donde lo pusieron. Vayan, pues, a decir a sus dis­cípulos y a Pe­dro: Él va camino de Galilea; allí lo verán, tal como les dijo” (Mc 16, 6-7).

Frente a un mundo con mucho odio, venganza y violencia, la Resurrección de Jesucristo es la revelación suprema para decirle a la humanidad que finalmente no reina el mal, sino que reina Jesucristo Resucitado que ha venido a traernos perdón, reconciliación y paz, para que to­dos tengamos en Él la vida eterna. La proclamación de la resurrección de Je­sús es fundamental para dar cimiento a la fe, tal como lo señaló el Apóstol san Pablo “Si Cris­to no ha resucitado, la fe de ustedes no tiene sentido y siguen aún sumi­dos en sus pecados” (1Cor 15, 17), pero como Cristo resucitó, Él es la fuente de la verdadera vida, la luz que ilumina las tinieblas, el camino que nos lleva a la sal­vación: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie puede llegar al Padre, sino por mí” (Jn 14, 6).

El desarrollo de la vida diaria tiene que conducirnos a un en­cuentro con Jesucristo vivo y resucitado, “que me amó y se entregó por mí” (Gal 3, 20), y ahora resucitado vive y tiene en su poder las llaves de la muerte y del abismo, para rescatarnos del mal que nos conduce a la muerte y darnos la ver­dadera vida, la gracia de Dios que nos renueva desde dentro con una vida nueva, para convertirnos en misioneros del Se­ñor resucitado, según su mandato a los discípulos: “vayan y hagan discípulos a todos los pueblos y bautícenlos para consagrarlos al Padre, al Hijo y al Espíritu San­to, enseñándoles a poner por obra todo lo que les he mandado. Y se­pan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el final de los tiem­pos” (Mt 28, 19-20).

Así lo entendieron los primeros discí­pulos que vieron a Jesucristo y lo pal­paron resucitado. Pedro, los apósto­les y los discípu­los comprendieron perfectamente que su misión consistía en ser testigos de la resurrección de Cristo, porque de este acontecimiento único y sor­prendente dependería la fe en Él y la difusión de su mensaje de sal­vación por todos los confines de la tierra.

Pedro, ante la pregunta de Jesús de quien era Él para ellos, le con­testa: “Tú eres el Cristo” (Mc 8, 29), pero como todavía no había llegado la hora, Jesús les ordenó que no se lo dijeran a nadie. Ahora con la certeza de la resurrección, después de pasar por la cruz, todos salen a comunicar esa gran noticia por todas partes. También nosotros haciendo profesión de fe como Pe­dro, en el momento presente so­mos testigos de Jesucristo resuci­tado y cumplimos con el mandato de ir por todas partes a anunciar el mensaje de la salvación, con la certeza que no estamos solos en esta tarea, Él está con nosotros todos los días hasta el final de los tiempos (Cf Mt 28, 19-20).

Dejemos a un lado nuestras amar­guras, resentimientos y tristezas. Oremos por nuestros enemigos, perdonemos de corazón a quien nos ha ofendido y pidamos perdón por las ofensas que hemos hecho a nuestros hermanos. Deseemos la santidad, porque he aquí que Dios hace nuevas todas las cosas. No temamos, no tengamos preocupa­ción alguna, estamos en las manos de Dios. La Eucaristía que vivi­mos con fervor es nuestro alimento y fortaleza que nos conforta en la tribulación y una vez fortalecidos, queremos transmitir esa vida nue­va a nuestros hermanos, a nuestra familia, porque “Ha resucitado; no está aquí” (Mc 16, 6).

La esperanza en la resurrección debe ser fuente de consuelo, de paz y fortaleza ante las dificulta­des, ante el sufrimiento físico o moral, cuando surgen las contra­riedades, los problemas familia­res, cuando vivimos momentos de cruz. Un cristiano no puede vivir como aquel que ni cree, ni espera. Porque Jesucristo ha resucitado, nosotros creemos y esperamos en la vida eterna, en la que viviremos dichosos con Cristo y con todos los Santos. Tenemos esta posibili­dad gracias a su resurrección.

Haciendo profesión de fe en el Se­ñor, miremos y contemplemos el Crucificado y digamos: “Tú eres el Cristo” (Mc 8, 29) y en ambiente de alegría pascual por la Resurrec­ción del Señor, afrontemos nuestra vida diaria renovados en la fe, la esperanza y la caridad y vayamos en salida misionera a comunicar lo que hemos experimentado al cele­brar esta semana santa. Puestos en las manos de Nuestro Señor Jesu­cristo y bajo la protección y am­paro de la Santísima Virgen María y del Glorioso Patriarca San José, pidamos la firmeza de la fe para ser testigos de la Resurrección del Señor.

En unión de oraciones, reciban mi bendición.

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