El reto de educar-dialogar

Por: Pbro. Roberth Alexander Hernández Gómez, Oficial del Dicasterio de la Educación Católica, ciudad del Vaticano

Colegio Seminario Menor Diocesano San José de Cúcuta. Fotos: Centro de Comunicaciones de la Diócesis de Cúcuta

En una reciente Instrucción de la Congregación para la Educación Católica, ahora llamada Dicasterio para la Cultura y la Educación de la Santa Sede, se afirma que “la educación se encuentra hoy ante un desafío que es central para el futuro: Hacer posible la convivencia entre las distintas expresiones culturales y promover un diálogo que favorezca una sociedad pacífica” (La identidad de la escuela católica para una cultura del diálogo, n.27).

En otras palabras, se nos está diciendo que la educación que esté anclada en modelos individualistas producirá el aislamiento de los hombres y mujeres entre sí, y promocionará, seguramente, la proliferación de sociedades egoístas. Con una educación así, un mundo peor estaría más cerca de lo que parece.

De ahí que, quienes educan no pueden permitirse permanecer con los brazos cruzados, esperando que la solución les caiga de lo alto. Ahora más que nunca, se necesita mostrar y demostrar la presencia cristiana en la realidad multiforme de las distintas culturas. Es decir, hacerla visible, susceptible de ser encontrada, y con actitud consciente. “Hoy día, a causa del avanzado proceso de secularización, la educación católica se halla en situación misionera, incluso en países de antigua tradición cristiana” (n. 28).

El presente artículo, entonces, intenta reflexionar sobre la educación y el diálogo, sin olvidar la sinergia constante que debería existir entre ambos. Sabemos que la sana educación se propone la formación integral del ser humano; el diálogo, bien encauzado, en cambio, podría reforzar lo aprendido y abrir los horizontes de las personas, permitiéndoles salir de sí mismo y ayudándolas a construir la tan esperada fraternidad mundial.

  1. La educación 

En la obra El Maestro de san Agus­tín, se dice que se enseña con las pa­labras y el recuerdo. Y es que toda educación necesita de un lenguaje y de un patrimonio oral/escrito para que alcance su cometido. Las pala­bras son esencialmente mediado­ras. Los recuerdos, tremendamente humanos.

Por eso, en primer lugar, quien educa sabe que enseña con la propia actitud, con las palabras y con el testimonio. El educador está consciente de que en el acto riguroso de educar está colocando al servicio del otro, no solo un simple discurso o conocimiento, sino la totalidad de su ser. En segundo lugar, quien educa sabe que no basta con aquello que ha aprendido. Si quiere ser fiel a su vocación de educador, se le hace necesario seguir ahondando en las ideas y en los descubrimientos que los hombres y mujeres de todos los tiempos han aportado a lo largo de la historia. El patrimonio de la humanidad no es solo cultural, histórico, científico, religioso, etc. Lo conforman también los fracasos, las tristezas, los logros, las alegrías, las rupturas, las esperanzas. Enseñar implica ser capaz de transmitir lo bueno y lo menos bueno de los seres humanos, con la finalidad de que aquel que es educado, crezca y desarrolle la necesaria madurez humana, afectiva, social y que se comprometa verdaderamente a mejorar el mundo. Si esto fuera así, gozaríamos de nuevas generaciones con los pies en la tierra, conscientes del bien o del mal que podrían llegar a hacer, y con la mirada en el Trascendente.

Escuela Normal Superior María Auxiliadora

La educación, para que cumpla sus objetivos, es, como decíamos antes, testimonio por parte de cualquier educador. Testimonio, parafraseando a san Pablo VI, “silencioso, es decir, manifestado en su capacidad de comprensión y de aceptación; en su comunión de vida y de destino con los demás; en su solidaridad con los esfuerzos de todos en cuanto existe de noble y bueno; en su fe en los valores que van más allá de los valores corrientes; y en su esperanza en algo que no se ve ni osarían soñar” (cf. Evangelii nuntiandi, n. 21).

Ahora bien, en el caso del educador católico, el testimonio no solo deber ser silencioso, debe ser también explícito. Es decir, sí se considera la educación católica como un acto de formación y de evangelización, quien educa está llamado a anunciar el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el Reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios (cf. n. 22). Con todo ello, vale la pena recordar que la educación, en cualquiera de sus formas (estatal, privada, confesional, etc.) no puede ser proselitista, pero sí dirigida a la formación integral del ser humano.

En el caso de las instituciones católicas, la Instrucción que se citó al inicio de este artículo, aclara que “la institución educativa, incluida la católica, no pide la adhesión a la fe; pero puede prepararla. Mediante el proyecto educativo es posible crear las condiciones para que la persona desarrolle la aptitud de la búsqueda y se la oriente a descubrir el misterio del propio ser y de la realidad que la rodea, hasta llegar al umbral de la fe” (n. 28).

Aunado a esta preocupación por transmitir la educación en la fe, las declaraciones eclesiales conciben las instituciones educativas católicas, no solamente como instituciones, sino sobre todo como “comunidades”. El elemento característico de la educación católica no es únicamente perseguir “los fines culturales y la formación humana de la juventud”, sino también “crear un ambiente comunitario educativo, animado por el espíritu evangélico de libertad y de caridad” (n. 16).

Por eso, es importante estar siempre dispuestos a dar razón de nuestra esperanza a quien nos lo pida, como dice el Apóstol Pedro.

El cristianismo entró en el mundo de esta manera, dirigiéndose al hombre entero. No entró en el mundo como una fuerza irracional, sino apreciando la capacidad de la razón y del amor de los hombres. Desde el principio la Iglesia mostró la profunda conexión entre la caridad, la fe y la razón. Hoy, entonces, vivimos un momento privilegiado para testimoniar la fe al mundo que nos rodea, ofreciendo nuestras razones.

  1. El diálogo
Seminario Menor Diocesano San José de Cúcuta

El diálogo forma parte de la dimensión constitutiva de todo ser humano. En esto coinciden todos los antropólogos y sociólogos. El individuo necesita dialogar. Todo su ser corporal, su ser espiritual y su obrar apunta hacia la comunicación. Para el educador católico, el diálogo se fundamenta y se desarrolla en la dinámica dialógica trinitaria, en el diálogo entre Dios y el hombre, y en el diálogo entre los mismos hombres.

De ahí que las instituciones edu­cativas católicas, por su naturaleza eclesial, compartan el diálogo como un ele­mento constitutivo de su identidad. En otras palabras, practican la gramática del diálo­go, no como un expe­diente tecnicista, sino como modalidad pro­funda de relación. Las instituciones católi­cas, reconociéndose como comunidades educativas, permiten que la persona se ex­prese y crezca humanamente en un proceso de relación dialógica, interactuando de manera construc­tiva, ejercitando la tolerancia, com­prendiendo los diferentes puntos de vista, creando confianza en un am­biente de auténtica armonía.

Ahora bien, el Papa Francisco ha dado tres indicaciones fundamentales para favorecer el diálogo. Ellas son: el deber de la identidad, la valentía de la alteridad y la sinceridad de las intenciones (discurso en el Cairo, 2017). El deber de la identidad, porque no se puede entablar un diálogo real sobre la base de la ambigüedad o de sacrificar el bien para complacer al otro. La valentía de la alteridad, porque al que es diferente, cultural o religiosamente, no se le ve ni se le trata como a un enemigo, sino que se le acoge como a un compañero de ruta, con la genuina convicción de que el bien de cada uno se encuentra en el bien de todos. La sinceridad de las intenciones, porque el diálogo, en cuanto expresión auténtica de lo humano, no es una estrategia para lograr segundas intenciones, sino el camino de la verdad, que merece ser recorrido pacientemente para transformar la competición en cooperación.

No olvidemos, finalmente, que si nuestras instituciones educativas se cierran al diálogo estarán destinadas a aislarse, aunque sus proyectos educativos hayan sido inspirados en la doctrina cristiana. Igualmente, si nuestras instituciones se preocupan solo por dialogar, olvidando la identidad que las caracteriza, terminarán en meras instituciones arrastradas por las modas de turno. La virtud busca el equilibrio.

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