Niño del pesebre: Nuestro Dios y hermano (aproximación a la doble naturaleza de Jesucristo)

Por: Pbro. Yhon Pablo Canedo Archila, vicario parroquial de Sagrado Corazón de Jesús

Imagen: Centro de Comunicaciones de la Diócesis de Cúcuta

Con el favor de Dios y la interce­sión de la Virgen María este 16 de diciembre despertaremos tempra­no a cantar villancicos. No importa si debamos dormir menos, tomar más café o si después de madrugar debamos ir a trabajar: son sacrificios ofrecidos con fe y amor durante nueve días de prepara­ción. Pero, ¿por qué? o ¿para quién? ¿qué aconteció en Belén en medio de la Virgen María, san José, la mula y el buey, que los pastorcitos quieren verle y nosotros recordamos en el pesebre de nuestros hogares como en las comunidades parroquiales?, la respuesta breve pero fundamental a esta extensa pregunta nos la ofrece el final de este estribillo:

“El camino que lleva a Belén,

Baja hasta el valle que la nieve cubrió,

Los pastorcillos quieren ver a su rey,

Le traen regalos en su humilde zurrón,

Ropoponpon, ropoponpon,

Ha nacido en un portal de Belén, El Niño Dios”.

(Villancico: El tamborilero)

“El Niño Dios”, esta es la razón de ser de la tradicional novena de Navidad que nos alista, y es lo que celebraremos con gran gozo en la Misa de la noche del 24 de diciembre prolongándose la alegría por una semana, en la octava de Navi­dad.

No obstante, cuando vemos el Divino Niño, recordamos que es un bebé de carne y hueso: siente hambre, es ali­mentado, llora, se ríe, duerme, gatea, está creciendo, y cuando esté más gran­de caminará, hablará, colaborará a su Madre María en los oficios de la casa, ayudará a su padre adoptivo san José en la carpintería, será presentado en el tem­plo, predicará, instituirá el grupo de los doce, sentirá compasión, ira, y después de sufrir en la flagelación-crucifixión, entregará su vida en la Cruz.

Sin embargo, no es solo de carne y hue­so, porque Jesús además perdona los pe­cados, multiplica los panes y los peces, sana a los enfermos, hasta los demonios le obedecen y son expulsados, calma las tempestades, reinterpreta y con el amor cumple a plenitud la ley, vence la muerte en la Cruz, resucita, se les aparece a los discípulos, hace caminar sobre las aguas a Pedro, sube a los Cielos, está sentado a la derecha del Padre y promete que regresará triunfante y victorioso. ¿Qué significa esto? Que Jesús es verdadera­mente Dios, verdaderamente hombre. ¿Cómo así? Trataremos de exponerlo en los siguientes párrafos.

El prólogo de san Juan nos dice: “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios” (Jn 1, 1), luego continúa: “Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14).

En los primeros versículos, el evangelis­ta para referirse a Jesús usa el termino griego: “λóγος = Logos” que es tradu­cido como “Razón”, “discurso” y en nuestro caso “Palabra”. Juan citando la creación del primer capítulo del Génesis nos dice que la Palabra ya era – existía. De hecho, en otras palabras, expresa que sin importar cuándo fue el principio de toda la Creación en ese momento la Pa­labra ya estaba. Con esto manifiesta que Jesús es eterno como Dios. Él existía antes que todas las cosas fueran creadas.

En términos del exegeta Martin Francis, entre Dios y la Palabra, -entre el Padre y el Hijo-, “hay una relación de distinción y unidad. Por un lado, el Verbo estaba con Dios; literalmente, la Palabra era «hacia Dios». En el principio, existía esta relación, un fuego inimaginable de amor, entre Dios y su Palabra: la Palabra se volvía «hacia» el rostro de Dios, y este volverse hacia Él fue correspondido. Así que hay dos. Mientras que, por otro lado, hay una unidad: el Verbo era Dios. Todo lo que Dios es, la Palabra es: son uno, y sin embargo son dos. Una vez más mostrando el misterio de la comunión divina, Juan concluye, la Palabra estaba en el principio con Dios” (The Gospel of John, Catholic Commentary on Sacred Scripture, p. 33).

Ahora bien, si, san Juan inició diciendo que el Hijo existe desde siempre junto al Padre, o en otras palabras que el Padre y el Hijo son de la misma naturaleza di­vina, porque el Padre es Dios y el Hijo es Dios, en los siguientes versículos será presentado cómo fue que el Eterno Hijo vino a habitar en medio de nosotros tem­porales. En este sentido, el texto mani­fiesta “el misterio de la Encarnación: el Verbo divino, que de toda la eternidad se vuelve hacia Dios y es Dios mismo, se ha vuelto completamente humano en Jesús. Dios, el creador y gobernante de todas las cosas, ahora se ha convertido en parte de la Creación” (Martin Francis, The Gospel of John, Catholic Commentary on Sacred Scripture, p. 38). San Pablo a los Filipenses presenta el mismo misterio de Dios encarnado con otras profundas palabras en el siguiente himno cristológico:

“El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre…”. (Fil 2, 6-7)

Palabras que también inspiraron los gozos de nuestra novena de Navidad: 

“¡Oh, Sapiencia suma del Dios soberano,

que al nivel de un Niño te hayas rebajado! (…)”.

(Novena de Navidad de la Diócesis de Cúcuta)

No obstante, la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo debió defender y aclarar esta verdad de fe “de la doble natura­leza de Cristo Dios verdadero y hom­bre verdadero” durante los primeros siglos frente a unos pensamientos que la falseaban. Son de mucha utilidad los numerales 464-469 del Catecismo de la Iglesia Católica donde se presentan las discusiones cristológicas de los pri­meros siglos. Por ejemplo, las primeras herejías negaron menos la divinidad de Jesucristo que su humanidad verdadera (docetismo gnóstico). Desde la época apostólica la fe cristiana insistió en la verdadera encarnación del Hijo de Dios, “venido en la carne” (cf. 1 Jn 4, 2-3; 2 Jn 7).

Pero desde el siglo III, la Iglesia tuvo que afirmar frente a Pablo de Samosata, en un concilio reunido en Antioquía, que Jesucristo es hijo de Dios por naturale­za y no por adopción. El primer conci­lio ecuménico de Nicea, en el año 325, confesó en su Credo que el Hijo de Dios es “engendrado, no creado, de la mis­ma substancia [‘homoousios’] que el Padre” y condenó a Arrio que afirmaba que “el Hijo de Dios salió de la nada” y que sería “de una substancia distinta de la del Padre”.

Después, la herejía nestoriana veía en Cristo una persona humana junto a la persona divina del Hijo de Dios. Fren­te a ella Cirilo de Alejandría y el tercer concilio ecuménico reunido en Éfeso, en el año 431, confesaron que “el Ver­bo, al unirse en su persona a una carne animada por un alma racional, se hizo hombre” (DS 250). La humanidad de Cristo no tiene más sujeto que la persona divina del Hijo de Dios que la ha asumi­do y hecho suya desde su concepción. Por eso el concilio de Éfeso proclamó en el año 431 que María llegó a ser con toda verdad Madre de Dios, mediante la concepción humana del Hijo de Dios en su seno: “Madre de Dios, no porque el Verbo de Dios haya tomado de ella su naturaleza divina, sino porque es de ella, de quien tiene el cuerpo sagrado dotado de un alma racional, unido a la persona del Verbo, de quien se dice que el Verbo nació según la carne” (cf. CEC #464-469).

Por último, es esencial recordar las pa­labras solidas e inmortales de los santos Padres afirmadas en el Concilio de Cal­cedonia en el 451: “Enseñamos unáni­memente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucris­to: perfecto en la divinidad, y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre compuesto de alma racional y cuerpo; consustan­cial con el Padre según la divinidad, y consustancial con nosotros según la humanidad, “en todo semejante a noso­tros, excepto en el pecado” (Hb 4, 15); nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad; y por nosotros y por nuestra salvación, nacido en los últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad. Se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola persona” (DS #301-302). Y creyendo que Nuestro Señor Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, cantemos juntos la esperanza eterna que suscita en nuestro corazón la alegría de la Navidad:

“Ven Salvador Nuestro,

por quien suspiramos,

ven a nuestras almas,

ven no tardes tanto”.

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