Mártires cristianos en nuestros tiempos

Por: Hna. Lida Eugenia Flórez Alarcón, Carmelita Teresa de san José

Fotos: Hna. Lida Eugenia Flórez Alarcón, Carmelita Teresa de san José

Los emperadores, especialmen­te luego de la crucifixión de Jesús, desplegaron una fuerte persecución contra los cristianos; es­tas acciones habían sido anticipadas por el propio Jesús a sus Apóstoles, que le advirtió al respecto, que se­rían perseguidos y juzgados por sus creencias, y por seguirlo, una vez que Él muriese.

En los siglos que sucedieron a la cru­cifixión de Jesús, los cristianos que no se resignaban a dejar de predicar la Palabra de Jesús eran capturados y luego se les arrojaba en el famoso Circo Romano ante unos tigres, que por supuesto terminaban con sus vi­das.

En nuestro tiempo, hay muchos paí­ses en los que persiguen a los cristia­nos; en Iraq, en Siria, en Egipto, en la India, en el Líbano y en Nigeria, Mo­zambique y en otros países de África, sin olvidar tantos mártires que tiene América Latina.

En la reciente masacre que hubo en Nigeria, el 6 de junio, domingo de Pentecostés, murieron más de 50 cristianos que ce­lebraban su fe, reu­nidos en el templo; recuerdo en este mo­mento a 52 jóvenes cristianos, que fueron asesinados por no aceptar incorporarse al grupo terrorista del estado islámico, en la Provincia de Cabo Delgado, en Mozam­bique donde estuve trabajando du­rante muchos años. ¡Tantos mártires anónimos en nuestros días!

La realidad de la persecución del cristianismo en el mundo es un asun­to serio. Es necesario que se denuncie y que se difunda. El cristianismo es la religión más perseguida del planeta, ya que está comprometido en proce­sos de paz y reconciliación, en la bús­queda de justicia social en muchos rincones del mundo, proponiendo perdón, ofreciendo per­dón.

«No hay paz sin justi­cia, no hay justicia sin perdón», decía Juan Pablo II. El martirio, explica el Catecismo, es una gracia. No pue­de proponerse como solución universal. Lo sorprendente es cuánta gracia hay en el siglo XXI. Hay que trabajar contra la vulneración de los derechos humanos, contra el genocidio. Hay que conseguir que la comunidad interna­cional apoye a estos cristianos, les permita volver a sus casas, les dé seguridad. Pero no podemos luchar a su favor de modo diferente a como ellos han vivido y viven esta circunstancia. La justicia de la ley y del derecho internacional es necesa­ria, pero insuficiente. El perdón es la máxima justicia, la justicia que repa­ra el corazón de la víctima e impide que la onda del mal siga creciendo, esto subraya el gran tesoro de huma­nidad, de fidelidad, la gran riqueza de estos mártires y tes­tigos de los últimos siglos. Podríamos pues, considerar los mártires cristianos de los últimos siglos, a cientos de cristianos y misioneros, presen­tes en zonas de con­flictos, acompañando la fe de sus hermanos, defendiendo sus derechos, dignificándoles la vida en nombre de Jesús, con el coraje y fuerza del testimonio por la presen­cia del Espíritu Santo que les “inspira el gesto y la palabra oportuna” y que aunque, no necesariamente la muer­te física, sea señal de su martirio, la entrega incondicional, la disposición, la radicalidad y el inmenso amor que los mueve a entregar la vida por otro, su pasión por Dios y por la humani­dad, la vida entregada por los prefe­ridos de Jesús, en circunstancias tan adversas, les hace auténticos márti­res, defensores de la vida y de la fe.

En este contexto me permito com­partir mi experiencia. Viví 16 años en Mozambique (2004-2020), desde 2017, un grupo de supuestos terroris­ta del estado islámico viene aterrori­zando a la zona norte de la Provincia de Cabo Delgado, donde nosotras las hermanas Carmelitas Teresas de San José teníamos nuestra misión educativa. Días antes de un cruel y sangriento ataque, tuvimos que aban­donar nuestra misión, contra nuestra voluntad, por el riesgo que corría­mos. Refugiadas en otra misión, con el alma herida por el atropello a nues­tros hermanos, indignadas ante la in­justicia, con sentimientos de tristeza, incertidumbre e impotencia, y contra la voluntad de nuestros superiores, nos arriesgamos a volver a nuestra misión con el fin de visitar, apoyar, alentar y acompañar a nuestros her­manos; sólo encontramos destruc­ción, dolor y luto, personas indefen­sas ante las fuerzas destructoras de quienes los despojan, los matan, los maltratan y los convierten en extran­jeros en sus propias parcelas; voces que se quiebran, manos y pies que tambalean ante el infernal ruido de las pesadas armas que los amenazan, pero también nos encontramos a un pueblo unido y resiliente, al que se le pueden doblar las piernas para huir, pero nunca su voluntad de paz y de perdón, se les apaga la voz, pero nun­ca la esperanza de volver a ver la luz de un nuevo amanecer. Vi y conviví con muchos mártires en Mozambi­que. Mi admiración y oración por quienes en cualquier lugar del mun­do, lejos o cerca de su tierra, en otra o en su propia cultura entregan la vida por el Evangelio.

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