Por: Monseñor Víctor Manuel Ochoa Cadavid
Al atardecer de la vida te examinarán del amor” decía San Juan de la Cruz en uno de sus escritos, aludiendo al Evangelio de San Mateo (25, 35-45) en el que se nos advierte que el pan compartido, el techo ofrecido, el amor entregado, serán nuestra corona en la gloria.
Con un gran esfuerzo de laicos de los movimientos diocesanos, de fieles de las parroquias, de donantes generosos, muchos de ellos personas simples y pobres, con la generosa entrega de sacerdotes, estamos atendiendo a los hermanos venezolanos que sufren. La casa de paso, La Divina Providencia y siete parroquias, además del Centro de Migraciones, ayudan con el pan y el techo a los hermanos venezolanos.
Dios ha querido que un mismo cielo cobije dos naciones que antes fueron un solo pueblo. Las circunstancias dolorosas de la hermana Venezuela nos han permitido la oportunidad de activar de modo admirable la misericordia que, movida por la fe, se vuelve acción caritativa y acogida fraterna. La Iglesia de Cristo bajo un mismo cielo, en dos naciones diversas.
Hemos asumido el reto de la misericordia, porque lo nuestro es poner en acción los mandatos del Señor. La Iglesia ha liderado siempre esta tarea, es nuestra por origen y por convicción y va más allá de un afán filantrópico porque está sustentada en la fe.
También hemos recibido y con generosidad, porque hemos ganado en convicción, en certeza de que nuestra vida solo será plena si compartimos con amor, si nos damos de verdad, si vemos en el hermano, no una mano extendida sino un corazón abierto para hallar allí el mismo rostro de Jesús. Es el Señor el que ha tocado a nuestra puerta y le hemos podido recibir con amor. La Diócesis de Cúcuta ha tenido el don de poder vivir la caridad.
Dando desde el alma, entendemos que somos hermanos y que esa fraternidad hace posible el encuentro de vidas, culturas, esperanzas. Es esta la gran experiencia que estamos viviendo justamente cuando el Santo Padre Francisco nos pide que, a la oración fervorosa por nuestros hermanos, unamos las iniciativas de fraternidad cristiana que hemos emprendido con gozosa diligencia y con comunión de fe y de esperanza.
La Iglesia es una comunidad viva. Su nombre será siempre comunión y su meta, que es la gloria, se empieza a alcanzar cada vez que se hace vivo el gesto de amor que vence fronteras, la alegría de la fe que tiende puentes donde tantos quisieran construir trincheras de dolor y de amargura.
Detrás de todo este amor entregado hay una intervención segura e indudable que nos ha hecho posible compartir con amor: Jesús, el Señor de la gloria encontró techo en el hogar de María y José.
Allí las manos de Nuestra Señora amasaron el pan del amor y las manos de San José procuraron lo necesario con el honesto trabajo de cada día. Ellos son los que nos están ayudando para que no cese la oportunidad de ver en el que sufre el mismo rostro del Señor que ellos contemplaron en Nazaret.
La Iglesia que peregrina en Cúcuta sabe que Dios le ayudará a ser la puerta de la esperanza para que cada hermano que viene a nosotros se vea asistido por el único amor que no espera recompensas porque las tiene ya seguras en el corazón de Dios. Pidamos a Dios por el hermano pueblo de Venezuela, por sus necesidades y que nosotros podamos seguir ayudándolos con la generosa intervención de la Divina Providencia.
¡Alabado sea Jesucristo!