En este día se impone la ceniza sobre nuestra frente o en la parte superior de nuestra cabeza, y se nos recuerda que nuestra vida en la tierra, a pesar de lo larga que es, es pasajera y que la vida definitiva se encuentra en la eternidad. De forma que somos invitados todos los cristianos a fortalecer en gran medida la oración, la penitencia y el ayuno.
Este rito surge en el ambiente judío, quienes acostumbraban a cubrirse de ceniza cuando hacían algún sacrificio y como signo de su deseo de conversión de su mala vida.
La Iglesia en los primeros siglos adopta esta costumbre en las personas que querían recibir el Sacramento de la Reconciliación el Jueves Santo, quienes se ponían ceniza en la cabeza y se presentaban ante la comunidad vestidos con un “hábito penitencial”. Esto representaba su voluntad de convertirse.
Actualmente, la ceniza que se utiliza se obtiene quemando las palmas usadas el Domingo de Ramos del año anterior.
En la celebración del miércoles de ceniza, y con la imposición de este signo, nos encontramos frente a la realidad de todas las creaturas: que algún día vamos a morir y que nuestro cuerpo se va a convertir en polvo (Gn 3, 19); que todo lo material que tengamos aquí se acaba, es efímero. En cambio, todo el bien que realicemos durante nuestra existencia aunque inmedible con cifras, representa lo que realmente vale en la eternidad de Dios.
Reconozcamos pues la oportunidad que se nos ofrece a través de las celebraciones de la Iglesia, para acercarnos de manera consciente a cada una de nuestras parroquias, a la celebración de este día, que este año se registra en el calendario civil, el 18 de febrero, y así iniciemos un camino verdadero de transformación desde el arrepentimiento, la confesión, la caridad con los demás, la oración y la comunión con Dios.
Fuente: Cortesía periódico La Verdad – edición 740