La gran lección de este día: Cristo está en el sepulcro, ha bajado al lugar de los muertos, a lo más profundo a donde puede bajar una persona. Y junto a él, como su madre María, está la Iglesia, la esposa callada a la espera de la Resurrección.
Dios ha muerto. Ha querido vencer con su propio dolor el mal de la humanidad. Es el día de la ausencia. El esposo nos ha sido arrebatado. Día de dolor, de reposo, de esperanza, de soledad. El mismo Cristo está callado.
Es el día del silencio: la comunidad cristiana vela junto al sepulcro. Callan las campanas y los instrumentos musicales. Es el día para profundizar. Para contemplar. El altar está despojado. El sagrario, abierto y vacío.
El sábado está en el corazón mismo del Triduo Pascual. Entre la muerte del viernes y la resurrección del domingo, nos detenemos en el sepulcro. Son tres momentos de un mismo y único misterio de la Pascua de Jesús: muerto, sepultado y resucitado: “se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo… se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo” (Fil 2).