La vida anunciada, allí donde Dios era visto como ausente

Por: Seminarista Rafael Darío Aparicio Rubio, licenciado en Teología Bíblica; servicio pastoral en la parroquia Nuestra Señora de la Esperanza 

Descendió a los infiernos, levantó a los difuntos y a todos alegró con su elevación

El Símbolo de los Apóstoles (cre­do) es como el lugar de un canto continuo, trama que atraviesa el tiempo, y permite en la historia habi­tar la alegría de las diversas voces, las cuales uniéndose en un solo espíritu dan alabanza al Dios Uno y Trino que en su obra de creación, justificación y redención sostienen al hombre caminante en la búsqueda del rostro di­vino, único espacio en el cual el deseo íntimo de su propio ser se rea­liza, tal obra tiene lugar al interno de un cuerpo social, de un pueblo, de una comunidad de vida y amor, al interno de la historia y en la arena de la Creación.

El hombre creyente cuando profesa su fe, dice en el llamado Sím­bolo de los Apóstoles en referencia a la identidad del Cristo: «fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos y al tercer día resucitó de entre los muertos […]». Por su parte, el llamado credo de «Nicea-Constantinopla», (fruto de la elaboración y reflexión de fe que prosigue los concilios ecuménicos de Nicea 325 d.c. y Constantinopla, 381 d.c.) el cual se caracteriza por una ex­pansión notable de los «artículos de fe», cuando se ocupa del artículo en cuestión, omite la mención explícita de la sentencia «descendió a los in­fiernos» diciendo en su lugar: «pade­ció y fue sepultado y resucitó al tercer día, según las Escrituras […]».

Podríamos preguntarnos: ¿Qué busca enseñar la Iglesia con tal referencia al descenso de Jesús al lugar de los muertos? ¿Cómo bíblicamente la reflexión teológica fue asumiendo tal misterio del Cristo? ¿Qué bue­na noticia es anunciada para los que mueren? Para tal ejercicio, ini­ciamos con la segunda pregunta, eligiendo tres textos bíblicos que co­rresponden a tres diver­sos corpus del Nuevo Testamento, el primero de ellos a la obra del evangelista Lucas, en su libro de los Hechos de los Apóstoles que junto al Evangelio de Lucas fue­ron escritos para ser leídos como obra continua.

«Israelitas, escuchen estas palabras: A Jesús, el Nazareno, hombre acredita­do por Dios ante ustedes con milagros prodigios y signos que Dios realizó por su medio entre ustedes, como us­tedes mismos saben, a éste, que fue entregado según el determinado de­signio y previo conocimiento de Dios, ustedes lo mataron clavándolo en la cruz por mano de unos impíos; a este Dios le resucitó librándolo de los la­zos del abismo, pues no era posible que lo retuviera bajo su dominio […]» (cf. Hch 2, 22-24).

El Apóstol Pedro, que toma la pa­labra, ofrece una clave de lectura de los eventos que sucedieron en medio del pueblo en referencia sobre aquel hombre de Nazareth; al igual que en el credo los misterios de la Pascua de Cristo aparecen íntimamente vincu­lados; la obra de resurrección surge como una acreditación por parte de Dios que evidencia la bondad de la obra de su Hijo, el texto subraya al mismo tiempo la doble causalidad del evento, sea la intriga de la sentencia humana que le conduce a la muerte en cruz, sea el único diseño de Dios que actúa de modo eficaz para restaurarle en la verdad, levantarlo es por tanto, signo visible de la potencia de la Pa­labra creadora, que no permite que el justo viva en la oscuridad del abismo y que los lazos de la muerte sujeten su existencia. 

Si el texto anterior subrayaba como Dios asistía la misión del Cristo, y se hacía lugar de su presencia ya en la historia terrenal del Hijo, realizan­do sobre él la justicia que los hom­bres le arrebataban. El siguiente texto pertenece al llamado corpus paulino, tomado de la carta a los Efesios, su­braya sobre todo la unidad de sujeto y la vinculación de la obra del Cristo a la obra del Espíritu Santo, don que se reparte sobre los hombres.

«Subiendo a la altura, llevó cautivos y repartió dones a los hombres, ¿qué quiere decir subió, sino que también bajó a las regiones inferiores de la tie­rra? Este que bajó es el mismo que su­bió por encima de todos los cielos para llenar el universo» (cf. Ef 4, 8-11).

Él, Jesús, que nació de mujer, y nació bajo el poder de la ley, se anonado al punto no solo de la muerte, sino de la muerte ignominiosa de la cruz, y bajó incluso al lugar de las sombras, para recapitular sobre sí la única palabra fundante, de modo que la solidaridad de su obra salvífica se despliega sobre toda la realidad creada.

El texto siguiente pertenece al llama­do corpus joánico, y se dice así en el libro del Apocalipsis:

«Soy el viviente, el que vive, estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo» (cf. Ap 1, 18).

Aquí, es el mismo Cristo glorioso, como espíritu dador de vida que canta su propia historia y presenta su sobe­ranía sobre toda la realidad creada, Él posee como justo custodio las llaves del reino de la muerte, y el abismo y la claridad de la vida divina se des­pliegan sobre todo el horizonte no dejando espacio a otras potencias engañadoras.

Hasta este punto los tres textos bíbli­cos presentados a la consideración de cada uno de ustedes nos ponen ante una evidencia: que sea el lenguaje del credo o sea el lenguaje bíblico del Nuevo Testamento, exhiben una simbiosis de eventos históricos y me­ta-históricos uniéndose de tal modo al estilo propio de los escritos de todo el Antiguo Testamento que expresan la total convicción que Dios no solo ha creado, sino que dirige los hilos de la historia, tomándose en serio los entra­mados que el hombre fabrica y crean­do en estas situaciones u opciones de muerte espacios de vida inaudita.

Ahora nos ocuparemos de esbozar brevemente una orientación a la re­flexión respecto a la primera pregun­ta: decir que Jesús descendió a los infiernos, al lugar de los muertos, es confesar ante todo que el Cris­to como verdadero hombre murió realmente, con la carga de tragedia que tal evento conlleva. Que, además, se dio la separación de su alma y de su cuerpo y decir que con su alma uni­da a la persona del verbo descendió a los infiernos es confesar ante todo la radicalidad y la universalidad de la redención.

Otra línea de reflexión que nos propone el artí­culo de fe es el misterio del sábado y la idea del reposo en la tumba. Tal vez la atención al len­guaje utilizado en pala­bras como «descenso», «altura», «elevación», indican cómo el Reden­tor penetra precisamente en el lugar de la máxima ocultación del rostro de Dios, llegando a asumir de tal modo en total soli­daridad el destino de todos los difun­tos.

Repitiendo nuevamente, podemos de­cir que es ante todo una profesión de fe en «el misterio de la solidaridad»; allí el justo redentor se vincula con los justos hombres que antes de Él han sucumbido a la muerte física, comunicando la claridad de su obra redentora en el reino de los muertos y manifestando la energía liberadora de esta misma obra. He aquí, la buena noticia, el Evangelio que se extiende no solo a todas las naciones, sino que la potestad donada al Hijo incluye el mundo visible e invisible (cf. Mt 28, 18-20), su descenso al lugar de los muertos lo realiza como salvador y allí de acuerdo a la fe venerable de la tradición proclama la alegría del Evangelio a los difuntos.

Si se quiere continuar reflexionando en este sentido será necesario entrar dentro de la dinámica de revelación de los textos del Antiguo Testamento (pe­dagogía divina), preguntarse qué tan extendida era la idea de la resurrección antes del dominio del imperio griego y de la difusión de la mentalidad hele­nística, (cf. especialmente difusión de las ideas griegas que prefieran hablar de la inmortalidad del alma 333 a.c.-135 d.c.), tener en cuenta que la idea bíblica de la resurrección se toma en serio nuestra condición corporal, la tierra que somos, y el anuncio de vida es a todo el hombre y a todos los hom­bres. Para el hombre bí­blico, así como aparece en los textos de la Torah de Moisés, en textos sea proféticos, que sapien­ciales, el Dios de Israel es el Dios de la vida, y el creyente puede alabarle solo en vida, la muerte es dibujada como la rup­tura tremenda de aque­lla relación fundante; el lugar de las sombras, el Sheol, o Hades, aparece de este modo como el lugar de la ausencia de alabanza a Dios y habitación de aquellos que privados de la visión de Dios viven en un estado de existencia sin la ale­gría de la vida.

Otro punto de reflexión, es que pre­cisamente en textos anteriores o con­temporáneos al imperio persa (cf. es­pecialmente 538-333 a.c.) la imagen de satanás, por ejemplo, aparece de modo notablemente diverso a la con­cepción diabólica o a textos de tipo dualista que le presentan como poten­cia fundante de las fuerzas del mal; baste recordar el rol en el libro de Job que siendo siervo de Dios aparece con rasgos de fiscal en defensa de los in­tereses de la corte divina. A tal visión que se va desarrollando incluso hasta postular en el mismo Sheol la separa­ción de los justos difuntos que habrían vivido en comunión a Dios y que re­posan con sus padres, de aquellos im­píos que con la muerte son olvidados no solo por Dios sino por los mismos hombres, pues su memoria, la de los impíos no tiene raíces. Se debe tener en cuenta que a esta visión se sobrepo­ne y en ocasiones tomó la prevalencia, la descripción del infierno como lugar de las potencias del mal, del lugar de los condenados, de las fuerzas diabó­licas, este tipo de lenguaje aparece con fuerza en la época helenístico-ro­mana, y fue tematizada sobre todo en la llamada literatura de Enoch, textos apocalípticos que alcanzaron gran di­fusión en la época que cubre el pasar de un testamento a otro, y encuentra ecos incluso en la literatura canónica del nuevo testamento. Dicho lo ante­rior, el Catecismo de la Iglesia Católi­ca busca recordar que el Cristo, «no ha descendido a los infiernos para liberar los condenados, ni para destruir el in­fierno de la condenación, sino para li­berar los justos que le habían precedi­do» y asevera diciendo, «el descenso a los infiernos es el cumplimiento, hasta la plenitud del anuncio evangélico de la salvación» (cf. CIC 634).

Podríamos decir teniendo en mente la última pregunta: Cristo desciende en cuanto es Príncipe de la vida, y a todos los difuntos les es anunciada la fuerza del bien, el anuncio es claro, la muerte ha sido destruida y el maligno no tiene ningún poder sobre la gloria de Dios. La muerte física no aparece como la palabra ultima y en el momento cru­cial que atañe a todo hombre, como es el momento de la muerte no tendrá que transitarlo en la soledad, encon­trará su Dios, su amigo, su hermano que le precede con la luz de la vida.

A todos aquellos que nos han precedi­do, a nuestros difuntos que duermen en la paz del Señor, les es dirigida una palabra que está encarnada en un ros­tro concreto, les es dirigida la palabra que es Cristo y podremos decir final­mente cada vez que pensamos y trata­mos de reflexionar sobre los eventos últimos:

«Dios es nuestro lugar; Él mismo es en Cristo, las realidades últimas: como ganado es Cielo; como perdi­do, infierno; como examinador, juicio; como purificador, purgatorio» (Von Balthasar).

Scroll al inicio