Este miércoles 30 de septiembre, en la memoria litúrgica de San Jerónimo, traductor de la Biblia y doctor de la Iglesia, el Papa Francisco, al finalizar su tradicional Audiencia General, firmó la Carta Apostólica “Scripturae Sacrae Affectus” (del latín “Amor a la Sagrada Escritura”).
Al conmemorarse los 1.600 años del fallecimiento de este santo -que, por el afecto y el amor a la Sagrada Escritura, le ha dejado a la Iglesia un importante legado por su vida y sus obras-, Su Santidad, el Papa Francisco ha querido compartir con la Iglesia Universal una Carta Apostólica que invita a seguir el ejemplo de san Jerónimo y hacer crecer en todos, el deseo por conocer la verdad cristiana y amarla.
El Pontífice inicia el documento, adentrándose en la vida del santo, desde el momento en que decide consagrarse totalmente a Cristo y a su Palabra. El Papa relata que estuvo “entre las grandes figuras de la Iglesia de la época antigua, en el periodo llamado el siglo de oro de la patrística, verdadero puente entre Oriente y Occidente: fue amigo de juventud de Rufino de Aquilea, visitó a Ambrosio y mantuvo una intensa correspondencia con Agustín. En Oriente conoció a Gregorio Nacianceno, Dídimo el Ciego, Epifanio de Salamina. La tradición iconográfica cristiana lo consagró representándolo, junto con Agustín, Ambrosio y Gregorio Magno, entre los cuatro grandes doctores de la Iglesia de Occidente”.
De Roma a Belén
Se estima su nacimiento en el año 345 en Estridón, frontera entre Dalmacia y Panonia, en el territorio de la actual Croacia y Eslovenia, fue educado con los valores de una familia cristiana. Según el uso de la época, fue bautizado en edad adulta, en los años en que estudió retórica en Roma, entre el 358 y el 364.
Durante sus estudios en Roma, se convirtió en un lector insaciable de los clásicos latinos, que estudiaba bajo la guía de los maestros de retórica más ilustres de su tiempo. Luego emprendió un largo viaje a la Galia, que lo llevó a la ciudad imperial de Tréveris, hoy Alemania. Hacia el año 374, pasando por Antioquía, decidió retirarse al desierto de Calcis, para realizar, de forma cada vez más radical, una vida ascética, en la que estaba reservado un amplio espacio al estudio de las lenguas bíblicas, primero del griego y después del hebreo.
En el desierto, experimentó concretamente la presencia de Dios, la necesaria relación del ser humano con Él, su consolación misericordiosa. En este episodio, el Papa recuerda una anécdota, de tradición apócrifa: Jerónimo le dijo al Señor: “¿Qué quieres de mí?” Y Él le respondió: “Todavía no me has dado todo”. “Pero, Señor, yo te di esto, esto y esto…” —“Falta una cosa” —“¿Qué cosa?” —“Dame tus pecados, para que pueda tener la alegría de perdonarlos otra vez”.
Al volver a Antioquía fue ordenado sacerdote por el obispo Paulino y en el 382 volvió a Roma, se puso a disposición del papa Dámaso quien, valorando sus grandes cualidades, lo nombró su estrecho colaborador. Al morir el Papa Dámaso para establecerse definitivamente en Belén en el año 386. En Belén vivió el periodo más fecundo e intenso de su vida, completamente dedicado al estudio de la Escritura, comprometido en la monumental obra de traducción de todo el Antiguo Testamento a partir del original hebreo. Al mismo tiempo, comentaba los libros proféticos, los salmos, las obras paulinas, escribía subsidios para el estudio de la Biblia.
La clave sapiencial de su retrato
El Papa Francisco expone dos testimonios de san Jerónimo, el primero, su absoluta y rigurosa consagración a Dios (cf. 1 Co 2,2; Flp 3,8.10), ejemplo para los monjes, quienes viven de ascesis y oración, con vistas a que se dediquen al trabajo asiduo de la investigación y del pensamiento. El segundo, el estudio asiduo, dirigido exclusivamente a una comprensión profunda del misterio del Señor, donde no se valía por sí mismo, sino pedía constantemente oración de intercesión “para que la traducción de los textos sagrados estuviera hecha con el mismo espíritu con que fueron escritos los libros”.
Amor por la Sagrada Escritura
En los últimos tiempos los exegetas han descubierto el genio narrativo y poético de la Biblia, exaltado precisamente por su calidad expresiva. Jerónimo, en cambio, lo que enfatizaba de las Escrituras era más bien el carácter humilde con el que Dios se reveló, expresándose en la naturaleza áspera y casi primitiva de la lengua hebrea, comparada con el refinamiento del latín ciceroniano. Por tanto, no se dedicaba a la Sagrada Escritura por un gusto estético, sino —como es bien conocido— sólo porque lo llevaba a conocer a Cristo, afirmando que ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo.
El estudio de la Sagrada Escritura
El Papa explica que Jerónimo “es nuestro guía” porque, “como lo hizo Felipe (cf. Hch 8,35), lleva a quien lee al misterio de Jesús, asumiendo responsable y sistemáticamente las mediaciones exegéticas y culturales necesarias para una lectura correcta y fecunda de la Sagrada Escritura”. El cuidadoso análisis y evaluación de los manuscritos, la investigación arqueológica precisa, además del conocimiento de la historia de la interpretación, en definitiva, todos los recursos metodológicos que estaban disponibles en su época histórica los supo utilizar armónica y sabiamente, para orientar hacia una comprensión correcta de la Escritura inspirada.
La vulgata
Con el estímulo del Papa Dámaso, Jerónimo comenzó en Roma la revisión de los Evangelios y los Salmos, y luego, en su retiro en Belén, empezó la traducción de todos los libros veterotestamentarios, directamente del hebreo; una obra que duró años. El texto final combinó la continuidad en las fórmulas, ahora de uso común, con una mayor adherencia al estilo hebreo, sin sacrificar la elegancia de la lengua latina. El resultado es un verdadero monumento que ha marcado la historia cultural de Occidente, dando forma al lenguaje teológico. Superados algunos rechazos iniciales, la traducción de Jerónimo se convirtió inmediatamente en patrimonio común tanto de los eruditos como del pueblo cristiano, de ahí el nombre de Vulgata.
La traducción como inculturación
La inserción de la Biblia y del Evangelio en las diferentes culturas hace que la Iglesia se manifieste cada vez más como «sponsa ornata monilibus suis» (Is 61,10). Y atestigua, al mismo tiempo, que la Biblia necesita ser traducida constantemente a las categorías lingüísticas y mentales de cada cultura y de cada generación, incluso en la secularizada cultura global de nuestro tiempo.
En el aniversario de la muerte de san Jerónimo, el Papa Francisco re-dirige la mirada de los fieles hacia la “extraordinaria vitalidad misionera expresada por la traducción de la Palabra de Dios a más de tres mil idiomas. Muchos son los misioneros a quienes debemos la preciosa labor de publicar gramáticas, diccionarios y otras herramientas lingüísticas que ofrecen las bases de la comunicación humana y son un vehículo del sueño misionero de llegar a todos”.
Jerónimo y la cátedra de Pedro
Jerónimo siempre tuvo una relación especial con la ciudad de Roma, allí se formó el humanista y se forjó el cristiano. Este vínculo se daba, de manera muy peculiar, en la lengua de la Urbe, el latín, del que fue maestro y conocedor, pero estuvo sobre todo vinculado a la Iglesia de Roma y, en especial, a la cátedra de Pedro. Jerónimo consideraba la cátedra de Pedro como un punto de referencia seguro: «Yo, que no sigo más primacía que la de Cristo, me uno por la comunión a tu beatitud, es decir, a la cátedra de Pedro. Sé que la Iglesia está edificada sobre esa roca».
Amar lo que Jerónimo amó
El Papa Francisco concluye esta Carta Apostólica titulada “Scripturae Sacrae Affectus”, haciendo un nuevo llamamiento a todos, en primera instancia a no considerar a san Jerónimo solamente uno de los más grandes estudiosos de la “biblioteca” de la que el cristianismo se nutre a lo largo del tiempo, comenzando por el tesoro de las Sagradas Escrituras; sino que también se le puede aplicar lo que él mismo escribió sobre Nepociano: «Por la asidua lectura y la meditación prolongada, había hecho de su corazón una biblioteca de Cristo». Jerónimo no escatimó esfuerzos para enriquecer su biblioteca, en la que siempre vio un laboratorio indispensable para la comprensión de la fe y la vida espiritual; y en esto constituye un maravilloso ejemplo también para el presente”.
Este ejemplo es una invitación a amar lo que Jerónimo amó, redescubriendo sus escritos y “dejándonos tocar por el impacto de una espiritualidad que puede describirse, en su núcleo más vital, como el deseo inquieto y apasionado de un conocimiento más profundo del Dios de la Revelación”.
Finalmente, Su Santidad pide que nos encomendémonos a la Virgen María, “que mejor que nadie puede enseñarnos a leer, meditar, rezar y contemplar a Dios, que se hace presente en nuestra vida sin cansarse jamás”.