1.600 años de la muerte de San Jerónimo, doctor máximo de la Iglesia

Por: Luz Marina Sepúlveda M., Animadora Bíblica de la Diócesis de Cúcuta

¿Quiénes fueron los padres de la Iglesia? fueron pastores, Obispos en su mayoría, que vivieron en los primeros si­glos de la Iglesia; en su predicación, enseñanzas y escritos tuvieron que dar respuesta a cuestiones y dificultades teo­lógicas y en ambientes, muchas veces convulsionados, por persecuciones, con­flictos internos, herejías y sismas.

Como Animadores Bíblicos celebra­mos a san Jerónimo, “ese en quien la Iglesia Católica, reconoce y venera al ‘máximo doctor’ que le haya otorga­do el cielo”, dice Su Santidad Benedicto XV en septiembre de 1920 a los 1.500 años de su muerte en la Encíclica “Spi­ritus Paraclitus”. Doctor máximo, san Jerónimo, estudioso, traductor, escritor e intérprete.

Patrono de los que amamos y estudia­mos las Sagradas Escrituras. Uno de los cuatro padres de la Iglesia de Occiden­te; nació en Estridón, Dalmacia, actual Croacia, a mediados del siglo IV, fue muy viajero desde joven, a los 16 o 17 años se trasladó a Roma a estudiar gra­mática, retórica y filosofía, pasó por las Galias y Aquilea, hasta Jerusalén.

En el año 374 se enfermó y pasó a An­tioquía, vivió tres años como anacoreta en el desierto de Calcis, donde aprendió la lengua hebrea que llegó a dominar, como el griego y el latín. Fue ordenado sacerdote y se trasladó a Constantino­pla donde escuchó las lecciones de san Gregorio Nacianceno; en el 382 cuan­do volvió a Roma llamado por el Papa San Dámaso, con la confianza de que su extraordinaria erudición, la reconocida integridad de sus costumbres, junto con los años vividos en el cercano Oriente, podían con facilidad garantizarle las lu­ces que necesitaba en un Concilio que se iba a celebrar en Roma hacia el año 382, además le encargó la revisión de la antigua versión latina de la Biblia, fruto de este trabajo es la famosa vulgata que continua usándose en la Iglesia latina. El Papa Dámaso, muere en el 384 a partir de entonces todo favoreció su salida de Roma.

Él decía de las señoras ricas de Roma, que tenían “tres manos”: “la derecha, la izquierda y una mano de pintura” … También con tremenda energía escribía contra las diferentes herejías. Muchas veces se extralimitaba en los ataques a sus enemigos, pero después se arrepen­tía humildemente y aseguraba: “Ignorar las Escrituras es ignorar a Jesucristo”.

Por intermedio del Papa y los Obispos conoció a un selecto grupo de señoras de alcurnia, en su mayoría viu­das que, dejando las como­didades del mundo, se dedi­caron a seguirle encantadas con sus conocimientos a los que ellas también eran apa­sionadas. Formaron círculos de estudios bíblicos.

Marcela, la primera de ellas, tenía un palacio en el Aven­tino, que vino a convertirse en un verda­dero monasterio, allí estudiaban, apren­dían, compartían conocimientos, a los temas de coloquios livianos sucedieron los temas relativos al alma, la oración, la penitencia, la Biblia y a Dios. Estaban Marcela y su madre Albina, Asela, con­sagrada a Dios desde los 10 años, Paula y su hija Eustoquia, cuya carta número 22 es considerada todo un programa de vida monástica, Marcelina y Feliciana, pero más que la sólida formación es­trictamente bíblica, se fue consolidando como uno de los expertos conocedores del alma femenina de su tiempo hasta llegar a ser el gran director espiritual, no solo de estas selectas sino de futu­ras santas al altar. Aquel nuevo estilo de vida fue realmente un hecho pionero en la primitiva historia del monaquismo femenino. Visionario de la participación tan importante de la mujer, en todos los asuntos de la Iglesia.

Se conservan 154 de sus cartas, todas colmadas de citas bíblicas, que tienen la categoría ex­cepcional de verdadera bio­grafía, podrían repartirse en tres capítulos: las cartas desde el desierto, las cartas desde Roma y las cartas des­de Belén donde pasó 34 años dedicado al estudio de la Sa­grada Escritura a la dirección espiritual y cuidado de un grupo de almas y la defensa de la fe contra las diferentes herejías. Fue allí donde es­cribió la mayor parte de sus comentarios exegéticos a la Biblia, diversos tratados de carácter dogmático y apologético. Murió en la ciudad donde nació nuestro señor, en Belén, en el año 420.

A Jerónimo, traductor, hay que con­cederle un puesto en primerísima fila, como latinista elegante, era su lengua materna y la había perfeccionado en sus estudios en Roma en las escuelas de eru­ditos maestros. Dominaba el griego y el hebreo. Siendo el “patrón de los tra­ductores, de los intérpretes”.

Estas ideas, más completas y perfiladas, se reflejarían en nuestro tiempo en las grandes encíclicas ‘Providentissimus Deus’ de León XIII, ‘Spiritus Paraclitus’ de Bendedicto XV y ‘Divino Afflante Spiritu’ de Pío XII, documentos esencia­les para la interpretación de la Biblia.

Benedicto XV en su Encíclica ‘Spiritus Paraclitus’ al hablar de los numerosos expositores santísimos y doctísimos que en el transcurso de los siglos han estu­diado la Biblia escribe esta alabanza de oro: “El primer lugar entre ellos, por consentimiento unánime, corresponde a san Jerónimo, a quien la Iglesia católica reconoce y venera como el doctor máxi­mo, concedido por Dios en la interpreta­ción de las Sagradas Escrituras”.

Al atardecer, la vida fue dura, su bene­factora Paula se quedó sin hijos y sin dinero y murió, el patrimonio familiar aportado por él tampoco era suficiente para sostener el albergue y los dos mo­nasterios, todo esto remató con la inva­sión de los bárbaros en Roma, la muer­te de sus amigos, la madre de Marcela, Rufina, Paulina, Panmaquio, Teodosio y, por último, Eustoquia, hija de Paula.

Hasta el fin de su vida, de sus manos nunca ociosas cayó la pluma que en toda su vida había tenido como una antorcha de luz para los amigos y como una es­pada de venganza contra los enemigos de la verdad. Pudo retirarse tranquilo del campo de batalla, había luchado como bueno y fiel lidiador.

El día 30 de septiembre del año 420 el Señor llamó a su siervo fiel, ese día se celebra su fiesta, le dieron sepultura en la Iglesia de Belén, mientras toda la cris­tiandad estaba de duelo. Desde el siglo XIII sus venerables restos descansan en Roma en la Basílica de Santa María la Mayor.

Debemos hacer eco a esta vida entregada a la Palabra de Dios, desde san Jerónimo, en este mes de la Biblia, en este año de la Palabra -precisamente por los 1.600 años de su muerte-, en este año de pandemia y limitaciones, que él mismo interceda por nosotros, por los Animadores Bí­blicos, quienes también entregamos la vida a la propagación del Libro San­to, para que en estas difíciles realidades continuemos con este amor y dedicación a la Sagrada Escritura.

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