Estos días, celebramos la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y la Preciosa Sangre de Cristo. Es la fiesta que conocemos habitualmente como el CORPUS. Una celebración que nos hace poner de frente al gran misterio de la Eucaristía. Don precioso que Dios nos ha regalado el Jueves Santo, en la última cena.
En la Santa Misa revivimos y hacemos memoria de este mandato del Señor. Es un encuentro personal, directo y real con el Señor Jesús que nos salva y redime. El Señor ha deseado quedarse con nosotros en la Eucaristía para ser alimento, para ser bebida, pero de vida eterna, con sus mismas palabras (ver Juan 6, 51-58).
En esta celebración rendimos culto público a Cristo, presente en la Eucaristía. Solemnemente proclamamos la presencia de Cristo en las especies eucarísticas y lo ponemos en el centro de nuestra comunidad, lo llevamos por las calles de nuestra ciudad simbólicamente. Poniendo a Cristo y reconociéndole como Señor. Este año tiene una connotación particular, pues no podemos hacerlo masivamente, no podemos salir en peregrinación, como tradicionalmente lo hemos hecho.
Antes de la procesión, en la celebración de la Santa Misa celebramos el misterio de la muerte de Cristo, un sacrificio único por el cual Cristo “muriendo, destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida” (Prefacio de Pascua I).
Es una ofrenda, un sacrificio, que se ofrece en la Santa Misa. Podemos decir que esta fiesta tiene dos momentos, nos marca dos profundos horizontes y que nos permiten crecer espiritualmente.
Nos hace entrar profundamente en el misterio de la presencia real de Cristo en la Eucaristía y nos hace valorar este sacramento de vida en el que participamos. Nos entra en la celebración en sí misma.
En segundo momento, nos hace llevar a Cristo Eucaristía por el camino del mundo, desde que comenzó en Lieja, en Holanda, en 1264 esta tradición. Es como el camino del pueblo de Dios en el Desierto. La prueba y el hambre que es saciada por Dios con el maná, el nuevo alimento del cielo que es vida para los hombres. Dios está en el recuerdo de la historia de los hombres.
La Eucaristía, nos hace participar de estas bendiciones de Dios, por la presencia misma de Cristo. En este día piadosamente ponemos la presencia de Cristo entre nosotros, lo llevamos como un tesoro precioso en el camino de la historia humana. Repetiremos con fe: Bendito y alabado sea Jesús en el Santísimo Sacramento del Altar.
Llevamos un Pan, no un pan cualquiera, el PAN DE VIDA; VIDA PARA EL MUNDO. Un pan que alimenta y da valor a los hombres para la lucha en el camino de la vida de fe.
En el origen de esta fiesta, estaba la adoración: muchos no podían comulgar y adoraban, comprendían el misterio de la vida que se escondía en el PAN DE CRISTO, el Cuerpo de Cristo nos alimenta y nos sacia, nos da la vida eterna. Ha servido también para compartir, para vivir profundamente la caridad entre los hermanos. Se ponen bienes de alimentos, para que muchos puedan alimentarse gracias a la caridad.
Cristo se hace PAN Y VINO para nosotros. En el marco de la celebración de la Pascua Judía, siguiendo un particular rito que comporta el uso del Pan Ázimo y del Vino, como signos particulares de la gracia y de la bondad de Dios para con su Pueblo, quiere quedarse con nosotros el Señor.
En el Pan, se nos confía un “banquete de amor”, el “sacrificio nuevo de la alianza eterna”, miramos también y adoramos a Cristo presente en el vino, en su Sangre preciosa, que nos redime y nos salva.
Es la sangre del cordero, inmaculado, limpio y puro que se ofrece por todos nosotros en el sacrificio de la cruz y que renovamos siempre en cada una de nuestras celebraciones. Esta fiesta está unida también a la fiesta de la Sangre del Señor, Sangre que nos redime y nos limpia, nos salva y nos pone nuevamente de frente al plan de Dios.
La Iglesia como en un lienzo blanco y primoroso, recoge el Cuerpo de Cristo y su Sangre, para custodiarlos y repartirlos a todos como don de vida eterna.
En estos dos alimentos, humanos y universales por excelencia, experimentamos el amor de Dios y su constante misericordia. En un poco de pan y en un poco de vino, recibimos el verdadero cuerpo y la verdadera sangre de Cristo que nos nutren en el camino de fe y esperanza, viviendo nuestra vida cristiana, para acompañarnos hasta el cielo.
Hermanos que aprendamos a ADORAR, a contemplar el misterio de Cristo presente en la Eucaristía. Que todos reconozcamos la Victima santa y única que se ofrece sobre el altar. Que todos aprendamos a experimentar la presencia vivificante de Cristo en la Eucaristía, a recibirla piadosamente y anhelar poder celebrar prontamente, con las puertas de nuestros Templos abiertas para todos, protegidos por Dios en la precariedad de la vida.
Adoremos devotamente la presencia de Cristo en las especies Eucarísticas. Bendito, alabado y adorado sea Jesús en el Santísimo Sacramento del Altar.
¡Alabado sea Jesucristo!