Por: Pbro. Carlos Alberto Escalante, Formador Seminario Mayor San José de Cúcuta.
Foto: Centro de Comunicaciones Diócesis de Cúcuta
El cuarto Domingo de Pascua nos presenta la imagen de Jesús, el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas, las conoce, las llama por su nombre, las alimenta y las guía. Desde hace más de 50 años en este domingo celebramos la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. En esta Jornada la Iglesia nos recuerda la importancia de orar y pedir, como dijo Jesús a sus discípulos, para que “el dueño de la mies, mande obreros a su mies” (Lc 10, 2), envíe vocaciones que hagan presente a Jesucristo, que es Buena Noticia, vida y esperanza para el hombre en medio de las circunstancias en los que desenvuelve su existencia en el mundo.
Jesús nos hace esta invitación en el contexto de un envío misionero: “Subió al monte y llamó a los que Él quiso… para que estuvieran con Él, y para enviarlos a predicar” (Mc 3, 13–15). Además de los doce apóstoles nos cuenta el Evangelio de san Lucas, llamó a otros setenta y dos discípulos y los mandó de dos en dos para la misión (Lc 10, 1-16). Es evidente, por tanto, que la Iglesia “es misionera por su naturaleza” (Ad gentes, n. 2), y la vocación nace necesariamente dentro de una experiencia de misión y de encuentro con Jesucristo vivo. Así, escuchar y seguir la voz de Cristo Buen Pastor, dejándose atraer y conducir por Él, consagrando a Él la propia vida, suscita en nosotros el deseo de entregar y gastar nuestra vida por la causa del Reino de Dios.
De otra parte, toda vocación nace de la mirada amorosa con la que el Señor se acerca a nosotros, viene a nuestro encuentro y nos invita a seguirlo, a compartir la vida con Él, a dejarnos transformar por el amor misericordioso del Padre que nos quiere como testigos de la Buena Noticia. Nos dice el Papa Francisco: “La vocación más que una elección nuestra, es respuesta a un llamado gratuito del Señor” (Carta a los sacerdotes, 4 de agosto 2019). La vocación se descubre cuando nuestro corazón se abre a la gratitud por la gran misericordia del Señor y somos capaces con docilidad y sencillez de acoger el paso de Dios en nuestras vidas.
Por lo tanto, la propuesta que Jesús hace a quienes invita a seguirlo es ardua y desafiante: los invita a entrar en su amistad, a escuchar de cerca su Palabra y a vivir con Él; les enseña la entrega total a Dios en el servicio a los más pobres, necesitados y pecadores; los invita a salir de sí mismos, de su idea de autorrealización, para sumergirse en la voluntad de Dios y dejarse guiar por ella; les conduce a vivir en la fraternidad y amor, que nace de esta disponibilidad para con el Señor (Mt 12, 49- 50), y que llega a ser el rasgo distintivo de la comunidad de Jesús: “La señal por la que conocerán que son discípulos míos, será que se amen unos a otros” (Jn 13, 35).
Continúa el Papa diciendo que el Señor no deja de llamar, en todas las edades de la vida, para compartir su misión y servir a la Iglesia en el ministerio ordenado y en la vida consagrada, y la Iglesia “está llamada a custodiar este don, a estimarlo y amarlo. Ella es responsable del nacimiento y de la maduración de las vocaciones sacerdotales” (San Juan Pablo II, Pastores Dabo Vobis, 41).
Especialmente en nuestro tiempo en el que la voz del Señor parece ahogada por otras voces y la propuesta de seguirlo, entregando la propia vida, puede parecer demasiado difícil, toda la comunidad cristiana, todo fiel, debe asumir conscientemente y con mucha responsabilidad el compromiso de promover y orar por las vocaciones. Es importante alentar y sostener a los que muestran indicios de la llamada a la vida sacerdotal y a la consagración religiosa, para que sientan el apoyo y calor de toda la comunidad cristiana y de la familia al decir sí a Dios y a la Iglesia.
En estos momentos nos encontramos en un contexto muy particular de nuestra historia y de nuestras vidas, en las que nos vemos amenazados por la agresividad del virus Covid-19, la violencia, la corrupción, la enfermedad, la muerte, que generan en nosotros: miedo, inseguridad, incertidumbre, temor capaz de paralizar nuestra vida; que manifiestan una fuerte carga de impotencia humana. A pesar del crecimiento científico-técnico, constatamos que somos sólo criaturas frágiles y limitadas, puestas en las manos del hacedor de todas las cosas.
Hoy más que nunca en medio de las circunstancias duras y difíciles que nos corresponde enfrentar, la vocación, don del amor de Dios, es un signo de que Dios quiere lo mejor para sus hijos, del Dios que se compromete y se hace presente para guiar y consolar a su pueblo a través de sus elegidos. Hoy la vocación adquiere mayor sentido siendo la respuesta que ayuda a dar un valor definitivo a la existencia humana y a llevar una palabra capaz de salvar al hombre necesitado de la ayuda divina. La repuesta al Señor en medio de la necesidad humana se convierte en un signo de su misericordia.
El Papa emérito Benedicto XVI, dirigiéndose a los jóvenes y seminaristas les alienta a dar la mejor repuesta al Señor: “Habéis hecho bien. Porque los hombres, también en la época del dominio tecnológico del mundo y de la globalización, seguirán teniendo necesidad de Dios, del Dios manifestado en Jesucristo y que nos reúne en la Iglesia universal, para aprender con Él y por medio de Él la vida verdadera, y tener presentes y operativos los criterios de una humanidad verdadera”. (Carta a los seminaristas, 18 octubre 2010).
La importancia de la vocación en la vida de la Iglesia radica en que el mundo necesita a Dios y los hombres palabras de esperanza, testigos e instrumentos valientes que nos ayuden a comprender el sentido de nuestra vida y a encontrar el fundamento y razón de cuanto somos y hacia dónde nos dirigimos. La vocación a la vida sacerdotal y consagrada manifiesta que Dios es el dueño y señor de todas las cosas, él es alfarero que modela el corazón y guía en el camino.
Ahora bien, frente a las experiencias dolorosas, todos tenemos necesidad de consuelo y de ánimo. La vida cristiana no es inmune al sufrimiento, al dolor, a la incomprensión; por el contrario, nos pide mirarlos de frente y asumirlos para dejar que el Señor los transforme y nos configure más con Él y esto es posible gracias a una respuesta generosa al Señor, por la cual, Él mismo nos habla y nos da su auxilio, consuelo y fortaleza en los tiempos difíciles.
todos nos sirven aquellas palabras del Apóstol San Pablo: “Les pido, por tanto, que no se desanimen a causa de las tribulaciones” (Ef 3, 13); “Mi deseo es que se sientan animados” (Col 2, 2), y así poder llevar adelante la misión que cada día el Señor nos regala: transmitir “una buena noticia, una alegría para todo el pueblo” (Lc 2, 10). Siempre, pero sobre todo en las pruebas, debemos volver a esos momentos en que experimentamos el llamado del Señor a consagrar nuestra vida a su servicio, para hacer presente el reino y el Evangelio de la vida.
El Papa Francisco, para animar a la respuesta al Señor de tantos jóvenes en el mundo, en su mensaje para la 57 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones 2020, reflexiona a partir del texto de san Mateo 14, 22-33, que nos cuenta la singular experiencia de Jesús y Pedro durante una noche de tempestad, en el lago de Tiberíades.
El Papa insiste en que después de la multiplicación de los panes, que había entusiasmado a la multitud, Jesús ordenó a los suyos que subieran a la barca y lo precedieran en la otra orilla, mientras Él despedía a la gente. La imagen de esta travesía en el lago evoca de algún modo el viaje de nuestra existencia. En efecto, la barca de nuestra vida avanza lentamente, siempre inquieta porque busca un feliz desembarco, dispuesta para afrontar los riesgos y las oportunidades del mar, aunque también anhela recibir del timonel un cambio de dirección que la ponga finalmente en el rumbo adecuado. Pero, a veces puede perderse, puede dejarse encandilar por ilusiones en lugar de seguir el faro luminoso que la conduce al puerto seguro, o ser desafiada por los vientos contrarios de las dificultades, de las dudas y de los temores.
También sucede así en el corazón de los discípulos. Ellos, que están llamados a seguir al Maestro de Nazaret, deben decidirse a pasar a la otra orilla, apostando valientemente por abandonar sus propias seguridades e ir tras las huellas del Señor. Esta aventura no es pacífica: llega la noche, sopla el viento contrario, la barca es sacudida por las olas, y el miedo de no lograrlo y de no estar a la altura de la llamada, amenaza con hundirlos.
Pero el Evangelio nos dice que, en la aventura de este viaje difícil, no estamos solos. El Señor, casi anticipando la aurora en medio de la noche, caminó sobre las aguas agitadas y alcanzó a los discípulos, invitó a Pedro a ir a su encuentro sobre las aguas, lo salvó cuando lo vio hundirse y, finalmente, subió a la barca e hizo calmar el viento.
Por eso, afirma el Papa que navegar en la dirección correcta no es una tarea confiada sólo a nuestros propios esfuerzos, ni depende solamente de las rutas que nosotros escojamos. Nuestra realización personal y nuestros proyectos de vida no son el resultado matemático de lo que decidimos dentro de un “yo” aislado; al contrario, son ante todo la respuesta a una llamada que viene de lo alto. Es el Señor quien nos concede en primer lugar la valentía para subirnos a la barca y nos indica la orilla hacia la que debemos dirigirnos. Es Él quien, cuando nos llama, se convierte también en nuestro timonel para acompañarnos, mostrarnos la dirección, impedir que nos quedemos varados en la indecisión y hacernos capaces de caminar incluso sobre las aguas agitadas.
Toda vocación implica un compromiso. El Señor nos llama porque quiere que seamos como Pedro, capaces de caminar sobre las aguas, es decir, que tomemos las riendas de nuestra vida para ponerla al servicio del Evangelio. (Mensaje para la 57 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones).
Esta Jornada de Oración, debe animarnos a todos a ofrecer sin descanso nuestra oración por las vocaciones y por tantos sacerdotes, religiosos, religiosas que en medio de las dificultades y carencias humanas, hacen presente a Cristo el Buen Samaritano, siempre cercano, amigo, solidario y fiel, curando las heridas del pueblo maltratado y desorientado, a causa del dolor y sufrimiento presente en el mundo. El sacerdote es ante todo testigo de esperanza, instrumento del evangelio capaz de salvarnos. Jesucristo que con los brazos abiertos quiere darnos el abrazo y el consuelo del Padre misericordioso, tiende su mano al pecador y necesitado.
El Señor necesita de jóvenes que decidan gastar la vida por Cristo y el Evangelio como lo hacen tantos sacerdotes abnegados, cercanos y solidarios con el pueblo. Como Cristo da la vida por las ovejas, para que el pueblo fiel conozca a Dios y encuentre en Él su esperanza.
Nuestro Seminario Mayor, corazón de la Diócesis, se empeña en acompañar a los jóvenes en su respuesta al Señor, brindándoles toda la ayuda necesaria para un buen discernimiento. Queremos pastores según el corazón de Cristo y contamos con su oración y ayuda. Que el Señor nos provea de abundantes vocaciones.