Vida y muerte: Una reflexión teológica a la luz de la Resurrección de Cristo

Por: Pbro. Javier Alexis Agudelo Avendaño, párroco de Jesucristo Buen Pastor 

“Yo soy el Dios de Abra­ham, y el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob. Él no es Dios de muertos, sino de vivos” (Mt 22, 32).

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La muerte: una realidad que toca profundamente el sentido del ser

La muerte es una de las situaciones límites que más ha inquietado a los seres humanos. La muerte aparece en el ciclo de todo ser viviente como una realidad ineludible. La misma “muerte” encuentra en particular su sentido específico en relación al hombre, porque la muerte es un con­cepto y una experiencia netamente humana. El hombre la ve como un momento crítico, dramático y tan doloroso que toca las fibras más pro­fundas de su ser. Es una realidad que contrasta fuertemente con su lucha por la supervivencia. La muerte es para él una experiencia límite que le plantea serios interrogantes de senti­do: ¿Vale la pena aceptar la exis­tencia, ser libre o tratar de serlo, luchar, amar, tener, reír, llorar, preocuparse por sí mismo y por los demás, querer cambiar el mundo?

La dificultad de un discurso sobre la muerte es todavía mayor si pretende articularse como teológico, es decir, de una realidad que concier­na a Dios, ya que si hay algo ajeno y extraño al Dios de Jesu­cristo es, pre­cisamente, la muerte.

Foto: Centro de Comunicaciones de la Diócesis de Cúcuta

La tradición bíblica es taxativa al respecto. En la Biblia, la muerte es equivalente a lejanía y ausencia de Dios. Muchas expresiones de la Bi­blia muestran que Dios es un Dios de vivos y no de muertos. Yahvé vive (Dt 5, 26; Sal 18, 47), es “la fuente de la vida” (Sal 36, 10) y el que sostiene la vida (Sal 104, 29 s). La muerte, en cambio, es algo radicalmente ajeno a Dios: no ha sido creada por Él (Sab 1, 13); por el contrario, Dios creó al hombre como “ser vivo”, a la sombra del “árbol de la vida” (Gén 2, 7-9).

La muerte es una rea­lidad ajena a Dios. El lugar de los muertos es concebido como la máxima distancia representable con res­pecto a Él. El Sheol es descrito en el Antiguo Testamento como la tierra sin retorno (Job 3, 11ss; 7, 9 s), la tie­rra del olvido (Sal 88, 7; Sir 9, 5), el silen­cio total (Sal 94, 17) o, simplemente, la oscuridad (Sal 88, 7; Job 18, 18). El Sheol y los muertos no alaban a Yahvéh (Sal 115, 17; Is 38, 18s) y tampoco Dios se acuerda de los muertos (Sal 88, 6). Esto no significa que la muerte sea postulada como una suerte de “otra divinidad”, esto es, como un poder paralelo al Dios de la vida (Am 9, 2; Sal 139, 8).

La Resurrección de Jesús ante el reto de la modernidad

La preocupación por el futuro cons­tituye una de las peculiaridades de nuestra época frente a las antiguas culturas, más supeditadas al ciclo del eterno retorno e inmovilizadas por ello en el pasado o en un presente es­tático. Así puede decirse que, mien­tras la tradición clausurada prevalece en el mundo antiguo, la utopía, como infinita posibilidad abierta, responde mejor al espíritu de nuestro tiempo.

En el transcurso de la historia huma­na no faltó nunca la tensión hacia el futu­ro, pues es esta una de las constantes que de­finen el caminar histó­rico del hombre frente a los restantes seres, que carecen de futuro. Pero hubo sin duda ciertos pueblos que se caracterizaron por un especial sentido del futuro, y aún más de un futuro último, como Israel, animado ya desde muy pronto por un talante mesiá­nico que lo impulsó hacia el futuro de una tierra prometida (Gen 15, 18). El mandato, que es a la vez promesa, de Dios a Abraham: “sal de tu tierra, de la casa de tu padre, y vete hacia la tierra que yo te mostraré” (Gn 12, 1) y que constituye todo un símbolo de la plenitud de la resurrección futura, está presente en cada página de la historia de Israel bajo las imágenes, primero de la tierra prometida y más tarde del reino de Dios o de la nueva creación última (cf. Is 60-62.65-66) y encontrará en Jesús su culminación y su cumplimiento.

La Resurrección como una nueva relación personal

Resulta necesario superar una con­cepción meramente espacial de la resurrección, entendida como trán­sito hacia un lugar celestial, cuando en realidad es paso hacia una nueva forma de ser y de existir, a un nuevo estado y a una forma nueva de vida y de relación interpersonal. En última instancia, la Resurrección, sobre todo para Jesús, es la incorpora­ción definitiva y plena de su exis­tencia humana a la existencia y la vida de Dios Padre, que no mora en «otro mundo» ajeno, distante o sepa­rado del nuestro, antes bien, todo lo llena con su ser («por esencia, pre­sencia y potencia», según la fórmula clásica). De aquí que la resurrección de Jesús no sea más que el término y la plenitud de la singular y estrecha vinculación del Hijo al Padre por la encarnación (Jn 16, 28).

El mismo Nuevo Testamento orienta en esta di­rección cuando el Evangelio de Juan omite el discurso escatológico de Je­sús que se encuentra en los Sinópti­cos (Mt 24), eliminando toda aquella escenografía cósmica tan ligada a la concepción mítica del hombre an­tiguo e inclinándose por una visión más personalista de las realidades úl­timas. Jesús personifica y encarna la escatología: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11,25; 5,21), como es también el juicio final (Jn 3,18; 5,24, etc.). La resurrección para Juan no es «algo» (un don impersonal o un ámbito hacia el que el hombre se en­camina), sino «alguien»; ni los «no­vísimos» son en realidad más que un único «novísimo», el Hombre Nuevo Cristo Jesús (Ef 2, 15; 4, 24) a cuya imagen habremos de ser configu­rados (1 Cor 15, 45-49). La Resu­rrección es, pues, para Jesús una nueva e íntima relación vital que Él establece con el Padre; y para nosotros, la participación plena en la vida eterna otorgada y personi­ficada en el Hijo.

¿En qué consiste la vida eterna?

La vida eterna es el derecho a ir al Cielo después de la muerte, que Je­sucristo nos da como regalo a través de su sacrificio en la Cruz del cal­vario. Es necesario tener presente que el hombre fue creado para vivir eternamente, pero el pecado trajo como consecuencia la muerte y la ruptura de su relación con Dios. Sin embargo, Dios en su infinita misericordia quiso darnos la opor­tunidad de salvarnos a pesar de todo, y darnos la vida eterna después de la muer­te porque en verdad nos ama demasiado.

La vida eterna con­siste en vivir eterna­mente con Dios des­pués de la muerte. La vida eterna tiene una relación muy estrecha con la salvación y significa estar en la Gloria eterna con nuestro Creador, sin hambre, sin miedo y sin dolor después de la muerte física. Pero ¿cómo alcanzar la vida eter­na? La vida eterna o Salvación es un regalo inmerecido de Dios al cual ja­más podríamos acceder ni por todas las buenas obras que hiciéramos en nuestra vida, de tal manera que solo a través del sacrificio de Jesucristo en la cruz del calvario, podremos lle­gar a ser salvos.

Todos heredamos de Adán la condi­ción de pecado y como consecuen­cia la muerte, como lo dice en Rom 6,23, pero nuestro Creador perfecto y Padre amantísimo se ideó un plan para salvarnos y regalarnos por gra­cia la vida eterna, sacrificando a su propio Hijo, porque Dios quiere que todos nos salvemos y tengamos la redención. Ese es el significado de la Gracia, que la Salvación es un regalo inmerecido de Dios para el hombre.

Así pues, Jesús, recibe de Dios su Padre, la importante misión de sal­var al mundo y para ello debe hacer­se hombre, naciendo de una virgen pura y sin mancha, siendo además concebido por el Espíritu Santo, para vivir como hombre aquí en la Tierra y morir en la cruz de la peor manera, cargando con todos los pecados de la humanidad, aun cuando él jamás pecó en su paso por el mundo.

Los frutos espirituales de la Resurrección de Cristo

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“Porque, así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos se­rán vivificados” (1 Cor 15, 22). Estas palabras del Apóstol no solo hablan de la resurrección física de la gente, sino más bien, en primer lugar, de la resurrección espiritual. Así como existe muerte física y muerte espi­ritual, asimismo la re­surrección existe física y espiritual. La muerte espiritual de Adán que consistió en la pérdida de contacto con Dios, fue anterior a la muer­te física de Adán. La muerte como resultado del daño moral, pasó a todas las personas.

La Resurrección de Cristo constituye el comienzo de nuestra Resurrección espiritual, el despertar en nosotros de aspiraciones espirituales, y también de un renacimiento moral. Acerca de esta resurrección espiritual de los creyentes, el Señor dijo: “Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren, vivi­rán” (Jn 5, 25). Esta es la “prime­ra” resurrección acerca de la cual se habla en el libro de Apocalip­sis (Ap 20, 5). Esta resurrección consiste en que la gente que creyó en el Hijo de Dios, y que creyó en el misterio del bautismo, nacen para la vida espiritual y se hacen capaces de vivir de acuerdo a los más altos intereses y recibir los más altos sen­timientos. La gracia de Dios ayuda a los cristianos a perfeccionarse en virtud, y a crecer espiritualmente. Por eso los apóstoles consolaban a los cristianos recordándoles que ellos en contraposición con los in­crédulos paganos “ya resucitaron con Cristo” (Col 3, 1).

La resurrección espiritual en esta vida, sirve de fundamento para la resurrección física, la cual por la fuerza de Dios Todopoderoso suce­derá el último día de existencia de este mundo. Entonces las almas de todos los muertos regresarán a sus cuerpos y todas las personas revivi­rán, independientemente de dónde y cómo murieron. Pero el aspecto de los resucitados va a reflejar su si­tuación interior: unos van a aparecer brillantes y alegres y otros parecerán espantosos como muertos andantes. Acerca de la resurrección de todos, el Señor predijo de la siguiente manera: “Porque vendrá la hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz y los que hicieron lo bueno saldrán a resurrección de vida, más los que hicieron lo malo a resurrec­ción de condenación” (Jn 5, 28-29). La vida que no espera después de ha­ber cumplido nuestra misión en este mundo es una vida plena en el amor y la presencia de Dios.

“Recuerda que cuando abandones esta tierra, no podrás llevar contigo nada de lo que has recibido, sola­mente lo que has dado: un corazón enriquecido por el servicio honesto, el amor, el sacrificio y el valor”. San Francisco de Asís.

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