Por: Pbro. Juan Carlos Ballesteros Celis, párroco de Santa Clara de Asís y miembro de la pastoral de catequesis.
Continuando con el desarrollo de estas catequesis Cristológicas, vale la pena enfocarse ahora, en aquello que el Ungido (Cristo) viene a traer, como el más preciado regalo de la Misericordia de Dios al género humano: la salvación.
1. La salvación un derroche del amor de Dios
En realidad, la salvación es un designio amoroso de Dios, trazado desde el momento mismo que el hombre y la mujer decidieron desobedecerle y romper la alianza de fidelidad pactada con Él, en el Edén (Gn 3). La consecuencia que tal acción trajo para ellos, fue la pérdida del estado de santidad original y su expulsión del paraíso. Sin embargo, Dios determinó no abandonarles en su perdición elegida libremente, sino que estableció todo un plan de salvación que alcanza su punto culminante en Cristo Salvador, justamente movido por el amor: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4, 10).
Todos los pecadores, es decir la humanidad entera, fueron los autores de la Pasión de Cristo y de hecho, al seguir recayendo en nuestros pecados personales, nos hacemos culpables de su horroroso suplicio, pues nuestras transgresiones “crucifican de nuevo al Hijo de Dios y le exponen a pública infamia” (Hb 6, 6).
2. La salvación, obediencia del Hijo a la voluntad del Padre
«Dios no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros» (Rm 8, 32) para que fuéramos «reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo» (Rm 5, 10). Jesús «Fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios» (Hch 2, 23) permitiendo Dios, que los actos de ceguera de las autoridades judías, llevara a la consumación el sacrificio redentor de su propio Hijo, el cordero sin mancha, hasta el punto que “a quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniéramos a ser justicia de Dios ante Él” (2 Cor 5, 21).
Jesús aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: «Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente» (Jn 10, 18) manifestándose la soberana libertad del Hijo de Dios cuando Él mismo se encamina hacia la muerte (CIC n. 609).
Más aún, dicha ofrenda libre, consciente y espontánea de Jesús, adquiere una especial significación en la última cena, en que estando a la mesa con sus Apóstoles, realiza el memorial de su ofrenda voluntaria al Padre (1 Cor 5, 7) por la salvación de los hombres: «Este es mi Cuerpo que va a ser entregado por vosotros» (Lc 22, 19). «Esta es mi sangre de la Alianza que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt 26, 28).
La Eucaristía que instituyó en ese momento será el «memorial» (1 Co 11, 25) de su sacrificio. Jesús incluye a los Apóstoles en su propia ofrenda y les manda perpetuarla (cf. Lc 22, 19) y así ha sucedido desde entonces hasta nuestro tiempo, en la vida de la Iglesia.
3. En la Cruz, Jesús consuma su Sacrificio redentor
Jesucristo “se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y una muerte de Cruz” (Flp 2, 8) y así realizó la obra de la redención encomendada por el Padre.
En realidad, solo la sangre del cordero sin mancha ni contaminación, que es Jesús, podía pagar y subsanar la terrible consecuencia del pecado de la humanidad. Son esclarecedoras en este sentido las palabras del apóstol Pedro: «Han sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de vosotros» (1 P 1, 18-20).
Ningún hombre, aunque fuese el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos. Por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación (CIC n. 616).
4. Nuestra responsabilidad ante la oferta de la Salvación
La Cruz es el único sacrificio de Cristo «único mediador entre Dios y los hombres» (1 Tm 2, 5). La consecuencia de esto además de la salvación que en ella nos ofrece, es que Jesús llama a sus discípulos a «tomar su cruz y a seguirle» (Mt 16, 24) porque Él «sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas» (1 P 2, 21).
Quien nos ha redimido, quiere asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios, y de forma excelsa, lo realiza en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor (CIC n. 618). Como responsabilidad nuestra, queda el apropiar por nuestra obediencia y sincera conversión de vida, los efectos de la salvación que nos ofrece el Señor desde la Cruz y que se actualiza en nosotros, cada vez que participamos de la mesa de la Eucaristía.
La salvación está realizada de una vez y para siempre y se nos ha participado desde el instante mismo del Bautismo, pero nuestra libertad juega un papel determinante frente a esa salvación ofrecida, puesto que libremente nos salvamos o libremente nos condenamos, según sean nuestras obras.
Con fe firme aguardamos «la esperanza bienaventurada y la llegada de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo» (Tit. 2, 13), «quien transfigurará nuestro cuerpo mortal en cuerpo glorioso semejante al suyo» (Flp 3, 21) y vendrá «para ser glorificado en sus santos y mostrarse admirable en todos los que creyeron» (2 Ts 1,10).