Tras las huellas de Pedro y Pablo, los amigos de Jesús

Por: Pbro. Juan Sebastián Rivera Fellner, formador del Seminario Mayor Diocesano San José

Jesús, mientras vivió entre noso­tros, no estuvo solo; los evange­lios nos lo presentan rodeado de hombres y mujeres de muy diversas edades (niños, jóvenes y adultos), clases sociales (pobres y ricos), ten­dencias religiosas (fariseos, saduceos y paganos), opciones políticas (hero­dianos, zelotes y centuriones).

A su alrededor irá conformándose un grupo especial a los que llamarán ‘discípulos’, unos caminaban con él, compartiendo las aventuras del anun­cio del Reino de Dios (Lc 10, 1-12), otros permanecían en sus casas, como los hermanos de Betania (Mar­ta, María y Lázaro – Lc 10, 38ss; Jn 11, 1), que lo acogían siempre que pasaba. Pero hay unos hombres a los que el Maestro de Galilea estrechará de una manera muy fuerte a su vida y misión, Jesús mismo los escogió para que estuvieran con Él y los lla­mó apóstoles (Mc 1, 16-20; 3, 13ss).

La relación con los Doce, así los van distinguiendo (Mt 10, 1-2; Lc 6, 12- 16), está cargada de confianzas y des­confianzas, seguridades y temores, alegrías y tristezas, porque así es la amistad, tiene todos esos elementos que hacen que, con el tiempo, las re­laciones se puedan consolidar más y más, superando todos los obstáculos (Jn 15, 15).

Pero Jesús sigue haciendo amigos; el Resucitado se ha dejado encontrar por muchos hombres y mujeres desde el comienzo del anuncio del Evange­lio hasta ahora. Los santos son esas personas que han puesto la amistad con el Señor en el primer lugar y se han convertido en testigos eficaces de su mensaje de misericordia y salva­ción.

El 29 de junio celebramos la gran fiesta de dos amigos excepcionales de Jesús, Pedro y Pablo, mucho te­nemos que agradecer por su vida, pues gracias al amor tan grande que le tuvieron a Jesús, se dedicaron a dar a conocer la belleza de su persona, pues querían que muchos más fueran también amigos del Hijo de Dios, que había venido a la tierra para traernos la liberación, la paz y la salvación.

HOMBRES DE SU TIEMPO

Sobre la vida de Pedro, el Evange­lio nos da algunas nociones; primero que todo, que su nombre original es Simón y su padre se llamaría Jonás/ Juan (Mt 16, 17; Jn 1, 42); era de Bet­saida (Jn 1, 44), pueblo pesquero en torno al lago de Cafarnaúm (llamado también de Galilea o Tiberiades, Mc 1, 16), tenía una esposa, pues se nos habla de la curación de su suegra (Mc 1, 30); su oficio era pescador (Mt 4, 18), seguramente aprendido de su padre, labor que implicaba trabajo en las horas de la madrugada (Jn 21, 3-4), saber manejar una barca (Jn 6, 16-19), usar y reparar las redes (Mt 4, 21), vender el producto en el puerto. Los evangelistas nos dan a entender que Simón Pedro era un líder, una persona de iniciativa, arriesgado y temperamental (Mt 16, 16; 26, 33-34; Jn 20, 3-7; Hch 1, 15).

De Pablo tenemos muchos datos in­teresantes que él mismo nos cuenta en buena parte de los escritos del Nuevo Testamento. Su nombre original es Saulo (Hch 7, 58-60), nombre de ori­gen judío; había nacido en la ciudad romana de Tarso, en la región de Ci­licia (Hch 21, 39), pero su familia era judía y como tal cuidaban sus tradi­ciones originales; tuvo una excelente formación, pues estudió en Jerusalén con un gran maestro de la Torá (Ley) llamado Gamaliel (Hch 22, 3), sabía hablar hebreo, arameo y griego (Hch 21, 37; 22, 2); tenía facilidad para co­municarse. Su tendencia religiosa era la del fariseísmo (Hch 23, 6-9; 26, 5), quería ser un hombre fiel a la Ley de Dios, enseñarla y hacerla cumplir era su ideal, por eso se encarnizó muy fuertemente en perseguir a los prime­ros cristianos, como lo cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 9, 1-2; 22, 3-5; Gal 1, 13-14).

DISCÍPULOS DEL MAESTRO

Un día, la vida de estos hombres dio un giro de 180 grados; Jesús se cruzó en sus caminos y los invitó a ser sus discípulos. El evangelista Lucas (5, 1-11) nos cuenta que Simón pescaba como de costumbre, pero un día un Maestro itinerante le pidió espacio en su barca para predicar un men­saje nuevo: ‘El Reino de Dios que llegaba’; el pescador se fue dejando conquistar por el anuncio, que con autoridad y lucidez escuchaba; pero fue en una generosa pesca, motivada por Jesús, cuando las labores del día parecían perdidas, que evidenció que el poder maravilloso de Dios estaba en aquel hombre de Nazareth y co­menzó a seguirlo al escuchar la invi­tación: “los haré pescadores de hom­bres” (Mt 4, 19; Mc 1, 17).

Jesús fue transformando poco a poco la vida de Simón, le puso el nom­bre de Pedro (algunos dicen que es un apodo – Mt 16, 18; Jn 1, 42); le dio un lugar destacado entre los de­más discípulos, a pesar de sus impru­dencias y a sabiendas de sus errores y debilidades (Jn 21, 15-17). Pedro, por su parte, quiso mucho a Jesús, este cautivo su corazón con sus pala­bras y ejemplos. La muerte de Jesús confrontó mucho al Apóstol, pero el Resucitado le renovó su amor fiel y cercano.

El encuentro de Pablo con Jesucristo está lleno de drama, el Hijo de Dios se le mostró en su condición gloriosa, lo sacudió de la falsa imagen que se había hecho del Mesías, esto se narra de diferentes modos (Hch 9, 1-19; 26, 12-18; Gal 1, 10-12). Su cambio se resume en que pasó de ser perseguidor de cristianos a siervo de Jesucristo. Por la ora­ción y la catequesis, Pablo irá adentrándo­se en el misterio de la persona de Jesucristo. El desierto de Arabia, Ananías en Damasco, Bernabé en Jerusalén, serán amigos cercanos que servirán de puente para que entre en con­tacto con las Columnas de la Iglesia (Gal 1, 15-24; Hch 9, 1ss); pero será especialmente la co­munidad de la ciudad de Antioquía (Siria) la que consolidará al nuevo elegido de Dios (Hch 11, 19 – 26; 13, 1-3).

MISIONEROS y PASTORES DE COMUNIDADES

Los amigos comparten sueños, idea­les y tareas. Jesús, por caminos dife­rentes, unió las vidas de Pedro y Pa­blo a la suya; el libro de los Hechos de los Apóstoles lo podemos leer des­de esta óptica, pues las enseñanzas, los afanes, los retos que cada uno de ellos afronta ocupan la mayor parte del texto. Ellos inauguran el ‘aposto­lado’, palabra que sintetiza la labor de los discípulos, ser enviados a llevar el anuncio dichoso de la Buena Noticia del amor de Dios que se hizo visible y eficaz en la persona de Jesucristo, y que culminó con su muerte en Cruz y resurrección gloriosa de entre los muertos (Hch 2, 14ss; 13, 16ss).

Ambos predicaron a judíos y no ju­díos; pero tradicionalmente se ha in­sistido que Pedro se dedicó a los cris­tianos que se habían convertido del judaísmo, mientras que Pablo tuvo una especial atención y acercamien­to a los cristianos venidos del paga­nismo, que nada conocían sobre las promesas del Antiguo Testamento, que no aguardaban a Mesías algu­no (Gal 2, 1-10). No tenemos tantas noticias de la misión de Pedro fuera de las tierras de la actual Palestina, de Pablo sabemos que fue ejemplar por sus frecuentes viajes por el Mar Mediterráneo a los diferentes pue­blos del Asia Menor (Éfeso, Iconio, Colosas y Mileto), Siria (Antioquía y Damasco), Palestina (Jerusalén y Cesarea) y la actual Europa (Filipos, Roma, Corinto, Atenas y Tesalónica).

La predicación del mensaje de Jesús reunía personas que se iban comprometiendo como una nueva fami­lia. Se formaban dife­rentes comunidades de creyentes, pequeñas Iglesias, que serían guiadas por un encar­gado con las cualida­des necesarias para li­derar a los fieles, según los criterios del Buen Pastor (Tito 1, 5-9; 1 Tim 5, 17-22). Los apóstoles serán los que manten­gan estas nuevas comunidades en la unidad de la fe cristiana y los animen a vivir la caridad fraterna, esto lo no­tamos en las cartas que Pablo dirigió a grupos de creyentes como los Co­rintios, los Efesios, los Romanos, etc.

SANTOS Y PROTECTORES DE LA IGLESIA

Desde hace muchos siglos, la Iglesia celebra la muerte de Pedro y Pablo el día 29 de junio, la amistad con Jesús los estrechó de una manera indisolu­ble, pues su misión la reconocemos fundamental para nuestra vida como Iglesia Católica hoy en día.

Los testimonios antiguos, ubican el martirio de los Santos Apóstoles en la persecución de Nerón (año 68 d.C.). Pedro murió crucificado bocabajo en el Estadio del Emperador y Pablo decapitado fuera de los muros de la ciudad. Sus tumbas se fueron convir­tiendo en centros de peregrinación y sobre ellas se construyeron las ma­jestuosas basílicas de San Pedro en el Vaticano y San Pablo extramuros.

Pero su testimonio de Santidad nos es valioso porque nos invita a cul­tivar una profunda amistad con Je­sús, basada en la confianza total en su persona y mensaje; las llaves de San Pedro nos recuerdan e impulsan el amor por la Iglesia como nuestra Madre y Maestra que nos congre­ga a todos como discípulos del Hijo de Dios; la espada de San Pablo nos comprometan con todo nuestro empeño en el anuncio de la Palabra de Dios, la proclamación de la me­jor noticia que se le puede dar a una persona: Jesucristo, el Hijo de Dios, quien tiene palabras de vida eterna y nos amó, entregando su vida por no­sotros en la Cruz, pero que venció la muerte por su Resurrección.

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