Cuando hablamos de estas dos fiestas en la Iglesia Católica, no podemos encontrar nada que contraríe la visión teológica que encierra. Por el contrario nos acercamos a una y vislumbramos la otra, porque los santos fueron difuntos y los difuntos llegan a ser santos. Podríamos celebrarlos en una misma solemnidad, simplemente la iglesia en dos momentos históricos instituyó cada fiesta para así conmemorar tanto la salida de este mundo como la entrada en la gloria de todos y cada uno de sus hijos.
El Papa Bonifacio IV con motivo de su elevación al solio pontificio en el año 608, recibió un presente importante del emperador Focas quien le regaló el Panteón romano, un templo pagano de planta circular coronado de una bellísima cúpula y construido por Apolodoro de Damasco en el año 27 A.C. por orden del emperador Agripa en honor a Júpiter, Venus y Marte, dioses de la Roma antigua y a quienes se les rendía culto especial.
El Papa Bonifacio decidió al punto convertirlo en templo católico y, en el año 609 y consagró el edificio a «Santa María de los Mártires», en memoria de todos los que habían derramado su sangre por dar testimonio del único Dios. Así se instituyó la fiesta de Todos los Santos.
Durante la persecución de los cristianos por el emperador Diocleciano, hubo tantas muertes que no se podían conmemorar todas una por una ni santo por santo; tras lo cual surgió la necesidad de organizar una fiesta común que pudiera rememorar a todos.
Por otro lado, en el año 998, San Odilón (abad del Monasterio de Cluny en el sur de Francia), añadió la celebración del 2 de noviembre como fiesta para orar por las almas de los fieles que habían fallecido, por lo que fue llamada Fiesta de los «Fieles Difuntos».
El sentido teológico de la fiesta de los santos y los difuntos
La comunión de los santos:
Es la experiencia en la cual los insertados en Cristo por el Sacramento del Bautismo nos unimos en un solo cuerpo, en la Iglesia, y entramos en una verdadera comunicación de amor y entrega de todo por cada uno y de uno por todos. La comunión se da entre los ya definitivamente salvados, los que están en la presencia de Dios y ya llegaron a la santidad definitiva y los que seguimos como peregrinos en medio del mundo. «Mirad cuán bueno y cuán agradable es que los hermanos habiten juntos en armonía» (Salmos 133:1; Cfr. Lc.22:32; 1 Tes5:11; 1 Tes.4:18; Sal 55:13; Jn 17:21; Sant.5:16).
Es comunión de carismas (1 Co 12, 7); comunión de bienes (Hch 4, 32), comunión de caridad, «ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo» (Rm.14, 7). «Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte» (1 Co 12, 26-27). «La caridad no busca su interés» (1 Co 13, 5; cf. 1 Co 10, 24). El menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos, que se funda en la comunión de los santos. Todo pecado daña a esta comunión. (CIC)
Ahora, esa comunión es también de oración, mientras los que viven ya la gloria del cielo oran para que nosotros nos salvemos y algún día estemos con ellos en el cielo, nosotros los peregrinos, oramos para que ellos reciban cada día más gloria junto a su Señor, convirtiéndose esta realidad imprecatoria en un interés común.
La Sagrada Eucaristía es el culmen de esta comunión. Es allí donde la iglesia universal, del cielo y de la tierra de unen en una única alabanza al Padre por medio de Jesucristo en el Espíritu. La totalidad de la Iglesia confluye en la Eucaristía y esta se convierte en el único canal por el cual recibimos al Señor que se hace comida para alimentar a la iglesia peregrina al encuentro definitivo con El y con sus hermanos. La eucaristía realiza la plenitud de la iglesia. (EdE)
La comunión de los carismas: En la comunión de la Iglesia, el Espíritu Santo «reparte gracias especiales entre los fieles» para la edificación de la Iglesia (LG 12). Pues bien, «a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común» (1 Co 12, 7).
952 “Todo lo tenían en común”: «Todo lo que posee el verdadero cristiano debe considerarlo como un bien en común con los demás y debe estar dispuesto y ser diligente para socorrer al necesitado y la miseria del prójimo» (Catecismo Romano, 1, 10, 27). El cristiano es un administrador de los bienes del Señor (cf. Lc 16, 1, 3).
Ahora bien, «no veneramos el recuerdo de los del cielo tan sólo como modelos nuestros, sino, sobre todo, para que la unión de toda la Iglesia en el Espíritu se vea reforzada por la práctica del amor fraterno. En efecto, así como la unión entre los cristianos todavía en camino nos lleva más cerca de Cristo, así la comunión con los santos nos une a Cristo, del que mana, como de fuente y cabeza, toda la gracia y la vida del Pueblo de Dios» (LG 50) (Citado de CIC 957)
El Catecismo de la Iglesia católica sintetiza la enseñanza eclesial sobre esta verdad afirmando que, «por su muerte y su resurrección, Jesucristo nos ha abierto el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, que asocia a su glorificación celestial a quienes han creído en él y han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a él» (n. 1026).
Oración por los difuntos y pedir la intercesión de los santos
Al orar por los difuntos, la Iglesia contempla ante todo el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo que nos obtiene la salvación y la vida eterna. Y si me preguntan si tiene sentido la Oración por los difuntos les respondo en con tres sencillos argumentos:
1= La salvación es Vicaria, es decir, Otro muere por nosotros, Otro sufre por nosotros y ese Otro es Jesucristo, que en vez de dejarnos a nosotros a la deriva por el pecado, toma sobre si nuestras debilidades y pecados y paga por nosotros con su muerte salvadora y redentora.
2= La oración es también vicaria, es de intercesión, oramos para alabar, bendecir y glorificar al Señor, pero también oramos pidiendo al Señor conceda a al mundo, a la familia, a la iglesia, los dones de su generosidad. María en Caná de Galilea, intercedió por aquellos que estaban en la fiesta y no tenían vino (Cfr. Jn. 2,3). Se hace oración por quienes han salido de este mundo, nuestros hermanos difuntos, para que ellos, cuya suerte no sabemos y como bien dijo Santo Tomás, es un secreto divino, puedan recibir la vida eterna por nuestros sacrificios y ofrendas que Dios recibe en presente por ellos.
San Pablo decía: «Completo lo que falta a los padecimientos de Cristo» (Col 1,24-28) San Alfonso Mª de Ligorio da una sencilla: «Nada faltó, intrínsecamente, fue plenamente suficiente para salvar a todos los hombres.
Con todo, para que los méritos de la pasión se nos apliquen, debemos, según Santo Tomás (Summa theologiae 3,49,3 ad 2 y ad 3), cooperar por nuestra parte —redención subjetiva vicaria—, soportando con paciencia los trabajos que Dios nos mande, para asemejarnos a nuestra cabeza que es Cristo».
Es decir, los hombres podemos cooperar con los planes de Dios no sólo por nuestras acciones y oraciones, sino también por nuestros sufrimientos, participando en los sufrimientos de Cristo. «El hombre que sufre (…) en la dimensión espiritual de la obra de la redención sirve, como Cristo, para la salvación de sus hermanos y hermanas» (Juan Pablo II, Salvifici doloris, n. 27).
3= Precisamente, porque la oración llega a Dios en presente y no en pasado, tiene en cuenta la oración que los fieles hacen por sus hermanos difuntos y esas oraciones que han subido a Dios como incienso en su presencia. (Sal 141,2) Dios las toma en cuenta y distribuye sus gracias.
Dice el Apocalipsis que los 24 ancianos en el cielo tienen unas copas de oro llenas de perfumes, que son las oraciones de los santos (Ap 5,8). Y más adelante se nos habla de un ángel con un badil de oro junto al altar del cielo. «Se le dieron muchos perfumes para que con las oraciones de todos los santos, los ofreciera sobre el altar de oro colocado delante del trono. Y por mano del ángel subió delante de Dios la humareda de los perfumes, con las oraciones de los santos» (Ap 8,3-4). Todo es en presente, nada es en pasado.
«Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado» (2 Mac 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos, y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico, para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos» (CEC 1030-1032).
Sucede lo mismo al pedir la intercesión de los santos: ellos que ya gozan de la presencia de Dios, nos alcanzan su favor, siempre en presente, porque Dios es Eterno presente.
Cuando haya pasado la figura de este mundo, los que hayan acogido a Dios en su vida y se hayan abierto sinceramente a su amor, por lo menos en el momento de la muerte, podrán gozar de la plenitud de comunión con Dios, que constituye la meta de la existencia humana.
Pbro. Alberto Echeverry Rodríguez