Puede resultar un poco osado pretender entender qué pudo significar para María el ser la única persona en el mundo en haber sido creada sin la marca del pecado original.
María es la mujer que resalta sobre todas las mujeres en la historia de la humanidad, es la Madre de Cristo y por Él madre de todos los hombres. Entender que ella, como lo dijo el mismo ángel Gabriel, es la “gracia plena” nos puede sonar a que fue una mujer perfecta. Y que por esto, el ser buena le debió resultar una tarea fácil, «obrar el bien, para ella era lo natural… así cualquiera se gana el cielo».
Hace poco una buena amiga me hizo pensar en esto, y mientras conversábamos, llegamos a la conclusión que en realidad, en un mundo donde la marca del pecado es lo común, vivir sin pecado concebida debe haber sido una tarea sumamente difícil.
La responsabilidad que la debe haber embargado en el momento en que comprendió que el sentido de su vida estaba íntimamente ligado a la salvación del mundo entero.
«La Iglesia, alimentada por la palabra del Señor y por la experiencia de los santos, exhorta a los creyentes a dirigir su mirada hacia la Madre del Redentor y a sentirse como ella amados por Dios. Los invita a imitar su humildad y su pobreza, para que, siguiendo su ejemplo y gracias a su intercesión, puedan perseverar en la gracia divina que santifica y transforma los corazones» (San Juan Pablo II).