“Para mí la vida es Cristo y el morir una ganancia” Flp 1, 21 El sentido cristiano de la muerte y la relación entre los santos, los difuntos y los peregrinos.

Por: Yhon Pablo Canedo Archila, licenciado en teología dogmática y formador interno del Seminario Mayor Diocesano San José

“Estate, Señor, conmigo
siempre, sin jamás partirte,
y, cuando decidas irte,
llévame, Señor, contigo;
porque el pensar que te irás
me causa un terrible miedo
de si yo sin ti me quedo,
de si tú sin mí te vas.
Llévame en tu compañía,
donde tú vayas, Jesús,
porque bien sé que eres Tú
la vida del alma mía;
si tu vida no me das,
yo sé que vivir no puedo,
ni si yo sin ti me quedo,
ni si tú sin mí te vas.
Por eso, más que a la muerte,
temo, Señor, tu partida
y quiero perder la vida
mil veces más que perderte;
pues la inmortal que tu das
sé que alcanzarla no puedo,
cuando yo sin ti me quedo,
cuando tú sin mí te vas”.
Amén.

¿Cuál es el sentido de la muerte para una persona que ama a Dios, se deja amar por Él, abraza la Cruz cada día, participa de los sacramentos, es testigo – misionero del crucificado, vive la cari­dad, reconoce sus faltas, perdona, ama y sirve a los hermanos?

La respuesta se encuentra en el himno anterior de la Liturgia de las Horas, so­bre todo en el último parágrafo: “Por eso, más que a la muerte, temo, Señor, tu partida, y quiero perder la vida mil veces más que perderte…”.

¿Entre la muerte y el cuidado de la vida?

Aunque, el temor a la muerte es uno de los principales valores naturales que manifiestan la protección y preserva­ción de la existencia humana. Sin em­bargo, no querer separarse de Dios y hacer lo posible por permanecer siem­pre junto a Él -desde esta vida terrenal hasta la eternidad por encima de las dificultades posibles-, es el gozo y el criterio sobrenatural que experimenta quien se entrega a Jesús y a sus herma­nos cada día.

¿Qué es la muerte para los santos?

San Ignacio de Antioquía, es una mues­tra concreta de esto, él suplica que no le impidan vivir el martirio, porque estar con Cristo es su esperanza: “Soy tri­go de Dios y he de ser molido por los dientes de las fieras, para llegar a ser pan limpio de Cristo. Rueguen por mí a Cristo, para que, por medio de esos instrumentos, llegue a ser una víctima para Dios…Todo mi deseo y mi volun­tad están puestos en aquel que por nosotros murió y resucitó. Se acerca ya el momento de mi nacimiento a la vida nueva. Por favor, hermanos, no me priven de esta vida; si lo que yo an­helo es pertenecer a Dios”.

Otro testimonio es san Francisco de Asís, que no tenía miedo a la muerte, al contrario, agradecía a Dios por ella: “Alabado seas, mi Señor, por nuestra herma­na muerte corporal, de la cual ningún hombre viviente puede escapar” 2.

Los bautizados victoriosos que gozan de la felicidad eterna en el cielo:

Los santos, durante su vida terrenal, han expresado de forma particular su voluntad por estar siempre amando a Jesús y sienten temor de separarse de Él. Además, esto se evidencia, en el testimonio de los hermanos enfermos, quienes, en medio del dolor, se unen a los sufrimientos de la Pasión de Cristo en la Cruz; reciben los sacramentos, es­pecialmente la comunión eucarística, la Santa Unción, y, en consecuencia, ex­perimentan paz, alivio, consuelo y se­renidad frente a la cercana muerte. En otras palabras, la muerte se convierte en el medio para encontrarse pronto con Dios. Incluso, se podría resumir el sig­nificado cristiano de la muerte con las palabras de san Pablo: “para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia 3”.

¿Cuál es la relación entre el Bautismo – Eucaristía y muerte – Resurrección?

Otro aspecto a resaltar, es que la muerte cristiana por la victoria del resucitado adquiere un nuevo matiz; ahora es el paso inevitable para vivir en la felicidad eterna jun­to a Dios. Quien muere con Cristo, espera resuci­tar con Él. De hecho, el Bautismo tiene la eficacia y eficiencia para que la criatura sea transformada y participe en la vida nue­va de Cristo Resucitado. San Pablo presenta de una manera sublime, la unión del creyente con Cristo por medio del Bautismo: quien muere con Cristo, resucita con Él: “Fuimos, pues, con Él, sepultados por el bautismo en la muer­te, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por me­dio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva 4.

Además del sacramento del Bautismo, y siguiendo la enseñanza de Jesús en el Evangelio de san Juan: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día5”. La Eucaristía, que es Dios mismo he­cho alimento sólido para el camino del bautizado, ofrece el cielo aquí en la tie­rra, ayuda a vencer el miedo a la muer­te, a cambio del gozo de estar con Dios y es promesa de la futura Resurrección. Por este motivo, para san Ignacio de Antioquía, el pan vivo bajado del cielo, es: “fármaco de inmortalidad, antídoto contra la muerte” 6, porque une los bau­tizados desde ya a: “la liturgia del cielo y se anticipa la vida eterna cuando Dios será todo en todos” 7.

¿Cuál es la concepción biológica y origen de la muerte?

No obstante, la muerte desde la visión biológica es el final del ciclo vital: el ser vivo nace, crece y muere, es una realidad ineludible. El individuo desde el momento de la concepción, así como tiene una fecha de nacimiento le viene implícita una de vencimiento. La perso­na es un ser para la muerte 8.

Sin embargo, surge la paradoja acerca del origen de la muerte: Si Dios es bue­no y misericordioso… ¿Por qué existe la muerte? ¿Dios creó la muerte? La respuesta a esta pregunta es bastante amplia y compleja que no compete res­ponder en esta oportunidad. No obstan­te, se asume como criterio la respuesta esencial que el Catecismo ofrece: “To­dos los hombres están implicados en el pecado de Adán. San Pablo lo afirma: “Por la desobediencia de un solo hom­bre, todos fueron constituidos pecado­res” (Rm 5,19): “Como por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuan­to todos pecaron…” (Rm 5,12) 9. En otras palabras, la revelación presenta el pecado y la muerte, no como parte de la creación divina, sino como con­secuencia humana del pecado original. Por tal motivo, la muerte no es proyecto de Dios.

¿Dios cómo reacciona frente al dolor humano?

Dios que no creó la muerte ni se goza del sufrimiento humano, tampoco se li­mita a ser espectador, sino que, al con­trario, frente a la muerte ocasionada por las manos de la humanidad, asume el sufrimiento, vive la muerte en la car­ne humana de Jesús -verdadero Dios y verdadero hombre- y ofrece fortaleza, consuelo, esperanza, misericordia, sal­vación, vida eterna y Resurrección. El catecismo continúa diciendo: “a la uni­versalidad del pecado y de la muerte, el apóstol opone la universalidad de la salvación en Cristo: “Como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno solo (la de Cristo) pro­cura a todos una justificación que da la vida” (Rm 5, 18)”.

¿Cómo reacciona la Iglesia frente al dolor de la muerte?

Igualmente, la Iglesia no es insensible, ni indiferente, ni tampoco olvida el su­frimiento humano que viven los amigos y familiares de los hermanos difuntos, sino que, sigue el testimonio de la cer­canía, compasión y misericordia de Je­sús -un ejemplo concreto, son los ges­tos significativos durante la muerte de Lázaro10 -, para también ser una Iglesia Madre que consuela, ora y acompaña, a la comunidad afligida que siente el vacío, la angustia, la tristeza, el luto, el reproche y la desesperación a causa de la muerte del ser querido.

Anteriormente se ha presentado el sen­tido de la muerte cristiana, no como el final de la vida terrenal, sino el paso a la eternidad junto a Dios. Es decir, la muerte no tiene la última palabra sobre la persona, sino que es Cristo Resuci­tado, la esperanza y culmen de la existencia humana. Para el bautizado que ama a Dios y a los hermanos, el ser humano nace, crece, muere y resucita.

Ahora bien, junto a esta explicación amplia pero necesaria, también es importante evidenciar lo siguiente: el 1 de noviembre la Iglesia celebra la solemnidad de todos los san­tos y luego al siguiente día se celebra la conmemoración de los fieles difuntos, ¿esto qué significa? ¿Por qué la Iglesia hace esta distinción? ¿Por qué no ce­lebra un solo día para todos los seres queridos que han fallecido y están en el cielo? ¿Quiénes conforman la Iglesia de Cristo? ¿Dónde están los difuntos? Para responder se tendrá en cuenta el prefacio como la oración colecta pro­pios de estas celebraciones junto a la enseñanza del catecismo:

“Porque hoy nos permites honrar a la Ciudad santa, la Jerusalén celestial, que es nuestra madre, donde una mul­titud de hermanos nuestros ya te alaba eternamente”.

Este texto evidencia, en primer lugar, que los santos son las personas que después de la muerte, por gracia, mise­ricordia, unión con Dios y la perseve­rancia en la caridad, viven ahora triun­fantes, gozan victoriosos en el cielo y alaban eternamente al Señor. Mientras que, por otra parte, presenta a los pe­regrinos quienes continúan avanzando cada día, caminantes sobre la tierra con su mirada a Dios en el cielo; ellos con fe y alegría se encomiendan a la inter­cesión de los santos para llegar un día a la patria celestial. Igualmente, en la oración colecta leída el 2 de noviembre en la celebración por los fieles difun­tos, con la esperanza en la resurrección, la Iglesia pide por aquellos que han falle­cido, pero todavía no viven en la alegría de la felicidad eterna:

“Dios nuestro, gloria de los fieles y vida de los jus­tos, que nos has redimido por la muerte y resurrec­ción de tu Hijo, ten piedad de tus hijos difuntos y conduce a la alegría de la felicidad eterna a quienes creyeron en el misterio de la resurrección 12”.

Es decir, se ha presentado de forma panorámica los tres estados en que se encuentra los discípulos de Cristo: los santos están triunfantes en el cielo, los bautizados peregrinos, en la tierra; y los difuntos que purifican sus pecados en el purgatorio, se preparan para entrar en el cielo. Todos los discípulos, aunque de diferente manera, pertenecen a la Igle­sia porque hay un solo cuerpo, el cuer­po místico de Cristo. En palabras de la Lumen Gentium:

“Así, pues, hasta que el Señor venga re­vestido de majestad y acompañado de sus ángeles (cf. Mt 25, 31) y, destruida la muerte, le sean sometidas todas las cosas (cf. 1 Co 15, 26-27), de sus dis­cípulos, unos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; otros, finalmente, gozan de la gloria, contem­plando «claramente a Dios mismo, Uno y Trino, tal como es»; mas todos, en forma y grado diverso, vivimos unidos en una misma caridad para con Dios y para con el prójimo y cantamos idénti­co himno de gloria a nuestro Dios. Pues todos los que son de Cristo por poseer su Espíritu, constituyen una misma Iglesia y mutuamente se unen en Él (cf. Ef 4, 16) 13”.

¿Cuál es la relación entre los bienaventurados del cielo, los difuntos del purgatorio y los peregrinos de la tierra?

Finalmente, por el hecho que todos los discípulos hacen parte del cuerpo mís­tico de Cristo, existe la comunión de los bienes espirituales. Los santos en el cielo, que murieron en la gracia, en la amistad de Dios, están perfectamente purificados y se encuentran más unidos a Cristo, orientan a la Iglesia hacia la santidad; ellos continúan intercediendo por los que están en la tierra para que sigan edificando la Iglesia y por los difuntos para que alcancen también la patria celestial. Igualmente, los pere­grinos en la tierra ofrecen Eucaristías, oraciones e indulgencias por el perdón de los pecados de los fieles difuntos, siguen la enseñanza del libro de los Macabeos: “Por eso mandó hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado” 14 , para que sus seres queri­dos que fallecieron en la gracia y en la amistad con Dios pero imperfectamen­te purificados por este motivo, todavía no viven en el cielo, sino que están pu­rificándose en el purgatorio y anhelan gozar pronto de la vida eterna.

Todos los discípulos santos en el cielo interceden por las intenciones y nece­sidades de cada persona en la tierra, y los discípulos peregrinos, a su vez, no dejan de encomendar a los discípulos difuntos, para que Dios le conceda el descanso eterno y brille para ellos la luz perpetua, porque Cristo Resucitado, es la esperanza del ser humano y quien cree en ti, -Dios vivo y eterno- no mori­rá para siempre. Amén.

1. Liturgia de las horas, Estate, Señor, conmigo siempre, himno de Laudes, miércoles de la II semana del salterio.

2. San Francisco de Asís, Cántico de las criaturas.

3. Flp. 1, 21.

4. Rm 11,6

5.Jn 6, 54.

6.San Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios, 20.

7.CEC 1326.

8.Martin Heidegger, El ser y tiempo, 1927.

9.CIC 402.

10. Jn 11, 1ss

11. Prefacio la Gloria de la Iglesia en la solemnidad de todos los santos.

12. Misal Romano, Oración colecta para la conmemora­ción de los fieles difuntos, noviembre 2.

13. Concilio Vaticano II, LG 49 – 50.

14. Mac 12, 46.

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