Como Iglesia peregrina, iniciamos el mes de noviembre con dos fiestas fundamentales y conexas entre sí: La Solemnidad de Todos los Santos que nos remite a la Iglesia triunfante, recordando a todos aquellos hermanos que por su pureza y limpieza de corazón han alcanzado la bienaventuranza de ver a Dios (Mt 5,8). Al siguiente día, como complementación a esa fiesta, se celebra la conmemoración de los Fieles Difuntos, que nos remite a la Iglesia purgante, es decir, aquellos hermanos nuestros que aunque seguros de su eterna salvación, necesitan purificarse de la mancha del pecado venial contraído en su peregrinar por este mundo y con el cual murieron.
¿Cuál es el sentido teológico de esta conmemoración?
Se centra en la verdad de fe de la vida eterna. Como creyentes tenemos la certeza de la autoproclamación que Jesucristo el Señor ha dicho de sí mismo “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mi aunque muera vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11, 25-26). Por ello “creemos firmemente y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de muertos vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en el último día” (C.I.C n. 989).
Tenemos la convicción que por la Muerte y Resurrección de Cristo, estamos llamados a participar de la vida plena más allá de la muerte, adquiriendo la muerte cristiana un sentido positivo: “Para mí, la vida es Cristo y morir una ganancia” (Flp 1, 21) y “si hemos muerto con Él, también viviremos con Él” (2Tm 2,11) convencidos de ello, profesamos en el credo “Creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna”.
Por tanto, la vida no termina con la muerte, sino que en la muerte Dios llama al hombre hacia sí, pues fuimos creados para la eternidad y nuestra vida sobre la tierra es pasajera. Dios nos creó para que, conociéndolo, amándolo y sirviéndolo en esta vida, gozáramos de Él, de su presencia y de su amor infinito en el cielo, para toda la eternidad.
¿Cómo nace esta fiesta en la Iglesia Católica?
La práctica de orar por los difuntos es sumamente antigua. El libro 2º de los Macabeos en el Antiguo Testamento dice: “Mandó Juan Macabeo ofrecer sacrificios por los muertos, para que quedaran libres de sus pecados” (2Mac 12, 46); y siguiendo esta tradición, la Iglesia desde los primeros siglos ha tenido la costumbre de orar por los difuntos. Es así que en los primeros días de la Cristiandad se escribían los nombres de los hermanos que habían partido en la díptica, que es un conjunto formado por dos tablas plegables, con forma de libro, en las que la Iglesia primitiva acostumbraba anotar, en dos listas pareadas, los nombres de los vivos y los muertos por quienes se había de orar. Hacia el siglo VI los Benedictinos y posteriormente San Isidoro de Sevilla, adoptaron la costumbre de orar por los difuntos en una fecha cercana a Pentecostés. Ya en el año 998 en Francia, con el monje Benedictino San Odilón, se creó como día especial para orar por los difuntos, el 2 de noviembre, práctica que fue adoptada por Roma en el siglo XIV y de ahí se difundió por el mundo entero.
¿Por qué orar por los difuntos?
Los fieles difuntos por quienes oramos, son aquellas personas que mueren en la gracia y en la amistad de Dios pero, imperfectamente purificados por la deuda del pecado contraído en la vida terrenal, no han podido llegar a la presencia de Dios en el Cielo; aunque seguros de su eterna salvación, sufren un estado de purificación (purgatorio) a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo (CIC 1030).
Como una ayuda vicaria y espiritual, a estos hermanos en estado de purificación, la Iglesia peregrina ofrece por los difuntos oraciones, pues es una idea santa y provechosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados (CIC n.958). San Gregorio Magno se refiere a esta práctica de orar por los difuntos, afirmando:
“Si Jesucristo dijo que hay faltas que no serán perdonadas ni en este mundo ni en el otro, es señal de que hay faltas que sí son perdonadas en el otro mundo. Para que Dios perdone a los difuntos las faltas veniales que tenían sin perdonar en el momento de su muerte, para eso ofrecemos misas, oraciones y limosnas por su eterno descanso”.
Más aún, el Apóstol Pedro deja entrever la posibilidad de aprovechar desde ya, las oportunidades de purificación que se nos presentan a lo largo de nuestra vida terrena, cuando nos dice:
“Dios nos concedió una herencia que nos está reservada en los Cielos… Por esto debéis estar alegres, aunque por un tiempo quizá sea necesario sufrir varias pruebas. Vuestra fe saldrá de ahí probada, como el oro que pasa por el fuego… hasta el día de la Revelación de Cristo Jesús, en que alcanzaréis la meta de vuestra fe: La salvación de vuestras almas» (1Pe. 1, 3 – 9).
¿En el contexto de esta fiesta, cuál es el llamado que se hace a los bautizados?
Me atrevo a señalar tres invitaciones concretas que podemos tener presentes con ocasión de esta importante celebración:
1. Vivir esta celebración de los fieles difuntos en una clara actitud de fe, con un sentido solidario con nuestros familiares y amigos difuntos que ya han partido a la eternidad, desde la oración, los sufragios y el ofrecimiento de la Eucaristía de ese día, para implorar a Dios para que se les purifique, les conceda el perdón de sus culpas y los admita en la plenitud de su gloria. Recordemos que una de las Obras de Misericordia nos pide “orar por los vivos y por los difuntos”.
2. Superar todo sentido de fanatismo e incluso de superstición, con prácticas inadecuadas en las visitas a los cementerios, teniendo claro que allí reposan los restos de nuestros seres queridos, pero que ellos ya se encuentran en la dimensión de la eternidad. No tiene sentido llevar y dejar en las tumbas, comidas, bebidas, serenatas y otras cosas, pues simplemente su alma está en Dios y no ahí junto a la tumba.
3. Asumir de nuestra parte con propiedad, el reto de la santidad, como vocación común de todos los bautizados, proyectándonos desde ya hacia los bienes del cielo, procurando la purificación necesaria de nuestro pecado, que nos prepare para la visión beatífica, es decir, poder ver a Dios cara a cara y permanecer unidos a Él, para lo cual fuimos creados.
Dales Señor el descanso eterno, brille para ellos la luz perpetua. Que todos los fieles difuntos, por la misericordia de Dios descansen en paz. Amén.
Normas para sepultura de muertos, cremación y conservación de cenizas
La Congregación para la Doctrina de la Fe ha publicado una nueva Instrucción titulada ‘Ad resurgendum cum Christo’, en la que se recuerdan las normas sobre la sepultura de los muertos y sobre todo la conservación de las cenizas. En el texto se reafirma las razones doctrinales y pastorales para la preferencia de la sepultura de los cuerpos y se emanan normas relativas a la conservación de las cenizas en el caso de la cremación.
El documento expresa, entre diversos aspectos, la prohibición de esparcir las cenizas “en el aire, en la tierra o en el agua o en cualquier otra forma, o la conversión de las cenizas en recuerdos conmemorativos, en piezas de joyería o en otros artículos”.
Conozca el texto de la instrucción:
1: Para resucitar con Cristo, es necesario morir con Cristo, es necesario «dejar este cuerpo para ir a morar cerca del Señor» (2 Co 5, 8). Con la Instrucción Piam et constantem del 5 de julio de 1963, el entonces Santo Oficio, estableció que «la Iglesia aconseja vivamente la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos», pero agregó que la cremación no es «contraria a ninguna verdad natural o sobrenatural» y que no se les negaran los sacramentos y los funerales a los que habían solicitado ser cremados, siempre que esta opción no obedezca a la «negación de los dogmas cristianos o por odio contra la religión católica y la Iglesia». Este cambio de la disciplina eclesiástica ha sido incorporado en el Código de Derecho Canónico (1983) y en el Código de Cánones de las Iglesias Orientales (1990).
Mientras tanto, la práctica de la cremación se ha difundido notablemente en muchos países, pero al mismo tiempo también se han propagado nuevas ideas en desacuerdo con la fe de la Iglesia. Después de haber debidamente escuchado a la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, el Consejo Pontificio para los Textos Legislativos y muchas Conferencias Episcopales y Sínodos de los Obispos de las Iglesias Orientales, la Congregación para la Doctrina de la Fe ha considerado conveniente la publicación de una nueva Instrucción, con el fin de reafirmar las razones doctrinales y pastorales para la preferencia de la sepultura de los cuerpos y de emanar normas relativas a la conservación de las cenizas en el caso de la cremación.
2: La resurrección de Jesús es la verdad culminante de la fe cristiana, predicada como una parte esencial del Misterio pascual desde los orígenes del cristianismo: «Les he trasmitido en primer lugar, lo que yo mismo recibí: Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer día, de acuerdo con la Escritura. Se apareció a Pedro y después a los Doce» (1 Co 15, 3-5).
Por su muerte y resurrección, Cristo nos libera del pecado y nos da acceso a una nueva vida: «A fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos… también nosotros vivamos una nueva vida» (Rm 6, 4). Además, el Cristo resucitado es principio y fuente de nuestra resurrección futura: «Cristo resucitó de entre los muertos, como primicia de los que durmieron… del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Co 15, 20- 22).
Si es verdad que Cristo nos resucitará en el último día, también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En el Bautismo, de hecho, hemos sido sumergidos en la muerte y resurrección de Cristo y asimilados sacramentalmente a Él: «Sepultados con él en el bautismo, con él habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos» (Col 2, 12). Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado (cf. Ef 2, 6).
Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. La visión cristiana de la muerte se expresa de modo privilegiado en la liturgia de la Iglesia: «La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma: y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo». Por la muerte, el alma se separa del cuerpo, pero en la resurrección Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado, reuniéndolo con nuestra alma. También en nuestros días, la Iglesia está llamada a anunciar la fe en la resurrección: «La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella».
3: Siguiendo la antiquísima tradición cristiana, la Iglesia recomienda insistentemente que los cuerpos de los difuntos sean sepultados en los cementerios u otros lugares sagrados.
En la memoria de la muerte, sepultura y resurrección del Señor, misterio a la luz del cual se manifiesta el sentido cristiano de la muerte, la inhumación es en primer lugar la forma más adecuada para expresar la fe y la esperanza en la resurrección corporal.
La Iglesia, como madre acompaña al cristiano durante su peregrinación terrena, ofrece al Padre, en Cristo, el hijo de su gracia, y entregará sus restos mortales a la tierra con la esperanza de que resucitará en la gloria.
Enterrando los cuerpos de los fieles difuntos, la Iglesia confirma su fe en la resurrección de la carne, y pone de relieve la alta dignidad del cuerpo humano como parte integrante de la persona con la cual el cuerpo comparte la historia. No puede permitir, por lo tanto, actitudes y rituales que impliquen conceptos erróneos de la muerte, considerada como anulación definitiva de la persona, o como momento de fusión con la Madre naturaleza o con el universo, o como una etapa en el proceso de re-encarnación, o como la liberación definitiva de la “prisión” del cuerpo.
Además, la sepultura en los cementerios u otros lugares sagrados responde adecuadamente a la compasión y el respeto debido a los cuerpos de los fieles difuntos, que mediante el Bautismo se han convertido en templo del Espíritu Santo y de los cuales, «como herramientas y vasos, se ha servido piadosamente el Espíritu para llevar a cabo muchas obras buenas».
Tobías el justo es elogiado por los méritos adquiridos ante Dios por haber sepultado a los muertos, y la Iglesia considera la sepultura de los muertos como una obra de misericordia corporal.
Por último, la sepultura de los cuerpos de los fieles difuntos en los cementerios u otros lugares sagrados favorece el recuerdo y la oración por los difuntos por parte de los familiares y de toda la comunidad cristiana, y la veneración de los mártires y santos.
Mediante la sepultura de los cuerpos en los cementerios, en las iglesias o en las áreas a ellos dedicadas, la tradición cristiana ha custodiado la comunión entre los vivos y los muertos, y se ha opuesto a la tendencia a ocultar o privatizar el evento de la muerte y el significado que tiene para los cristianos.
4: Cuando razones de tipo higiénicas, económicas o sociales lleven a optar por la cremación, ésta no debe ser contraria a la voluntad expresa o razonablemente presunta del fiel difunto, la Iglesia no ve razones doctrinales para evitar esta práctica, ya que la cremación del cadáver no toca el alma y no impide a la omnipotencia divina resucitar el cuerpo y por lo tanto no contiene la negación objetiva de la doctrina cristiana sobre la inmortalidad del alma y la resurrección del cuerpo.
La Iglesia sigue prefiriendo la sepultura de los cuerpos, porque con ella se demuestra un mayor aprecio por los difuntos; sin embargo, la cremación no está prohibida, «a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana».
En ausencia de razones contrarias a la doctrina cristiana, la Iglesia, después de la celebración de las exequias, acompaña la cremación con especiales indicaciones litúrgicas y pastorales, teniendo un cuidado particular para evitar cualquier tipo de escándalo o indiferencia religiosa.
5: Si por razones legítimas se opta por la cremación del cadáver, las cenizas del difunto, por regla general, deben mantenerse en un lugar sagrado, es decir, en el cementerio o, si es el caso, en una iglesia o en un área especialmente dedicada a tal fin por la autoridad eclesiástica competente.
Desde el principio, los cristianos han deseado que sus difuntos fueran objeto de oraciones y recuerdo de parte de la comunidad cristiana. Sus tumbas se convirtieron en lugares de oración, recuerdo y reflexión. Los fieles difuntos son parte de la Iglesia, que cree en la comunión «de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia».
La conservación de las cenizas en un lugar sagrado puede ayudar a reducir el riesgo de sustraer a los difuntos de la oración y el recuerdo de los familiares y de la comunidad cristiana. Así, además, se evita la posibilidad de olvido, falta de respeto y malos tratos, que pueden sobrevenir sobre todo una vez pasada la primera generación, así como prácticas inconvenientes o supersticiosas.
6: Por las razones mencionadas anteriormente, no está permitida la conservación de las cenizas en el hogar. Sólo en casos de graves y excepcionales circunstancias, dependiendo de las condiciones culturales de carácter local, el Ordinario, de acuerdo con la Conferencia Episcopal o con el Sínodo de los Obispos de las Iglesias Orientales, puede conceder el permiso para conservar las cenizas en el hogar. Las cenizas, sin embargo, no pueden ser divididas entre los diferentes núcleos familiares y se les debe asegurar respeto y condiciones adecuadas de conservación.
7: Para evitar cualquier malentendido panteísta, naturalista o nihilista, no sea permitida la dispersión de las cenizas en el aire, en la tierra o en el agua o en cualquier otra forma, o la conversión de las cenizas en recuerdos conmemorativos, en piezas de joyería o en otros artículos, teniendo en cuenta que para estas formas de proceder no se pueden invocar razones higiénicas, sociales o económicas que pueden motivar la opción de la cremación.
8: En el caso de que el difunto hubiera dispuesto la cremación y la dispersión de sus cenizas en la naturaleza por razones contrarias a la fe cristiana, se le han de negar las exequias, de acuerdo con la norma del derecho.
El Sumo Pontífice Francisco, en audiencia concedida al infrascrito Cardenal Prefecto el 18 de marzo de 2016, ha aprobado la presente Instrucción, decidida en la Sesión Ordinaria de esta Congregación el 2 de marzo de 2016, y ha ordenado su publicación. Roma, de la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, 15 de agosto de 2016, Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María.
Por: Juan Carlos Ballesteros Celis, Pbro.
Cortesía Periódico La Verdad, edición 782