María se puso en camino (Lc 1, 39)

Durante este mes de mayo en las comunidades parroquia­les y en las familias hemos venerado de manera especial a la Santísima Virgen María, quien con su amor maternal nos enseña a es­cuchar como discípulos la Palabra del Señor y a ponerla por obra. “La máxima realización de la existencia cristiana como un vivir trinitario de hijo en el Hijo, nos es dada en la Virgen María quien por su fe (Cf Lc 1, 45) y obediencia a la voluntad de Dios (Cf Lc 1, 38), así como por su constante meditación de la Pala­bra y de las acciones de Jesús, es la discípula más perfecta del Señor. Interlocutora del Padre en su pro­yecto de enviar su Verbo al mundo para la salvación humana, María, con su fe, se hace colaboradora en el renacimiento espiritual de los discípulos” (Documento de Apare­cida 266).

La obediencia de María al plan divi­no, es el fruto maduro de su fe pro­funda, que se manifiesta en el acto de entrega a la voluntad de Dios que pronunció desde el mismo momento en que el arcángel Gabriel le anun­cia que iba a ser la madre del Sal­vador, respondiendo con palabras que expresan la fe y entrega fiel al querer divino: “Aquí está la escla­va del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38), afirmando con ello la actitud de fe de María y que Isabel reconoce y lo exclama con entusiasmo en la frase: “¡Dicho­sa tú que has creído!” (Lc 1, 45), alabándola porque Ella ha creído que lo que ha prometido el Señor se cumplirá, siendo la discípula predi­lecta del Señor y además misionera en la comunicación de Jesús a toda la humanidad.

La fe de María no se queda guar­dada de manera egoísta en su cora­zón, Ella de inmediato se pone en camino, para ir en actitud caritati­va a servir a su prima santa Isabel, convirtiéndose de esa manera en la gran misionera. “María se puso en camino y fue de prisa a la montaña, a una ciudad de Judá. Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando Isabel oyó el saludo de Ma­ría, el niño saltó en su seno. Enton­ces Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó a grandes voces: bendita tú entre las mujeres y bendito el fru­to de tu vientre” (Lc 1, 39-42).

María se puso en ca­mino, es la actitud del misionero que lleva la gran noticia y quiere transmitirla a otros, “María es la gran mi­sionera, continuado­ra de la misión de su Hijo y formadora de misioneros” (DA 269). Todos hemos recibido la gracia de Dios en el Bautismo, que nos ha hecho discípulos misione­ros del Señor. Discípulo es el que aprende, quien con corazón dis­puesto recibe la Palabra de Dios y la pone por obra. Misionero es el que enseña, es decir aquel que teniendo a Jesucristo en el corazón no puede quedarse con Él, sino que siente un ímpetu interior, un llamado de Dios a comunicarlo por todas partes; así lo expresa el Papa Francisco cuando afirma: “En todos los bautizados, desde el primero hasta el último, actúa la fuerza santificadora del Espíritu que impulsa a evangelizar” (Evangelii Gaudium 119).

Siempre le hemos dado a María el título de Estrella de la Evangeliza­ción y con su salida misionera, for­ma en nosotros los evangelizadores del presente, un corazón misione­ro, dispuesto a ir por todas partes a anunciar el mensaje, la palabra y la persona de Nuestro Señor Jesu­cristo, que es el compromiso de to­dos los bautizados, como nos lo ha recordado con frecuencia el Papa Francisco en su magisterio: “En virtud del Bautismo recibido, cada miembro del pueblo de Dios se ha convertido en discípulo misionero (Cf Mt 28, 19). Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador” (EG 120), que tiene la misión de transmitir a Jesucristo después de tenerlo en su corazón.

Renovamos nuestra actitud de oración como María con sus discípulos, para que podamos recibir del Espíritu Santo la fuer­za y el fervor misio­nero para ponernos en camino. Sabemos que “con el Espíritu Santo, en medio del pueblo siempre está María. Ella reunía a los discípulos para invocarlo, y así hizo posible la explosión misionera que se produjo en Pentecostés. Ella es la Madre de la Iglesia Evangeli­zadora y sin Ella no terminamos de comprender el espíritu de la nueva evangelización” (EG 284). María que conservaba y meditaba todo en su corazón, nos enseña el primado de la escucha y la contemplación de la Palabra en la vida de cada discí­pulo misionero, para ser como ella, transmisores de la fe que tenemos como un don muy especial en nues­tro corazón y que no podemos en­terrarlo, sino que se hace necesario comunicarlo en salida misionera, por todos los confines de nuestra Diócesis y parroquias.

María que ha vivido por entero toda la peregrinación de la fe como ma­dre de Cristo y luego de los discípu­los, aún en medio de las incertidum­bres y también la cruz. Ella estuvo al pie de la Cruz, con dolor, pero con esperanza y de allí brotó el espí­ritu misionero para estar siempre en camino y comunicarnos a nosotros, ese fervor por anunciar a Jesucristo.

Nos ponemos bajo su protección y amparo y la custodia del Glorioso Patriarca san José, para que alcan­cemos de Nuestro Señor Jesucristo, la gracia del fervor misionero que nos ponga en salida para anunciar su Evangelio, después de hacer con el Apóstol Pedro pro­fesión de fe dicien­do: “Tú eres el Cris­to” (Mc 8, 29), para salir a comunicar esa fe vivida con toda in­tensidad y fervor.

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