María, modelo de virtudes para imitar

Por. Emerson Alexandro Camargo Contreras, I de discipulado.

La Virgen María siempre ha sido para los creyentes mo­delo de santidad, de virtudes y gracia. Siendo confiada una gran misión en la historia de la Salva­ción: ser la Madre del Salvador. Para efectuar esta encomienda “María fue dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante” 1, lo que significa que le fueron concedidas gracia abundante y muchas virtudes. El bautizado como buen cristiano está llamado a imitar a María, ya que su primera vocación es el lla­mado a la santidad, a la cual se llega por medio de las virtudes y la gracia.

La virtud es en parte la práctica del bien en general, por tanto, se dice que un hombre lleva a cabo la virtud cuando hace el bien bajo todas las formas; también se pue­de practicar la virtud en una forma particular del bien y en este senti­do, que es objetivo, se distinguen virtudes como: fe, esperanza y ca­ridad, entre otras.

La palabra virtud, viene del latín virtus, que significa fuerza. Toda virtud es una fuerza, pero no toda fuerza es una virtud. Aquí se ha­bla de las fuerzas espirituales que hacen al hombre capaz de realizar el bien. Se dice “fuerzas espiri­tuales” porque “la virtud hace fuertes, no a los cuerpos, sino a las almas” 2 y para ser capaces de practicar estas virtudes primero se deben conocer; por eso, aquí se explicarán algunas virtudes de la Santísima Virgen María de las cuales no se habla habitualmente.

Candor: el candor nace de la pu­reza; su alimento es la inocencia; es una virtud angélica que au­menta, madura y se fortalece con el sacrificio. La virtud del candor está altamente unida a la sencillez y solo la posee un alma pura. Ma­ría claramente gozó de esta virtud bajada del cielo y de una manera muy especial. En María brilló el candor inmensamente, tanto que las miradas del Eterno Padre se complacían en aquella creatura toda perfecta salida de sus manos.

Inocencia: es una virtud que acer­ca el alma hacia su Dios, y a Dios hacia el alma purísima que la po­see. Esta virtud con­siste en la limpieza total del alma y “es el nido escogido del Espíritu Santo”3. El diablo odia esta vir­tud tanto como pue­de odiar su renegri­do corazón, porque la inocencia en su máximo esplendor es María, la cual nunca, ni siquiera en lo más mínimo fue ensuciada.

Prudencia: es la virtud que dispo­ne el espíritu a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios para realizarlo4. En palabras de Santo Tomás la prudencia “es la regla recta de la acción”, esta virtud debe acompañar todos los actos, ya que conduce las otras virtudes indicándoles regla y medida, pero tristemente es muy rara el alma que la posee. María fue prudente durante toda su vida, pero su pru­dencia resplandeció de una ma­nera muy especial en la Anuncia­ción. La joven virgen se turba ante las palabras del ángel y se pre­gunta qué significaría ese saludo; busca reflexionar y entender bien lo que le sucede en el presente; quiere investigar y deliberar. Dice san Pedro Crisólogo “reflexionar es propio de espíritus muy ponde­rados”. Así pues, debemos imitar a María también en esta virtud, ya que la prudencia es la sal de todas las virtudes.

Rectitud: es la inclinación vigo­rosa y continua a todo lo bueno, y más aún a lo perfecto, sin tender a ningún extremo, porque se apoya en la anteriormente conocida pru­dencia. Esta es como una brújula, que continuamente lleva a Dios, es también una gracia y no de las más simples, es de las más grandes gracias que puede tener un alma, porque conduce directamente al cielo. El alma que es recta, posee la paz del Espíritu Santo y es feliz. La Virgen María disfrutó de esta gran virtud y la manifestó en mu­chas ocasiones, en especial cuan­do dijo su “Sí” a la gran misión que el Señor le enco­mendó, inclinándose vigorosamente a lo perfecto.

En la Anunciación el ángel Gabriel la sa­luda a María como “llena de gracia” y en efecto, debía estar poseída por la gra­cia de Dios para poder dar el es­tablecimiento libre de su fe a este anuncio de su vocación. Y en este apartado, hablando de la gracia es importante saber que es también una virtud y más aún, la madre de todas las virtudes, porque sin la gracia no hay humildad, ni nin­guna otra virtud. La gracia solo la da Dios, porque solo él la posee infinitamente, el hombre solo co­noce una parte de ella. La gracia da vida a todas las virtudes, sin la gracia los actos del hombre no merecen, por más meritorios que sean. María recibió más gracia que nin­gún alma, por esto, es necesario que como cristianos imitemos a esta gran mujer, atesorada con cada virtud existente; para dejar­nos llenar de la esencia de Dios, que es la gracia; para atraer las miradas del Eterno Padre y para llegar a hacernos almas propias de Cristo Resucitado, alcanzando el foco de todas las virtudes, que es la santidad, cumpliendo nuestra misión y nuestro fin último, que es: ¡llegar al cielo!

La Virgen María siempre ha sido para el católico modelo de santidad, virtud y gracia. A ella se le fue confiada una gran misión en la historia de la Salvación, la cual era ser la Madre del Salvador. Para efectuar esta encomienda “María fue dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante”[1], esto implica también ser proporcionada de virtudes y gracia. El bautizado como buen cristiano está llamado a imitar a María, ya que su primera vocación es el llamado a la santidad, a la cual se llega por medio de las virtudes y la gracia.

La virtud es en parte la práctica del bien en general, por tanto, se dice que un hombre lleva a cabo la virtud cuando hace el bien bajo todas las formas; también se puede practicar la virtud en una forma particular del bien y en este sentido, que es objetivo, se distinguen virtudes como: fe, esperanza, caridad, entre otras.

Virtud viene de la palabra latina (Virtus) la cual significa fuerza. Toda virtud es una fuerza, pero no toda fuerza es una virtud. Aquí se habla de las fuerzas espirituales que hacen al hombre capaz de realizar el bien. Se dice “fuerzas espirituales” porque “la virtud hace fuertes, no a los cuerpos, sino a las almas”[2]  Y para ser capaces de practicar estas virtudes primero se deben conocer, por eso, aquí se explicarán algunas virtudes de la Santísima Virgen María de las cuales no es habitual hablar.

Candor: el candor nace de la pureza; su alimento es la inocencia; es una virtud angélica que aumenta, madura y se fortalece con el sacrificio. La virtud del candor está altamente unida a la sencillez y solo la posee un alma pura. María claramente gozó de esta virtud bajada del cielo y de una manera muy especial. En María brilló el candor inmensamente, tanto que las miradas del Eterno Padre se complacían en aquella creatura toda perfecta salida de sus manos.

Inocencia: la inocencia es una virtud que acerca el alma hacia su Dios, y a Dios hacia el alma purísima que la posee. Esta virtud consiste en la limpieza total del alma y “es el nido escogido del Espíritu Santo”[3]. El diablo odia esta virtud tanto como puede odiar su renegrido corazón, porque la inocencia en su máximo esplendor es María, la cual nunca, ni siquiera en lo más mínimo fue ensuciada.

Prudencia: La prudencia es la virtud que dispone el espíritu a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios para realizarlo[4]. En palabras de Santo Tomás la prudencia “es la regla recta de la acción”, esta virtud debe acompañar todos los actos, ya que conduce las otras virtudes indicándoles regla y medida, pero tristemente es muy rara el alma que la posee. María fue prudente durante toda su vida, pero su prudencia resplandeció de una manera muy especial en la Anunciación. La joven virgen se turba ante las palabras del ángel y se pregunta qué significaría ese saludo; busca reflexionar y entender bien lo que le sucede en el presente; quiere investigar y deliberar. Dice San Pedro Crisólogo “reflexionar es propio de espíritus muy ponderados”. Así pues, debemos imitar a María también en esta virtud, ya que la prudencia es la sal de todas las virtudes.

Rectitud: esta valiosa virtud es la inclinación vigorosa y continua a todo lo bueno, y más aún a lo perfecto, sin tender a ningún extremo, porque se apoya en la anteriormente conocida prudencia. Ella es como una brújula, que continuamente lleva a Dios, es también una gracia y no de la más simples, es de las más grandes gracias que puede tener un alma, porque conduce directamente al cielo. El alma que es recta, posee la Paz del Espíritu Santo y es feliz. La Virgen María disfrutó de esta gran virtud y la manifestó en muchas ocasiones, en especial cuando dijo su “Sí” a la gran misión que el Señor le encomendó, inclinándose vigorosamente a lo perfecto.

En la Anunciación el ángel Gabriel la saluda a María como “llena de gracia” y en efecto, debía estar poseída por la gracia de Dios para poder dar el establecimiento libre de su fe a este anuncio de su vocación. Y en este apartado, hablando de la gracia es importante saber que es también una virtud y más aún, la madre de todas las virtudes, porque sin la gracia no hay humildad, ni ninguna otra virtud. La gracia solo la da Dios, porque solo él la posee infinitamente, el hombre solo conoce una parte de ella. La gracia da vida a todas las virtudes, sin la gracia los actos del hombre no merecen, por más meritorios que sean.

María recibió más gracia que ningún alma, por esto, es necesario que como cristianos imitemos a esta gran mujer, atesorada con cada virtud existente; para dejarnos llenar de la esencia de Dios, que es la gracia; para atraer las miradas del Eterno Padre y para llegar a hacernos almas propias de Cristo Resucitado, alcanzando el foco de todas las virtudes, que es la santidad, cumpliendo nuestra misión y nuestro fin último, que es: ¡llegar al cielo!


[1] C.E.C.n 490

[2]De las virtudes y de los vicios” (Concepción Cabrera de Armida).

[3] De las virtudes y de los vicios” (Concepción Cabrera de Armida).

[4] C.E.C.n. 1806

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