Continuando con esta serie de catequesis Cristológicas, habiendo iniciado el tiempo de la Cuaresma, es preciso ahondar en la reflexión sobre el llamado permanente a la conversión que Dios hace a sus hijos, para justamente afianzar esa dignidad recibida en el Bautismo, pero que el pecado entorpece frecuentemente.
“El tiempo se ha cumplido, el Reino de Dios está cerca, conviértanse y crean en el Evangelio” (Mc 1, 15). Es justamente ese llamado a la conversión, la primera proclamación que realiza Jesús, una vez que ha sido Bautizado por Juan en el Jordán y la voz del Padre le ha mostrado como el “Hijo querido, el predilecto” (Mc 1, 11).
- Llamados a la Conversión
Si el Bautismo otorga un estado de pureza total, que se simboliza en la vestidura blanca recibida ¿por qué una llamada a la conversión por parte de Jesús como parte esencial del anuncio del Reino?
El Bautismo -cuyo nombre deriva del acto de “sumergir” o “introducir” dentro del agua, como signo de la participación del bautizado en la muerte de Cristo para resucitar con Él (Rm 6, 3-4) como nueva criatura- realiza un nacimiento del agua y del Espíritu, sin el cual nadie puede entrar en el Reino de Dios (CIC 1214).
Sin embargo, los pecados personales en la vida del creyente empañan esa vestidura blanca bautismal. Hay que tener en cuenta que la vida nueva recibida, no suprimió la fragilidad y la debilidad de la naturaleza humana, ni la inclinación al pecado y se hace necesario, como un reto permanente, salvaguardar esa dignidad recibida y mantener el estado de pureza concedida desde el inicio de la vida en Cristo.
Justamente porque la voluntad de Dios es que “todos los hombres se salven y lleguen a conocer la verdad” (1 Tm 2, 4) la vocación última del hombre y de la mujer, es una sola: la divina, es decir estar y permanecer en Dios, haciendo de Él su opción preferencial.
- La conversión en Cristo
El pecado es algo que no cabe, en quien se ha revestido de Cristo. De ahí la llamada incesante a la conversión, que Cristo sigue haciendo resonar a través de la voz de su Iglesia, depositaria del tesoro de la Revelación divina.
La Iglesia santa y al mismo tiempo necesitada de purificación constante, porque está constituida por pecadores, busca sin cesar la penitencia y la renovación de sus miembros, instruyéndoles con la enseñanza de la Palabra que anuncia y administrándoles los sacramentos, como medios eficaces que comunican la gracia, capacitando de esta manera a sus hijos, para vivir ese proceso de conversión y santificación.
Dicha conversión consiste, en un movimiento del corazón contrito del pecador, que atraído y movido por la gracia santificante, responde al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero (CIC 1428).
Se habla de conversión en Cristo, porque al ser Cristo el mediador entre Dios y los hombres, es el mediador de la salvación, por el precio de su sangre derramada en el madero de la Cruz. Es Cristo quien nos ha reconciliado con el Padre, pagando la deuda de los pecados de la humanidad. Es Cristo el modelo de santidad, al que se ha de aspirar alcanzar “hasta llegar al estado del hombre perfecto, a la madurez de la plenitud en Cristo” (Ef 4,13).
Al respecto, es sumamente iluminadora la enseñanza que nos proporciona el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1432) sobre la dinámica de la conversión en el creyente: la conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a Él nuestros corazones: “Conviértenos, Señor, y nos convertiremos” (Lm 5, 21). Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo. Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece ante: el horror, el peso del pecado, comienza a temer ofender a Dios por el pecado y verse separado de Él. El corazón humano se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron (cf Jn 19, 37).
De esta manera es comprensible la exhortación dramática del Apóstol san Pablo, cuando dirigiéndose a la comunidad cristiana de Corinto, les suplica: “En nombre de Cristo, les rogamos: ¡déjense reconciliar con Dios! Pues a quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que, por su medio, fuéramos inocentes ante Dios” (2 Cor 5, 20-21). Siendo capaces de reconocer las debilidades propias y empeñados en la conversión sincera de vida “no seremos niños, juguete de las olas, arrastrados por el viento de cualquier doctrina, por el engaño de la astucia humana y por los trucos del error. Por el contrario, viviendo en la verdad y el amor, crezcamos hasta alcanzar del todo al que es la cabeza, a Cristo” (Ef 4, 14-15).