La paz esté con ustedes (Jn 20, 19)

Por: Mons. José Libardo Garcés Monsalve, Obispo de la Diócesis de Cúcuta 

La primera palabra de Jesús para los discípulos fue de paz, y solo esa palabra fue suficiente para que se llenaran de alegría, para que todos los miedos, dudas e incertidumbres que tenían, quedaran atrás y se convirtieran en fuente de esperanza y consuelo para muchos que estaban atentos al mensaje de salvación.

Un mensaje de paz que contiene la misericordia y el perdón del Padre Celestial. Con este mensaje los discípulos fueron enviados a anunciar la misericordia y el per­dón: “A quienes les perdonen los pecados les quedan perdonados” (Jn 20, 23), dejando la paz a todos, porque no puede existir paz más intensa en el corazón. que sentirse perdonado.

Dejemos a un lado nuestras amar­guras, resentimientos y tristezas. Oremos por nuestros enemigos, perdonemos de corazón a quien nos ha ofendido y pidamos perdón por las ofensas que hemos hecho a nuestros hermanos. Deseemos la santidad, porque he aquí que Dios hace nuevas todas las cosas. No temamos, no tengamos pre­ocupación alguna, estamos en las manos de Dios. La Eucaristía que vivimos con fervor es nuestro alimento, es la esperanza y la paz que nos conforta y una vez for­talecidos, queremos transmitir la vida nueva a nuestros hermanos, a nuestra familia, porque la paz que viene de lo alto está con nosotros y desde nuestro corazón se trans­mite a todos los que habitan con nosotros.

La esperanza en la resurrección debe ser fuente de consuelo, de paz y fortaleza ante las dificul­tades, ante el sufrimiento físico o moral, ante las contrariedades, los problemas familiares y cuan­do vivimos momentos de cruz. Un cristiano no puede vivir como aquel que ni cree, ni espera. Por­que Jesucristo ha resucitado, no­sotros creemos y esperamos en la vida eterna, en la que viviremos dichosos con Cristo y con todos los santos. Tenemos esta posibili­dad gracias a su Resurrección, que verdaderamente nos da paz.

La Resurrección de Jesucristo es la revelación suprema, la ma­nifestación decisiva para decirle al mundo que no reina el mal, ni el odio, ni la ven­ganza, sino que reina Jesucristo Resucita­do, que ha venido a traernos amor, per­dón, reconciliación, paz y una vida renovada en Él, para que todos tengamos la vida eterna. Si Cristo no hubiese resu­citado realmente, no habría tam­poco esperanza verdadera y fir­me para el hombre, porque todo habría acabado con el vacío de la muerte y la soledad de la tumba. Pero realmente ha resucitado, tal como lo atestiguan los evangelis­tas: “Ustedes no teman; sé que buscan a Jesús, el Crucificado. No está aquí, ha resucitado como lo había dicho” (Mt 28, 5-6). Es la fuente de la verdadera vida, la luz que ilumina las tinieblas, la paz que renueva a todo ser huma­no que se abre a la gracia de Dios.

La vida del Resucitado hace que nuestro corazón esté pleno de gracia y lleno de deseos de san­tidad. La voluntad de Dios es que seamos santos, recordando que la santidad es ante todo una gracia que procede de Dios. En la vida cristiana hemos de intentar acoger la santidad y hacerla realidad en nuestra vida, mediante la caridad que es el camino preferente para ser santos. El profundo deseo de Dios es que nos parezcamos a Él, siendo santos. La caridad es el amor, y la santidad una manifes­tación sublime de la capacidad de amar, es la identificación con Je­sucristo Resucitado.

El caminar de hoy en adelante afrontando los momentos de prue­ba, lo vamos a hacer como María al pie de la Cruz. Recordemos que toda la fe de la Iglesia que­dó concentrada en el corazón de María al pie de la Cruz. Mien­tras todos los discípulos habían huido, en la noche de la fe, Ella siguió cre­yendo en soledad y Jesús quiso que Juan estuviera también al pie de la Cruz. Lo más fácil en los momentos de prueba es huir de la realidad, pero por la gracia del Resucitado que está en nosotros, vamos a permanecer todo el tiempo al pie de la Cruz, ese es nuestro lugar, ese es el lugar del cristiano que se identifica con Jesucristo, y estando con Él, con­templando y abrazando la Cruz, encontramos paz en el corazón, que es el tesoro más grande que hemos recibido del Resucitado.

Aspiremos a los bienes de arriba y no a los de la tierra, vivamos desde ahora el estilo de vida del Cielo, el estilo de vida de los resucitados, es decir, una vida de piedad since­ra, alimentada en la oración, en la escucha de la Palabra, en la recep­ción de los sacramentos, especial­mente la confesión y la Eucaristía, y en la vivencia gozosa de la pre­sencia de Dios; una vida alejada del pecado, de los odios y renco­res, del egoísmo y de la mentira; una vida pacífica, honrada, auste­ra, sobria, fraterna, edificada so­bre la justicia, la misericordia, el perdón, el espíritu de servicio y la generosidad; una vida, cimentada en la alegría y en el gozo de saber­nos en las manos de nuestro Padre Dios que nos da la paz.

Debemos procurar llevar la ale­gría de la Resurrección a la fami­lia, a nuestro lugar de trabajo, a la calle, a las relaciones sociales. El mundo está triste e inquieto y tiene necesidad de la paz y de la alegría que el Señor Resucita­do nos ha dejado. ¡Cuántos han encontrado el camino que lleva a Dios en el testimonio sonriente de un buen cristiano! La alegría es una enorme ayuda en el aposto­lado, porque nos lleva a presentar el mensaje de Cristo de una forma amable y positiva, como hicieron los Apóstoles después de la Resu­rrección.

Los invito a que caminemos jun­tos en oración, en alegría pascual y gozo por la Resurrección del Señor. Que la oración pascual, de rodillas frente al Santísimo Sacra­mento, nos ayude a seguir a Jesús Resucitado con un corazón abierto a su gracia, para dar frutos de fe, esperanza y caridad. Pongámonos siempre en las manos de Nuestro Señor Jesucristo, que es nuestra paz, y bajo la protección y ampa­ro de la Santísima Virgen María y del glorioso Patriarca san José, que nos protegen.

En unión de oraciones, caminemos juntos, con nuestros sacerdotes.

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