Por: Pbro. José Elver Rojas Herrera, párroco Sagrado Corazón de Jesús.
San Carlos Borromeo
Mientras el hombre de hoy se jacta de haber construido desde la ciencia y la técnica una torre para ser más grande que Dios, se retuerce en sí mismo al tener que aceptar su condición de ser simplemente una creatura frágil, débil e impotente, que ante la amenaza inminente de la muerte se esconde y tiembla. El lenguaje y las recomendaciones para enfrentar la epidemia, está en boca de todo tipo de persona natural o jurídica, pero poco o casi nada se habla del cómo acompañar y servir al que está enfermo.
Desde su misma creación la Iglesia, fiel a los mandatos del Señor Jesucristo, se ha enfrentado por amor a sus hermanos y dignidad del ser humano, a las más terribles epidemias que han azotado a la humanidad. Son muchos los hombres y mujeres que a lo largo de los siglos no se guardaron nada a la hora de practicar el amor y la misericordia. Basta con mencionar a algunos de ellos para conocer hasta dónde es capaz de llegar una persona cuando se deja seducir del amor de Dios.
Peste de Cipriano
Por ejemplo, la pandemia del siglo III conocida como la peste de Cipriano, que se extendió desde Egipto por el norte de África y llegó hasta Roma, provocó en esta ciudad la muerte de 5 mil personas diarias y causó en Alejandría, según el sociólogo Rodney Stark, la muerte del 60% de la población.
Todos huían y nadie se atrevía atender a los enfermos, moribundos, ni mucho menos recoger a los muertos. En esta situación de miedo, desesperación e incertidumbre, la historia atestigua ver a los cristianos correr hacia los pacientes para ofrecerles la atención y el cuidado que requerían, así lo describe Dioniso: “Los paganos rechazaron a sus enfermos, huyeron de sus propios parientes, lanzaron cuerpos medio muertos a las calles; aun así sufrieron más que los cristianos, cuyos heroicos actos de misericordia se relatan por su obispo. Muchos sacerdotes, diáconos y personas de mérito murieron por socorrer a otros, y esta muerte, señala Dionisio, de ningún modo fue inferior al martirio”.
Si algo llama la atención en este episodio tan duro de la historia fue el papel de los jóvenes, quienes, a costo de su propia vida, se convirtieron en el grupo de apoyo del obispo de Alejandría para aliviar el dolor de los enfermos y desvalidos.
Peste Negra
Hacia la Edad Media, vale la pena poner nuestra mirada en la figura de San Roque: su nombre significa “fuerte como roca, era hijo del gobernador de Montpellier, huérfano a los 20 años, decidió vender todas sus posesiones, repartir el dinero a los pobres y partir como peregrino a Roma con el deseo de visitar los santuarios. Cerca a Roma se encontró con una fuerte epidemia de peste negra que desató una gran mortandad en toda Europa. En vez de huir, se dedicó a cuidar a los enfermos y con la señal de la cruz a muchos curaba milagrosamente. Como nadie se acercaba a los cadáveres por miedo a contagiarse, él mismo les daba cristiana sepultura.
Roque, contagiado de la peste, decidió retirarse a una choza de un bosque cercano con el fin de evitar contagiar a otros y esperar allí la muerte. Pero, los que confían en el Señor pueden padecer sufrimientos, más Dios los guarda y protege con su poder para hacerlos signo de su misericordia. La historia cuenta que durante su enfermedad un perro le llevaba un trozo de pan que sacaba de la cocina de su amo y lamía sus heridas, hasta que el amo decidió seguir a su perro y al encontrar a Roque lo condujo hasta su casa y le curó sus llagas.
Ahora en la Edad Moderna nos centramos con la figura del arzobispo de Milán, San Carlos Borromeo: La peste había desatado en Milán el pánico y la confusión entre los nobles y las autoridades, quienes al ver que el barco se hundía, huyeron despavoridos.
Ni corto ni perezoso el arzobispo, sin temor al contagio, se puso al frente de la situación: organizó a los religiosos para atender diariamente a más de 60 mil enfermos y hambrientos; persuadió a los gobernantes a poner la confianza en Dios y hacer actos de penitencia, ayuno y oración; pidió al Papa Gregorio XIII le concediera indulgencias para impartirlas al pueblo; convocó a procesiones públicas que encabezaban sus canónicos con una soga al cuello y los pies descalzos; envió a algunos sacerdotes para que con taburete en mano fueran a las casas y, guardando la respectiva distancia, escucharan a los penitentes en el sacramento de la confesión. Finalmente salía a visitar personalmente a los enfermos a quienes les lavaba sus heridas.
Podríamos enumerar más acciones llenas de fe y esperanza en un prelado que, al poner toda su confianza en Dios, llenó de fortaleza a sus sacerdotes para que ejercieran la caridad y logró derrotar de su pueblo, sumido en el miedo, la desconfianza, la indiferencia y finalmente la enfermedad.
En la Edad Contemporánea, animan nuestro servicio estas palabras de San Damián: “Ningún sacrificio es demasiado grande si se hace por Cristo”, quien pidió ser enviado a la isla Molokai (la isla maldita), lugar a donde llegaban desterrados los contagiados de lepra.
Consciente que en cualquier momento podría ser contagiado, no escatimó esfuerzos en empezar a ofrecerle a los leprosos trabajo y distracción. Gestionó ayudas del extranjero y logró le enviaran para sus leprosos, alimentos, medicina, ropa e instrumentos para el trabajo.
A los 49 años contrajo la lepra y el gobierno le prohibió salir de la isla, el santo decía: “Hasta este momento me siento feliz y contento, y si me dieran a escoger la posibilidad de salir de aquí curado, respondería sin dudarlo: Me quedo para toda la vida con mis leprosos”.
No cabe duda que estas personas son signos de contradicción en un mundo donde el ser humano ha puesto toda la confianza en la ciencia y la técnica y no en Dios. San Juan Pablo II nos enseñó que razón y fe van de la mano, no se contradicen, se complementan.
No así sucede con la soberbia y la arrogancia de quienes conducen las riendas de un país, los hace ver necios e insensatos, como ha sucedido con los presidentes Donald Trump de Estados Unidos, Jair Bolsonaro de Brasil y Boris Johnson Primer Ministro del Reino Unido, que desde el comienzo de la pandemia no le dieron importancia a un virus que, según ellos, no era más que una simple gripe como para paralizar la economía y la vida cotidiana de sus ciudadanos. La historia se encargará de juzgarlos si por privilegiar lo económico, provocaron en sus pueblos más destrucción y muerte.
En todos los tiempos la voz del Señor resuena con fuerza en el corazón de los que Él llama para hacerlos sus discípulos y misioneros: “el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda la vida por causa de mí y del Evangelio la salvará” (Mc. 8, 35).
Es por eso que hemos encontrado en esta pandemia del COVID-19, sacerdotes como el padre Giussepe Berardelli que renunció a su propio respirador para que un joven viviera. En Reino Unido la hermana Sienna de 73 años, religiosa de las Misioneras de la Caridad Madre Teresa de Calcuta, y que cuidaba de enfermos del coronavirus, también ofrendó su vida al lado de los que son aislados y se sienten privados de una caricia de Dios.
La Diócesis de Cúcuta a lo largo de estos días de confinamiento ha entregado más mercados, elementos de higiene y toneladas de alimentos perecederos, es un reflejo de lo que la Iglesia Católica viene realizando a lo largo y ancho del país con las familias más vulnerables en esta pandemia.
No es mi pretensión hacer una apología de la Iglesia en los tiempos de pandemia, ni mucho menos presentar una línea de tiempo para comparar el modo como hombres y mujeres de fe se enfrentaron a estas terribles enfermedades. Sencillamente busco suscitar en el lector una reflexión que le permita ver desde la fe, el ejemplo de vida de unas personas dentro de la Iglesia, que acercaron a Dios a su pueblo cuando sus gritos y lamentos parecían ser lanzados al vacío y escuchados por nadie.
Vale la pena tener presente en este momento, lo que escribió el filósofo argentino Leiser Madanes “una ciudad bajo una plaga presenta una inmejorable oportunidad para estudiar la naturaleza humana, su sociabilidad, sus instituciones”, aquí es donde se prueba de qué está hecha la Iglesia y cómo sigue siendo signo de salvación, a través de los que dan vida para que otros la tengan abundante.
Cada cristiano católico podrá contarle al Señor lo que ha hecho y enseñado durante este tiempo de miedo, sufrimiento y dolor causado por el COVID-19. Que puedan escuchar en su interior la voz de quien nos dice: “vengan benditos de mi Padre, hereden el reino preparado para ustedes desde la fundación del mundo” (Mt 25, 35), porque dedicaron sus vidas a ver a Dios en los más pobres e indefensos y practicaron con ellos la misericordia.