La alegría del Don que es el Espíritu Santo

Por: Pbro. Rafael Aparicio Rubio, estudiante de Teología Bíblica de la Pontificia Universidad Gregoriana (Roma) y formador interno del Seminario Mayor San José de Cúcuta.

El Espíritu Santo es el gran Don del Padre y del Hijo, vinculo de unidad y testigo de la verdad en medio de los hom­bres, capaz de devolver la armonía de la fe y dinamizar el ejercicio de la caridad en medio a la comunidad de los testigos que caminan en es­peranza hacia el encuentro con su Señor.

Este cuadro general, de la obra de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, nos ofrece un marco de re­flexión que puede ser profundizada utilizando algunos textos bíblicos que son propuestos esencialmente con el fin de resaltar algunas cua­lidades del “testigo elocuente” que lleva adelante como viento potente los rumbos de la barca de la Iglesia.

Una palabra puede ser dicha en re­lación al tiempo de la Pascua: de acuerdo a la obra del Evangelista san Lucas, el Señor Jesús Resucita­do abre las mentes de los discípulos para que comprendan las Escrituras, y los introduce a la expli­cación de su propia obra, la cual, aunque paradójica refleja el estilo propio del Pa­dre. “está escrito que el Cristo debía pade­cer y resucitar de en­tre los muertos …” (Lc 24, 46) no es el deter­minismo de una tragedia fijada de antemano, sino el rostro dramático de la dificultad que la Palabra di­vina toma para abrirse espacio en medio a la historia y al corazón de los humanos. Con ese es “necesa­rio divino” que nos coloca de frente al plan salvífico de Dios que no se cansa de recoger nuestra historia y reconducirla por la vía de la vida, sacándonos de nuestros atajos que conducen a la muerte.

El Espíritu Santo que la comunidad de los discípulos recibe en el día de pentecos­tés “la fuerza de lo alto” que les dona la valentía propia del Evangelio que los hace estar firmes de­lante a las dificultades de la existencia, y los sostiene como fuerza “humilde y suave” en la predica­ción de la palabra de la vida.

Lo anterior nos permite señalar que la obra del Espíritu Santo está ín­timamente relacionada a la obra salvífica del Hijo que debe ser anunciada a todas las naciones em­pezando desde Jerusalén (cf. Lc 24, 47). Esta visión desplegada por el evangelista se une a la predicación y enseñanza del apóstol san Pablo para el cual el Espíritu es el Don por excelencia.

Antes de pensar en los dones par­ticulares deberíamos pensar en el Don que es el Espíritu Santo el cual exorciza las parálisis de nuestros corazones y echa afuera los cálcu­los insanos que llenan de temor y miedo al creyente. Pudiendo unir nuestras voces a la voz del apóstol y decir con fuerza al corazón deses­peranzado del cristiano de nuestro tiempo: “y ustedes no han recibido un Espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, habéis re­cibido un Espíritu de hijos adopti­vos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimo­nio que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también somos here­deros…” (Rm 8, 15-17) este texto bellísimo ilustra tal vez uno de los grandes olvidos de nuestro tiempo, en los cuales es urgente redescubrir el rostro del Padre misericordioso y asumir con valentía la “­construc­ción artesanal” de la fraternidad. Porque no lo perdamos de vista, el Espíritu Santo crea vínculos, crea lazos de libertad, crea espacios de creatividad en el bien, es el aire potente que hace vibrar las cuerdas y articular la música de la palabra que sostiene el universo.  

Vol­viendo al evangelis­ta Lucas es importante descubrir que es a la comunidad de los discípulos más cercanos de Jesús a la cual se les confía la misión del testimonio: “Ustedes son testigos de estas cosas” (cf. Lc 24,48 – es inevitable que no resuenen aquí esas otras palabras del evangelista Juan: “todos c o n o ­c e r á n que son mis discípulos en una cosa: en que se tienen amor los unos a los otros” cf. Jn 13,35).

Es precisamente en este contexto de “afrontar el ser testigos” -esto es mártires de la verdad- que el Re­sucitado los instruye en referencia al envío de la promesa del Padre: “Ahora voy a enviar sobre ustedes la Promesa de mi Padre. De mo­mento permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos de poder desde lo alto” (cf. Lc 24,49).

Por tanto, la alegría que atraviesa la Pascua como misterio de vida insospechada se acrecienta con el don del Espíritu Santo, que llega al corazón del creyente como brisa suave de la mañana despertándolo a la vida. Al igual que al momento de la creación el viento que se cer­nía sobre las aguas se cierne aho­ra sobre los discípulos de Cristo y los dinamiza para que vayan y den testimonio de la Palabra ofrecien­do su propia palabra, el relato de sus propias vidas y las obras de Dios realizadas en ellas. Al don grande que es el Espíritu se corresponde el don del otro al interno de la comunidad. Podríamos decir, Dios se hace luz y nos dona su Espíritu para que nosotros podamos ver a la cara a nuestros hermanos y conducir­los a la vida.

Podremos des­cubrir que lo que aparecía en el prólogo del Evangelio según san Lu­cas: “Aquellos que desde el prin­cipio fueron testigos oculares -y- servido­res de la Palabra” (cf. Lc 1, 1-4). Esconde detrás de esa conjunción (y) toda la sorpresa y la obra del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia. Se podría traducir: fue­ron testigos oculares y llegaron a ser – se convirtieron en servidores de la palabra. Es este el gran don de Pentecostés hombres y mujeres que abren sus bocas para decir la ver­dad, la verdad que salva. Hombres y mujeres que abren sus corazones para amar, para dejarse amar. Esto es pentecostés ofrecer las primicias de las obras buenas, ofrecer la ale­gría de la presencia de los hijos en medio de un mundo que renuncia a la vida.

Continuado la reflexión notamos la puesta en relato del evento de Pen­tecostés en el libro de los Hechos de los Apóstoles, allí el gran prota­gonista es la Palabra y junto a ella el don del Espíritu Santo que dona la palabra, es el impulso que introduce el dinamismo en la vida eclesial, es una fe que sorpresivamente se hace narración de lo ocurrido, lectura de la historia, comprensión del senti­do.

Los textos que se proponen para re­flexionar son: Hch 2, 1-13; Hch 10, 44-48; Hch 19, 5-6: son por decir­lo de algún modo eventos de Pen­tecostés que ocurren al interno del relato de los Hechos, los tres coin­ciden en la toma de nota del Espí­ritu Santo que irrumpe en medio a la comunidad reunida. En un primer momento en el tradicional texto de Pentecostés, el Espíritu irrumpe so­bre todos los que estaban reunidos, es un viento fuerte y tempestivo que aterriza como fuego ardiente sobre cada uno de ellos, bellísima ima­gen de este aliento vital que dona la vida de gracia a los creyentes.

Habitados, llenos, colmados del Es­píritu realizan como signo externo el hablar en diversas lenguas, lo que posibilita que los provenientes de diversos pueblos puedan compren­der el mensaje. Vital el criterio que nos ofrece el autor de los Hechos de los Apóstoles cuando nos dice que el auténtico don del Espíritu Santo, no fractura la comunica­ción, sino que la ins­taura; no crea la élite o la secta sino la aper­tura de la promesa, no crea el monólogo in­terior sino el diálogo con el hermano, no la falsa paz, sino el des­velar las intenciones del corazón, no la presunción de la ciencia sino la caridad que edifica.

Desde allí, este Espíritu que se abre camino en el corazón de los testigos genera en las gentes un sentimiento de perplejidad, y de estupefacción: ¿Cómo es posible que los oigamos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios? (cf. Hch 2, 11 -13). Pero la promesa no queda solo para el pueblo de Israel, tal evento de Pentecostés se repite en casa del centurión Cornelio (cf. Hch 10) y allí, aunque si todos estaban atóni­tos de ver que el don del Espíritu había sido dado también a los gen­tiles y los oían hablar en lenguas y alabar a Dios. El testigo eclesial Pe­dro es capaz de leer en tal acción la obra de Dios por su pueblo.

Podremos sintetizar diciendo: el Espíritu aparece total­mente al servicio de la palabra, y se visibiliza a través de los “testi­gos del resucitado”. Quien se abre al don de la fe ha recibido el Es­píritu y es este Espíritu que lo hace testigo de Cristo, esto es: capaz de hablar de Él con una palabra hecha vida.

Solo ahora sería posible desplegar una lectura del modo como los tex­tos del nuevo testamento recogen las profecías de la antigua alianza, para hacernos descubrir cómo a través del don del Espíritu Santo se reali­zan las promesas anunciadas para el tiempo mesiánico.

Tomarían ahora todo su valor tex­tos como Isaías 11, 2-9; Joel 3, 1-5: pues el Espíritu del Señor reposa so­bre Jesús, su Mesías y este a su vez lo entrega sobre los suyos. Y tal don es desborde ilimitado de generosi­dad y gratuidad sobre todo mortal. Podríamos a su vez detenernos en cada uno de los dones, pero hemos preferido acentuar cuan vital es re­descubrir la alegría del Don que es el Espíritu Santo.

Terminaría acentuando un último detalle y aquí nos movemos al mun­do del evangelista san Juan, si con el evangelista Lucas asistíamos de algún modo al proceso de la palabra en la historia de la cual nosotros es­tamos llamados a ser testigos y reci­bimos la fuerza y franqueza del Es­píritu para estar firmes. En Juan, el Espíritu aparece, como el otro Abo­gado, el Paráclito, el que es capaz de consolar y sacar de la tristeza y lo hace enseñando todo y recordan­do todo (cf. Jn 14, 26). El Espíritu por tanto no introduce una nueva revelación, sino que nos conduce una y otra vez a Cristo, es la “me­moria de la Iglesia”. Queriendo que el recuerdo de Pentecostés nos haga continuar clamando el don del Espí­ritu Santo para nuestras vidas, único capaz de devolvernos la alegría de la fe, la firmeza en la caridad y la con­solación en la esperanza.

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