Por: Pbro. Juan Carlos Ballesteros Celis, párroco de Santa Clara de Asís y miembro de la pastoral de catequesis
“El pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo” (Jn 6,33)
Estando a las puertas de la solemnidad del “Corpus Christi” abordamos la imagen de Jesús como el Pan de vida, que de manera esplendorosa se nos muestra y se nos da en la Eucaristía, sacramento que comunica vida eterna.
- “Yo soy el pan de la vida”
El capítulo 6 del Evangelio de san Juan, relata el milagro de la multiplicación de los panes que realiza Jesús, alimentando a cinco mil hombres más las mujeres y niños, a partir de cinco panes y dos peces que un joven presenta. Ante la multitud, Jesús expresa claramente: «Es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo» (Jn 6, 32-33).
Para interpretar esta imagen del “Pan de vida” S.S. Benedicto XVI en su Libro “Jesús de Nazareth” nos presenta una asimilación progresiva del don que Dios nos ha hecho en su Hijo, partiendo del valor de la Ley dada por Dios a su pueblo a través de Moisés y que ahora en Jesús, esa Ley se ha hecho persona y al encontrarnos con la persona de Jesús, nos alimentamos del Dios vivo y comemos realmente el Pan del cielo (p. 316).
De hecho, Dios se hace “pan” para nosotros en la encarnación de esa Palabra de vida que es Jesús y llega a identificarse él mismo, la propia carne y la propia sangre, con ese pan: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo» (Jn 6, 51). Jesús se manifiesta, así como el Pan de vida, que el Padre eterno da a los hombres. (Sacramentum Caritatis 7).
- Jesús Pan de vida y la Eucaristía
La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, la actualización y la ofrenda sacramental de su único sacrificio, en la liturgia de la Iglesia que es su Cuerpo. Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y esta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual (CIC n° 1364) de manera que el sacrificio consumado por Jesús en la cruz y el sacrificio de la Eucaristía, son un único sacrificio, pues la víctima es una y la misma: Cristo, que se perpetúa a lo largo de los siglos, como Él mismo lo ordenó en la última cena: “hagan esto en memoria mía” (Lc 22, 19).
En la Eucaristía, Jesús no da “algo”, sino a sí mismo; ofrece su cuerpo y derrama su sangre, como el verdadero maná que la humanidad espera, el verdadero “pan del cielo”. En la Eucaristía, están “contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero” (Concilio de Trento, DS 1651). En el pan y en el vino, bajo cuya apariencia Cristo se nos entrega en la cena pascual, nos llega toda la vida divina y se comparte con nosotros en la forma del Sacramento, y de esta manera Dios Uno y Trino se une plenamente a nuestra humanidad. (comunión).
Esa presencia sacramental, es la que se sigue haciendo manifestando cada día en la Iglesia, a través del ministerio que ejercen sus sacerdotes. Solo el sacerdote válidamente ordenado con el sacramento del Órden Sacerdotal y en comunión eclesial con el Papa, está capacitado para que, en persona de Jesús, presida el rito de la Eucaristía y obre el milagro de la transubstanciación (convertir el pan y el vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo Jesús).
- Jesús pan de Vida Eterna, seguridad de la gloria futura
El hombre ha sido creado para la felicidad eterna y verdadera, que sólo el amor de Dios puede dar. Pero nuestra libertad herida se perdería si no fuera posible experimentar, ya desde ahora, algo del cumplimiento futuro. Aun siendo todavía como «extranjeros y forasteros» (1 P 2,11) en este mundo, participamos ya por la fe, de la plenitud de la vida resucitada, de manera concreta en la celebración Eucarística, en la que el mismo Cristo, vencedor del pecado y de la muerte, se nos presenta como meta última a alcanzar.
Vivir la Eucaristía en una apertura sincera del corazón elevado a Dios, significa vivir una experiencia anticipada del cielo. Esto porque primeramente la Iglesia terrena se une a la Iglesia celestial en un único acto de adoración y alabanza a Dios y segundo, porque en la Eucaristía, Jesús se hace para nosotros alimento que comunica la vida divina e inserta en la vida divina, de modo que la comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo se manifiesta como semilla de vida eterna y potencia de resurrección: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6, 54).
El don de sí mismo que Jesús hace en el Sacramento memorial de su pasión, nos asegura que el culmen de nuestra vida está en la participación en la vida trinitaria, que en él se nos ofrece de manera definitiva y eficaz (SC, 94).
La Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor viene en su Eucaristía y que está ahí en medio de nosotros. Sin embargo, esta presencia está velada. Por eso celebramos la Eucaristía expectantes, mientras esperamos la gloriosa venida de Nuestro Salvador Jesucristo pidiendo entrar “[en tu Reino], donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos, porque, al contemplarte como Tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo, Señor Nuestro” (Plegaria Eucarística III).