Por: Pbro. Juan Carlos Ballesteros Celis, párroco de Santa Clara de Asís y miembro de la pastoral de catequesis
Habiendo reflexionado sobre diferentes aspectos de la vida de Jesús en su naturaleza humana y divina, vale la pena abordar la dimensión eclesiológica del ser mismo de Cristo, como piedra angular de la Iglesia, en cuanto que “edificados sobre el cimiento de los Apóstoles y profetas, siendo Cristo la piedra angular, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también ustedes están siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu” (Ef 2, 20-22).
- Los “doce” como célula originaria de la Iglesia
Al comienzo de su vida pública, Jesús reunió discípulos en torno suyo y de entre ellos, eligió doce como testigos privilegiados de sus acciones y palabras, pero ante todo como figura esperanzadora de la restauración de las doce tribus de Israel. Aparece así Jesús como el nuevo Jacob que ponía los cimientos del nuevo Israel y como el patriarca del nuevo pueblo de Dios.
San Marcos describe en su Evangelio, el papel de los doce: instituidos “para que vivieran con Él y para enviarlos a predicar con poder para expulsar los demonios” (Mc 3, 13-14) con Pedro como su cabeza: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16, 18). En ellos, se perfila ya la misión del ministerio apostólico de la Iglesia, que principalmente en la figura del obispo y los sacerdotes como sus colaboradores, se prevé la sucesión apostólica, continuando la obra que Jesús encomienda a sus apóstoles. Se trata de un ministerio eclesial, que deriva del sacramento del orden sacerdotal, como misión sacramental por parte de Jesucristo mismo en su Iglesia.
- La última cena de Jesús, acto fundante de la Iglesia
En la última cena, Jesús instituyó la Eucaristía y con ella, fundó finalmente el pueblo de la nueva alianza, que ya germinaba con la institución de los doce. Así lo testimonia el Evangelio de san Lucas cuando relata que: “después de cenar, tomó la copa diciendo: esta copa es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por ustedes” (Lc 22, 20). Surge de esta manera, una nueva comunidad visible de salvación, el nuevo pueblo de Dios, que tiene su fundamento y su centro vital en la Eucaristía, enunciada por el Concilio Vaticano II como “centro y culmen de la vida cristiana” (Lumen Gentium, 11).
- La Iglesia, cuerpo místico de Cristo
“La comparación de la Iglesia con el cuerpo, arroja un rayo de luz sobre la relación íntima entre la Iglesia y Cristo. No está solamente reunida en torno a Él: siempre está unificada en Él, en su Cuerpo” (CIC n° 789). Continúa el catecismo enseñando que “La Iglesia es el Cuerpo de Cristo, pues por el Espíritu y su acción en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, Cristo muerto y resucitado constituye la comunidad de los creyentes como cuerpo suyo. La Iglesia es este Cuerpo del que Cristo es la Cabeza: vive de Él, en Él y por Él; Él vive con ella y en ella” (CIC n° 805 y 807).
La primera carta de San Pablo a los Corintios, señala justamente esta unicidad de la Iglesia como cuerpo de Cristo, cuando afirma que “muchos son los miembros, más uno el cuerpo. Ustedes son el cuerpo de Cristo y sus miembros cada uno por su parte” (1 Cor 12, 20.27) y el Concilio Vaticano II viene a precisar que “la cabeza de este cuerpo es Cristo… es necesario que todos los miembros se hagan conformes a Él, hasta el extremo de que Cristo quede formado en ellos. Él mismo conforta constantemente su cuerpo, que es la Iglesia, con los dones de los ministerios, por los cuales, con la virtud derivada de Él, nos prestamos mutuamente los servicios para la salvación, de modo que, viviendo la verdad en caridad, crezcamos por todos los medios en Él, que es nuestra Cabeza” (LG n°7).
- La misión de Cristo y la misión de la Iglesia
En la misión confiada por Jesús a sus discípulos, fueron confirmados plenamente el día de Pentecostés (cf. Hch 2,1-36), según la promesa del Señor: «Recibirán la virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre ustedes, y serán mis testigos así en Jerusalén como en toda la Judea y Samaría y hasta el último confín de la tierra» (Hch 1, 8). Una misión que efectivamente cumplieron los apóstoles, predicando en todas partes el Evangelio, hasta el extremo de sufrir todos ellos el martirio, congregando la Iglesia Universal que el Señor fundó en ellos y edificó sobre Pedro, su cabeza, siendo el propio Cristo Jesús la piedra angular. “Esta Iglesia, establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia Católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con Él” (L.G 8b).
Al respecto, es iluminadora la enseñanza del Concilio cuando establece un paralelo entre la misión de Cristo y la misión de la Iglesia:
“Como Cristo realizó la obra de la redención en pobreza y persecución, de igual modo la Iglesia está destinada a recorrer el mismo camino a fin de comunicar los frutos de la salvación a los hombres. Cristo Jesús, «existiendo en la forma de Dios…, se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo» (Flp 2, 6-7), y por nosotros «se hizo pobre, siendo rico» (2 Co 8,9); así también la Iglesia, aunque necesite de medios humanos para cumplir su misión, no fue instituida para buscar la gloria terrena, sino para proclamar la humildad y la abnegación, también con su propio ejemplo.
Cristo fue enviado por el Padre a «evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos» (Lc 4, 18), «para buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 10); así también la Iglesia abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo. Pues mientras Cristo, «santo, inocente, inmaculado» (Hb 7, 26), no conoció el pecado (cf. 2 Co 5, 21), sino que vino únicamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2,17), la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación” (L.G 8c).
La naturaleza misma de la Iglesia es evangelizar y ser misionera; por eso, incesantemente “ora y trabaja para que la totalidad del mundo se integre en el Pueblo de Dios, cuerpo del Señor y templo del Espíritu Santo, y en Cristo, cabeza de todos, se rinda al creador universal y Padre todo honor y gloria” (L.G 17).