Jesucristo, el siervo sufriente por amor

Por: Pbro. Juan Carlos Ballesteros Celis, párroco de Santa Clara de Asís y miembro de la pastoral de catequesis.

Seis siglos antes de Cristo, el profeta Isaías, anunciaba los padecimientos y glorificación del Mesías Salvador, en cuatro cán­ticos en que, con agudo realismo, el profeta contempla la Pasión del Se­ñor, con una expresión más profun­da y conmovedora que las que nos ofrecen los mismos Evangelistas: “No tenía apariencia, ni presencia y no tenía aspecto que pudiéramos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabe­dor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, desprecia­ble y no le tuvimos en cuenta” (Is 53, 2-3).

En estos cuatro cánticos (Is. 42, 1-7; 49, 1-9; 50, 4-11; 52, 13-53, 12), se lee la pasión de Jesús y se ve, la profundidad del sufrimiento de Jesús.

  • ¿Qué significa la expresión “Siervo sufriente”?

La palabra “siervo” en el A.T. alude al discípulo aventajado de Yahvé, que hace resonar la voz del Santo de Israel, en medio del pueblo peca­dor. “Sufriente” porque con su do­lor concientiza al pueblo de su pe­cado, para que pueda ser liberado.

Jesús, consciente de la transcenden­cia de esta expresión, anunciada por Isaías, se cataloga a sí mismo, como el “Servidor” que por amor ofren­da su vida: “El Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por mu­chos” (Mt 21, 28). Es el siervo por excelencia, en una obediencia per­fecta a la voluntad del Padre: “Mi alimento es hacer la voluntad de aquel que me envió” (Jn 4, 34) y que magistralmente expresa en su oración en el huerto de Getsemaní: “Padre, si es posible, que se apar­te de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mt 26, 39).

Indudablemente, el momento más sublime del servicio de Jesús, está en la Cruz. En ella, se contempla al Siervo que sufre, que “llevó so­bre la cruz nuestros pecados, car­gándolos en su cuerpo, para que muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus cicatrices nos sa­naron” (1 Pe 2, 24). Su motivación además de la obediencia al Padre, un derroche de amor: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13).

  • Jesús el siervo, modelo de nuestro Servicio

Uno de los episodios más gráficos sobre el servicio de Jesús, que en­contramos en los evangelios, nos lo presenta san Juan: “Se levanta de la mesa, se quita el manto y tomando una toalla, se la ató a la cintura. Después echa agua en un recipien­te y se puso a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que llevaba en la cintura” (Jn 13, 4-5).

Es toda una catequesis que ofrece a sus discípulos, indicándoles la im­portancia de lavarse los pies (servi­cio) unos a otros (Jn 13, 14-15) en donde el fundamento de este servi­cio, es justamente el amor. De ahí que acto seguido al lavatorio, Jesús da a sus discípulos, el mandamien­to del amor “ámense unos a otros como yo los he amado” (Jn 13, 34).

Jesús exhorta a sus discípulos en la última cena, contra la ambición, encomendándoles su Reino: “Uste­des no sean así: el más importante entre ustedes, compórtense como si fuera el último y el que manda como el que sirve. ¿Quién es mayor? ¿El que está a la mesa o el que sirve? ¿No es acaso el que está a la mesa? Pero yo estoy en medio de ustedes como el que sirve” (Lc 22, 26-27).

Esta misma idea la encontramos desarrollada por el Apóstol Pablo, que aludiendo a esta imagen de Jesús como servidor plantea: “No hagan nada por ambición o vana­gloria…nadie busque su interés sino el de los demás. Tengan los mismos sentimientos de Cristo Je­sús, quien, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios; sino que se vació de sí y tomó la condición de esclavo, hacién­dose semejante a los hombres. Y mostrándose en figura humana, se humilló, se hizo obediente hasta la muerte y una muerte en Cruz” (Flp 2, 3-8).

  • ¿Sufrir tiene sentido?

De la máxima expresión del mal, que es la Cruz, el Señor por medio de su sufrimiento amoroso, creó y sacó el mayor bien, que es la Re­dención, la Vida Eterna y la Resu­rrección. El sufrimiento de Jesús no es el sufrir por sufrir, sino es un su­frimiento redentor, por amor: Dios no abandona al género humano a su libre perdición, consecuencia de su desobediencia, sino que en su Hijo hemos sido todos restaurados, por la sangre derramada del cordero de Dios.

Sin embargo, nadie puede decir: “Cristo murió por mí; por tanto, ya estoy salvado. No debo preo­cuparme, ni es preciso que yo aporte nada más, porque su Pa­sión me ha logra­do el perdón de todas mis culpas y la entrada en el Paraíso”. Si así fuera, habría que afirmar, acto seguido, que todo hombre está salvado, y que nadie se condenará, puesto que Cristo murió por todos.

Para gozar de los efectos plenos de la salvación, es preciso la conver­sión y la fe, que representa la rup­tura con el pecado, violentarse a sí mismo y asociarse a esa oferta de la salvación: “Como Cristo padeció en su cuerpo, ámense ustedes con la misma actitud: quien ha sufrido en la carne ha roto con el pecado y lo que le queda de vida corporal, ya no sigue los deseos humanos, sino la voluntad de Dios” (1 Pe 4,1-2).

Esa voluntad de Dios es recorrer el difícil pero no imposible camino de la santidad: “como el que los lla­mó es Santo, sean ustedes también santos en toda su conducta” (1 Pe 1, 15).

La invitación de Jesús es indiscuti­ble: “Si alguno quiere ser mi discí­pulo, niéguese a si mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16, 24). Tomar la cruz para alcanzar la vida, es una tarea desafiante e implica sufri­miento, pues consiste en “entrar por la entrada estrecha…porque ¡que estrecha es la entrada y que angosto el camino que lleva a la Vida!” (Mt 7, 14).

Entonces si vale la pena su­frir “corriendo hacia la meta, para al­canzar el premio al que Dios me llama desde lo alto, en Cristo Jesús” (Flp 3, 14).

Tomado de La Verdad

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