Jesucristo, cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento

Por: Sem. Rafael Darío Aparicio Rubio, servicio pastoral en la parroquia Nuestra Señora de la Esperanza 

La Palabra de Dios hecha carne, Jesucristo el Verbo Encarnado, resuena en la Iglesia, como es­peranza de las gentes y realización profética de las promesas, lo que Dios había enseñado a su pueblo a esperar y lo que las gentes a tien­tas anhelaban, encuentran en el Cristo de Dios una respuesta que les sobrepasa. De modo que “ya no es necesario arrebatar una esperanza a los Cielos”, ellos mismos se han abierto para destilar el suave manjar de la luz dulce que salva.

Este diálogo de amor de Dios con los hombres se realiza como alian­za, de la cual la Sagrada Escritura es “testimonio normativo”, de he­cho, la palabra testamento (cf. A.T – N.T), quiere decir precisamente eso, alianza. Y de ella los profetas son instaurados como heraldos y de­fensores de aquel diálogo que tiene en suspenso los amores; el amor de un Dios que quiere desplegar su mi­sericordia y el amor de un hombre que con sus trazos opacos ennegre­ce muchas veces los planes de Dios. Pero este Dios que es creador crea­tivo no deja de visitar estos lugares para sorprendernos con una vida que es alegría que hiere al corazón.

El “libro uno” que es la Biblia, es al mismo tiempo el diálogo de las vo­ces que se confrontan con el único Verbo. Este “relato total” que va del libro del Génesis al libro del Apoca­lipsis, se pliega sobre sí mismo una y otra vez, de modo que los procesos de realización de las promesas se van haciendo más y más gloriosos, esto es, más y más profundos y con­sistentes, pero al mismo tiempo y de modo paradójico, más a forma de cruz, se rasgan desde adentro y des­pliegan vida allí donde se presentía la muerte total y el abandono total.

Que este libro único sea leído como un todo no totalizante, no debe hacer perder de vista la brecha que se abre en el lugar donde Antiguo y Nue­vo Testamento entran precisamente en relación, Cristo como principio hermenéutico, como exegeta del Padre, no viene a abolir al escriba Moisés, sino que lleva las letras al lugar donde en el espíritu dan gloria al padre. La fisura del evento Cris­to en su existencia terrena y en el drama de su vida, Pasión, Muerte y Resurrección crea para sus propios discípulos un despliegue propio de “memoria fecunda”, la comunidad cristiana hace «memoria de la escri­tura» y la escritura de Israel “clama por un oriente”.

Busquemos ilustrar sirviéndonos de algunos textos bíblicos las ideas anteriores que hemos presentado a la reflexión: en primer lugar, cf. Jeremías 29, 11: “les daré un futu­ro y una esperanza”, y a su vez Je­remías 31, 31-34, la profecía de la nueva alianza (Nuevo Testamento). Sin entrar en detalles, estos textos proféticos presentan una orienta­ción futura, el mismo profeta habla de un futuro (“llegarán días”), en un primer momento tales promesas po­drían leerse con una realización pos­terior a la catástrofe del exilio que marcó la memoria colectiva del pue­blo de Israel, conocidos son también los innumerables textos que esperan la llegada del Mesías, que pasa de una esperanza de realización histó­rica a la espera del cumplimento es­catológico. Esto nos podría permitir decir una cosa, la escritura de Israel mantiene una apertura al futuro, los profetas escriben tratando de custo­diar la relación de alianza y su pro­clamación no busca ser excavación arqueológica sino fuente de vida fu­tura y presente.

Un detalle que cabe mencionar, es que, en la biblia hebrea, la predomi­nancia toda corresponde a la Torah -pentateuco o ley de Moisés-. Los profetas y los otros escritos no es­tán al mismo nivel de la Torah, ellos realizan un proceso de reescritura y se colocan como interpretes auténti­cos, pero no en el mismo nivel. En cambio, en nuestra lectura católica del Antiguo Testamento todo ad­quiere valor de «profecía», la clave de lectura profética que ofrecen los escritos del Nuevo Testamento muestra que estos escritos tenían una apertura fecunda al evento del Cristo, que ellos como escribas que se han hecho discípulos del rei­no saben sacar del tesoro cosas vie­jas y nuevas (cf. Mt 13, 52).

Si, en primer lugar, hemos dicho que las escrituras antiguas tenían «tensión interna» a la realización futura, y en segundo lugar hemos dicho que tal tensión adquiere un valor especial cuando confrontado al evento Cristo, lo que hizo que ya los cristianos leyeran todos los escritos del Antiguo Testamento en una dinámica de cumplimiento y actualización de las promesas. Es­cuchemos 2 Pedro 1, 19: «Y tene­mos también la firmísima palabra de los profetas, a la cual hacen bien en prestar atención, como a lámpara que luce en lugar oscuro, hasta que despunte el día y se levante en sus corazones el lucero de la mañana». La relación de los dos testamentos por tanto no es vivida como una so­lución de compromiso, con un falso irenismo que a nombre de una paz ilusoria abandona el drama y escán­dalo de la pasión de la verdad.

La tipología de cumplimiento pro­fético de las profecías es uno de los modos con los cuales se intenta res­ponder precisamente a esa pregunta existencial por la relación que se da entre los dos testamentos, entre la Iglesia e Israel, esta unidad no pue­de darse unilateralmente, ni en una vaga continuidad como si el evento Cristo fuese la deducción lógica de una serie de enunciados y mucho menos en la discontinuidad total que arranca el Nuevo Testamento de la tierra que le vio nacer, la unidad au­téntica se da al estilo propio de Dios, en un diálogo sincero que promueve la creatividad del otro, de modo que cuando mejor se escuchan las letras del canto antiguo en su riqueza, his­tórica, literaria, lingüística y cultu­ral, mejor arde el corazón de saber que el Cristo caminaba ya en estas letras como verbo silencioso que las animaba.

Como guía de lectura al cumpli­miento profético en Jesús, el Cristo, el ungido, proponemos el itinerario narrativo del evangelista Lucas, allí el evangelista usa una estrategia comunicativa diversa, muy pocas veces realiza citaciones explicitas de cumplimiento profético, allí la realización se da por la acumula­ción de figuras y eventos, de hecho, el mismo Jesús inicia su ministerio público presentándose como profe­ta enviado de Dios que interpreta la Escritura (cf. Lc 4, 18-22.23-31).

Es el mismo Jesús como ilustrado en la narración del evangelista que ofrece los criterios para una lectura profética, es Él que relee las escritu­ras y muestra cómo el plan salvífico de Dios atraviesa los entramados de la historia y los eventos pueden por tanto ser leídos pasando de la ma­terialidad de los hechos al testimo­nio de la palabra que salva (cf. Lc 1, 1-4).

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