Por: Monseñor José Libardo Garcés Monsalve, Administrador Apostólico de la Diócesis de Cúcuta
En el mes de julio celebramos con gozo dos advocaciones de la Virgen muy queridas por todos: Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá y Nuestra Señora del Carmen. La devoción a la Virgen María en todas sus advocaciones, es un fuerte llamado a la vida interior, que es de modo muy especial contemplar la vida de María, siguiendo sus pasos en lo que nos presenta el Evangelio. Una vida interior de total unión con Dios Ella proclamó ante el anuncio del ángel: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mi según tu Palabra” (Lc 1, 38) y en las bodas de Caná: “Hagan lo que Él les diga” (Jn 2, 5).
La Santísima Virgen María nos quiere cristianos semejantes a Ella en la vida de oración, de recogimiento interior, de contacto continuo, unión íntima con el Señor y de entrega permanente a la voluntad de Dios. El corazón de María siempre fue un santuario reservado solo a Dios, donde ninguna criatura humana le robó esta atención, reinando solo el amor y el fervor por la gloria de Dios, colaborando así, con la entrega de su vida a la salvación de toda la humanidad, en total unión con su Hijo Jesucristo. Así lo expresa el Catecismo de la Iglesia Católica: “Al pronunciar el Fiat de la Anunciación y al dar su consentimiento al misterio de la Encarnación, María colabora ya en toda la obra que debe llevar a cabo su Hijo. Ella es madre allí donde Él es Salvador y Cabeza del Cuerpo místico” (CCE 973).
Hacer lo que el Señor nos dice, es cumplir cada día con la voluntad de Dios a ejemplo de María, tal como lo oramos varias veces al día en el Padre Nuestro: “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo” (Mt 6, 10), en actitud de oración contemplativa, en una vida por entero dedicada a la búsqueda de Dios. Así nos lo enseñó el Concilio Vaticano II: “La máxima realización de la existencia cristiana como un vivir trinitario de ‘hijos en el Hijo’ nos es dada en la Virgen María quien, por su fe (Cf. Lc 1, 45) y obediencia a la Voluntad de Dios (Cf. Lc 1, 38), así como por su constante meditación de la Palabra de Dios y de las acciones de Jesús Lc 2, 19.51), es la discípula más perfecta del Señor” (LG 53).
En este mundo con tanto ruido y confusión exterior, donde se ha perdido el horizonte y la meta de la vida, se necesita el corazón de los creyentes fortalecido por el silencio interior, que hace posible el contacto continuo con Dios; en actitud contemplativa vamos descubriendo en cada momento la Voluntad de Dios, con una vida en total entrega a la misión, como María nos lo enseña permanentemente. Es esta la gracia que debemos pedir a la Virgen, cada vez que nos dirigimos a Ella y en los momentos en los que celebramos una de sus advocaciones, renovar nuestro deseo de tenerla siempre como patrona y maestra de nuestra vida interior.
Cuando el discípulo de Cristo desarrolla su vida interior, a ejemplo de María, es capaz de discernir todos los momentos de la vida, aún los momentos de cruz, a la luz del Evangelio. María precisamente, enseña al creyente a mantener la fe firme al pie de la Cruz, Ella estaba allí con dolor, pero con esperanza, en ese lugar Ella estaba en total comunión de mente y de corazón, con su Hijo Jesucristo, así lo explica el Catecismo de la Iglesia Católica cuando dice:
“La Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz. Allí, por voluntad de Dios, estuvo de pie, sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de madre que, llena de amor, daba amorosamente su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima que Ella había engendrado. Finalmente, Jesucristo, agonizando en la Cruz, la dio como madre al discípulo con estas palabras: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19, 26-27) (LG 58)”. (CCE 964).
De un corazón que aprende a hacer lo que el Señor diga, brota también la capacidad para vivir los momentos difíciles y tormentosos de la vida como una oportunidad para fortalecer la fe, mantener viva la esperanza y acrecentar la caridad cristiana. María al pie de la Cruz, da a la Iglesia y a cada uno, la esperanza para iluminar cada momento de la existencia humana, aún los más dolorosos. Estamos pasando por situaciones difíciles en el mundo, en Colombia y en las familias a causa de la pandemia y de otros sufrimientos que afrontamos. Sin embargo, no todo está perdido, en medio de tantos dolores, incertidumbres y cruces, ahí está la Madre, la Santísima Virgen María, animando a cada uno de sus hijos y a cada familia, para no desfallecer; Ella, Madre de la Esperanza está acompañando el caminar de todos. También en la cruz y la dificultad, estamos llamados a descubrir qué nos está pidiendo Dios y hagamos lo que Él nos vaya diciendo en el silencio del corazón.
Jesús hoy nos dice que confiando en su gracia escuchemos su Palabra, recibamos los sacramentos, oremos y pongamos de nuestra parte toda la fe, toda la esperanza y toda la caridad, y Él se encargará del resto, de darnos su gracia y su paz, en todos los momentos de la vida; en los más fáciles y también en las tormentas que llegan a la existencia humana y todos en comunión hacernos servidores los unos de los otros. Sólo poniendo al servicio de Dios y de los demás lo que somos y tenemos, todo irá mejorando a nuestro alrededor, en la familia, en el trabajo, en la comunidad parroquial y en el ambiente social.
Los convoco a poner la vida personal y familiar bajo la protección y amparo de la Santísima Virgen María, en todas las circunstancias de la vida, aún en los momentos de cruz, tengamos siempre presente el llamado de María: “Hagan lo que Él les diga” (Jn 2, 5). Que el Glorioso Patriarca san José, unido a la Madre del Cielo, alcancen de Nuestro Señor Jesucristo, muchas gracias y bendiciones para cada uno de ustedes y sus familias.
Para todos, mi oración y bendición.