“Hagan esto en memoria mía” (1Cor 11, 24)

Por: Mons. José Libardo Garcés Monsalve, Obispo de la Diócesis de Cúcuta.

Avanzando en el desarrollo del Plan de Evangelización de nuestra Diócesis, hacemos nuestro el mandato del Señor a la mi­sión que nos dice: Sean mis testigos (Hch 1, 8) y para este mes de junio, “Compartan con el necesitado”, con el momento significativo del Cor­pus Christi, el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Solemnidad que celebramos el próximo domingo, recordando que Jesús se nos da como alimento que nos lleva a la vida eter­na: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo re­sucitaré en el último día” (Jn 6, 54). La eucaristía es el alimento de la vida, que en esta tierra nos da fortaleza para cumplir con nuestra misión y en la eternidad nos da la salvación.

El sacramento de salvación por exce­lencia es el misterio pascual, que tiene su expresión sacramental en la euca­ristía, del cual nace la Iglesia, ya que la Iglesia es Cuerpo de Cristo, porque Cristo ha entregado su cuerpo y su sangre para alimentarnos y llegar a ser uno con Él, “el Señor Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: ‘Esto es mi Cuerpo, que se entrega por us­tedes. Hagan esto en memoria mía’. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: ‘Este cáliz es la nueva alianza en mi Sangre; hagan esto cada vez que lo beban, en me­moria mía’ (1Cor 11, 23 – 25).

El don de la eucaristía ha sido en­tregado por Jesús en la última cena, cuando también regaló a la Iglesia el don del sacerdocio y el mandamiento del amor. El memorial de la eucaristía está en estrecha relación con el don del sacerdocio ministerial, cuya insti­tución la Iglesia ha visto vinculada en el mandato del Señor “Hagan esto en memoria mía” (1Cor 11, 25); de tal manera, que son los sacerdotes quie­nes actualizan ese memorial eucarís­tico de generación en generación, por­que, “la eucaristía es la principal y central razón de ser del sacramento del sacerdocio, nacido efectivamen­te en el momento de la institución de la eucaristía y a la vez que ella” (Ecclesia De Eucharistia, 31).

La eucaristía es el memorial del Señor, de su pasión, muerte y resurrección, un don hecho de una vez para siempre, que se viene actualizando a lo largo de la historia, donde sucede el sacrificio del Señor que se nos da como alimento y nos entrega la salvación. Así lo expresa san Juan Pablo II: “Cuando la Iglesia celebra la eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de Salvación y se realiza la obra de nuestra redención” (Ibid, 11).

Con esto entendemos que la eucaristía es el don más precioso y más sublime que recibimos cuando comulgamos, porque es el mismo Jesucristo que se nos da como alimento, es la entrega de todo su ser por la salvación de to­dos nosotros. Así lo enseña san Juan Pablo II: “La Iglesia ha recibido la eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros mu­chos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación. Ésta no queda relegada al pasado, pues todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eter­nidad divina y domina así todos los tiempos” (Ibid). De tal manera, que un cristiano no tiene que confundir­se buscando apariciones, comprando aceites o llenándose de cosas superfi­ciales. En la eucaristía encontramos lo más sublime, a Jesucristo mismo que nos salva.

La Iglesia tiene como centro a Jesu­cristo que desde el sacrificio redentor en la cruz, nos ofrece su perdón y re­conciliación, para que limpios de co­razón podamos llegar hasta el Padre que espera el regreso del hijo que se ha perdi­do, para acogerlo en la gran fiesta del banquete celestial, que se realiza en esta tierra en cada eu­caristía. San Juan Pablo II nos lo enseña cuando afirma: “El sacrificio de Cristo y el sacrifi­cio de la eucaristía son un único sacrificio. La misa hace presente el sacrificio de la Cruz. La naturaleza sacrificial del misterio eucarístico no puede ser entendida, como algo aparte, independiente de la Cruz o con una referencia indirecta al sa­crificio del Calvario” (Ibid, 12).

Así pues, todos los creyentes entende­mos que eucaristía y Crucificado for­man una unidad, cuando participamos de la eucaristía adoramos a Jesucristo presente en el altar y levantamos la mirada y contemplamos el Crucifica­do y ahí entendemos todo el misterio pascual de la pasión, muerte y resu­rrección de Nuestro Señor Jesucristo. Ahí comprendemos el sacrificio re­dentor, la entrega total de su vida por cada uno de nosotros.

Es muy importante contemplar la uni­dad que se da en el presbiterio entre altar y crucificado, porque allí está un solo Señor, Jesucristo ofreciéndo­se por la salvación de todos. Por esto, en el presbiterio siempre se ha de te­ner en el centro un Crucificado y no una imagen de un santo, ni tampoco ninguna devoción, ni advocación es­pecial. Allí se tendrá la síntesis del sacrificio redentor, que es Jesús Cru­cificado, que con el altar eucarístico forman una perfecta unidad, de donde brota la oración contemplativa del cre­yente, de rodillas frente al Santísimo Sacramento, adorando la eucaristía y mirando, abrazando y contemplando el Crucificado.

Oremos todos los días de rodillas fren­te al Santísimo Sacramento, adorando la eucaristía y contemplando el Cruci­ficado, pidiendo que podamos dar a la eucaristía todo el relieve que merece, poniendo todo el esmero por vivir la eucaristía con la mayor dignidad posi­ble. Que, al celebrar el Corpus Christi, podamos tomar conciencia de la gran­deza del don que se nos ha dado en la eucaristía. Que la Santísima Virgen María y el Glorioso Patriarca San José que custodiaron a Nuestro Señor Jesu­cristo, alcancen del Señor para noso­tros la gracia de contemplar y adorar la eucaristía con fervor espiritual.

En unión de oraciones, reciban mi bendición.

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