Por: Monseñor José Libardo Garcés Monsalve, Obispo de la Diócesis de Cúcuta
Cada vez que celebramos la Eucaristía hacemos profesión de fe en este admirable sacramento, que es Jesucristo presente en el altar para alimentarnos con su Cuerpo y con su Sangre y fortalecernos en el camino de la vida en esta tierra y abrirnos la puerta del Cielo en la eternidad, “el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día” (Jn 6, 54), de tal manera que la Eucaristía tiene que ocupar un lugar central en nuestra vida cristiana. Así lo enseñó el Concilio Vaticano II cuando afirmó que “la Eucaristía es fuente y culmen de toda la vida cristiana” (LG 11) y “fuente y cima de toda evangelización” (PO 5), de tal manera que no tenemos que esperar milagros o manifestaciones extraordinarias en nuestra vida de fe, porque en la Eucaristía tenemos al que es todo, a Jesucristo nuestro Señor, tal como nos lo ha enseñado el Concilio: “La Sagrada Eucaristía contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo” (PO 5).
Jesucristo en persona se hace presencia real en la Eucaristía cumpliendo lo anunciado en el Evangelio, “sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt 28, 20), de tal manera que la presencia eucarística es certeza sacramental de que Cristo, el Salvador, está presente en la vida de cada uno, guía los pasos de cada creyente y acompaña la vida en las luchas, dolores e incertidumbres y también en los momentos de alegría y entusiasmo, para que vivamos la propia historia como una historia de salvación, con una fe profunda que culmina en el permanecer con Cristo, como respuesta a la súplica confiada en la oración que los discípulos de Emaús nos han enseñado para implorar que Jesús habite en nuestro corazón: “Quédate con nosotros Señor” (Lc 24, 29), suplicando que se quede en nuestro hogar, en los ambientes de trabajo y en la sociedad tan golpeada por tantos males y pecados que la dividen y la destruyen.
El camino de nuestra fe fortalecido con el sacramento de la Eucaristía, nos debe llevar a una experiencia profunda de amor, porque la Eucaristía es escuela de caridad, de perdón y reconciliación, indispensable en los momentos actuales, cuando la humanidad está desgarrada por odios, violencias, resentimientos, rencores y venganzas, que están destruyendo y dividiendo la vida de las personas, de las familias y de la sociedad, que se percibe desmoronada y abatida por la falta de Dios en el corazón de cada persona que deja entrar toda clase de males.
Frente a tantas incertidumbres y dificultades que pretenden desanimar a quienes trabajan por el establecimiento del bien y de la caridad entre los pueblos, es necesario que brille la esperanza cristiana, que necesariamente tendrá que brotar de la Eucaristía, que cura todas las heridas provocadas por el mal y el pecado que se arraiga en la vida personal y social, que sana la desesperación en la que podemos caer, frente a tanto mal y violencia en el mundo y en nuestra región, donde la vida humana es pisoteada y destruida y el ser humano manipulado por todas las formas de mal que quieren arraigarse en la sociedad.
Frente a este panorama tenemos la certeza que nos da la fe, que la Eucaristía es forma superior de oración que ilumina la historia personal como historia de salvación, donde Dios está siempre presente y al centro de cada combate humano, cristiano y espiritual. La Eucaristía tal como la presenta la liturgia de la Iglesia es oración de alabanza, adoración, profesión de fe, invocación, exaltación de las maravillas de Dios, petición y súplica de perdón, ofrenda de la propia existencia, intercesión ferviente por la Iglesia, por la humanidad y las necesidades de todos. Todo está en la Eucaristía, especialmente en la plegaria eucarística donde se concentra el poder total de la oración.
Esta realidad que vivimos en torno a la Eucaristía se lleva a plenitud en la comunidad de los hijos de Dios, que es la Iglesia, de tal manera que como dice el Concilio “ninguna comunidad cristiana se edifica si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la Santísima Eucaristía” (LG 11), realidad que ha profundizado san Juan Pablo II cuando nos ha enseñado que “la Iglesia vive de la Eucaristía” añadiendo además que “esta verdad encierra el núcleo del misterio de la Iglesia (Ecclesia de Eucharistia 1), que es misterio de comunión, pues la “Eucaristía crea comunión y educa a la comunión” (Ibid 40), que debe ser interna por la disposición interior a la gracia, y externa, incluyendo el decoro y el respeto por la celebración de la Eucaristía, con las normas litúrgicas propuestas por la Iglesia, para fortalecer el sacramento de la fe en cada creyente.
Al participar en la Eucaristía quedamos con el compromiso de ir en salida misionera a comunicar a Jesucristo presente en el Santísimo Sacramento, siendo testigos de la misericordia del Padre para con nosotros y convirtiéndonos en instrumentos del perdón hacia los demás, para vivir perdonados y reconciliados, con apertura a recibir el don de la paz que el Señor nos trae en cada Eucaristía y de esa manera salir de la Santa Misa con la misión de sembrar amor donde haya odio, perdón donde haya injuria, fe donde haya duda, esperanza donde haya desesperación, luz donde haya oscuridad, alegría donde haya tristezas; para vivir en un mundo más unido y en paz, donde todos seamos instrumentos de comunión, para gloria de Dios y salvación nuestra y del mundo entero. Que la Santísima Virgen María y el glorioso Patriarca san José, alcancen del Señor todas las gracias y bendiciones necesarias, para reconocerlo en la Santa Eucaristía, que es el ¡Sacramento de nuestra fe!
En unión de oraciones, sigamos adelante. Reciban mi bendición.