Por: Monseñor José Libardo Garcés Monsalve, Obispo de la Diócesis de Cúcuta
Con esta fórmula el evangelista Lucas resume el acontecimiento decisivo que contiene toda nuestra fe, toda nuestra esperanza y la razón de ser de la caridad, que se tiene que hacer real en nuestra vida cristiana en este día en que celebramos la resurrección del Señor. La proclamación de la Resurrección de Jesús, es fundamental para dar cimiento a la fe, tal como lo señaló el Apóstol san Pablo: “Si Cristo no ha resucitado, la fe de ustedes no tiene sentido y siguen aún sumidos en sus pecados” (1 Cor 15, 17).
La Resurrección de Jesucristo es la revelación suprema, la manifestación decisiva para decirle al mundo que no reina el mal, ni el odio, ni la venganza, sino que reina Jesucristo Resucitado que ha venido a traernos amor, perdón, reconciliación, paz y una vida renovada en Él, para que todos tengamos la vida eterna. Si Cristo no hubiese resucitado realmente, no habría tampoco esperanza verdadera y firme para el hombre, porque todo habría acabado con el vacío de la muerte y la soledad de la tumba. Pero realmente ha resucitado, tal como lo atestiguan los evangelistas: “Ustedes no teman; sé que buscan a Jesús, el Crucificado. No está aquí, ha Resucitado como lo había dicho” (Mt 28, 5 – 6). Él es la fuente de la verdadera vida, la luz que ilumina las tinieblas, el camino que nos lleva a la salvación.
Nuestro caminar diario tiene que conducirnos a un encuentro personal con Jesucristo vivo y Resucitado, “que me amó y se entregó por mí” (Gal 3, 20), y ahora Resucitado vive y tiene en su poder las llaves de la muerte y del abismo, para rescatarnos del mal que nos conduce a la muerte y darnos la verdadera vida, la gracia de Dios que nos renueva desde dentro con una vida nueva, para así convertirnos en misioneros del Señor Resucitado, según su mandato a los discípulos: “vayan y hagan discípulos a todos los pueblos y bautícenlos para consagrarlos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, enseñándoles a poner por obra todo lo que les he mandado. Y sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt 28, 19 – 20).
Así lo entendieron los primeros discípulos que vieron a Jesucristo y lo palparon Resucitado. Pedro, los Apóstoles y los discípulos comprendieron perfectamente que su misión consistía en ser testigos de la Resurrección de Cristo, porque de este acontecimiento único y sorprendente dependería la fe en Él y la difusión de su mensaje de salvación. También nosotros en el momento presente somos testigos de Cristo Resucitado, que como bautizados estamos llamados a llevar a cabo la misma misión de Cristo que ha venido a traer perdón, reconciliación y paz.
La primera palabra de Jesús para los discípulos fue de paz y solo esa palabra fue suficiente para que se llenaran de alegría y todos los miedos, dudas e incertidumbres que tenían quedaran atrás y se convirtieran en fuente de esperanza para muchos que estaban atentos al mensaje de salvación. Un mensaje de paz que contiene la misericordia y el perdón del Padre Celestial. Con este mensaje los discípulos fueron enviados a anunciar la misericordia y el perdón: “A quienes les perdonen los pecados les quedan perdonados” (Jn 20, 23), dejando la paz a todos, porque no puede existir paz más intensa en el corazón que sentirse perdonado. Esa realidad renueva toda la vida, para que sigamos adelante en este esfuerzo misionero de comunicar a Jesucristo Resucitado.
Dejemos a un lado nuestras amarguras, resentimientos y tristezas. Oremos por nuestros enemigos, perdonemos de corazón a quien nos ha ofendido y pidamos perdón por las ofensas que hemos hecho a nuestros hermanos. Deseemos la santidad, porque Dios hace nuevas todas las cosas. No temamos, no tengamos preocupación alguna, estamos en las manos de Dios. La Eucaristía que vivimos con fervor es nuestro alimento, es la esperanza y la fortaleza que nos conforta en la tribulación y una vez fortalecidos, queremos transmitir esa vida nueva con mucho entusiasmo a nuestros hermanos, a nuestra familia, porque “¡Es verdad, el Señor ha Resucitado!” (Lc 24, 34).
La esperanza en la resurrección debe ser fuente de consuelo, de paz y fortaleza ante las dificultades, ante el sufrimiento físico o moral, cuando surgen las contrariedades, los problemas familiares, cuando vivimos momentos de cruz. Un cristiano no puede vivir como aquel que ni cree, ni espera. Porque Jesucristo ha Resucitado, nosotros creemos y esperamos en la vida eterna, en la que viviremos dichosos con Cristo y con todos los santos. Necesitamos esforzarnos constantemente para estar más cerca de Jesús. Tenemos esta posibilidad gracias a su Resurrección. Podemos sentir como san Pablo, que dijo: “Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gál 2, 20).
Los animo a que sigamos adelante, en ambiente de alegría pascual y gozo por la Resurrección del Señor. Que la oración pascual nos ayude a seguir a Jesús Resucitado con un corazón abierto a su gracia y a dar frutos de fe, esperanza y caridad para con los más necesitados y siempre puestos en las manos de Nuestro Señor Jesucristo, que es nuestra esperanza y bajo la protección y amparo de la Santísima Virgen María y del glorioso Patriarca san José, que nos protegen.
En unión de oraciones, sigamos adelante. Reciban mi bendición.