Por: Pbro. Javier Alexis Agudelo Avendaño, estudiante de Derecho Canónico de la Universidad Javeriana
Solemnidad de san José y Misa Crismal (año 2021). Fotos: Centro de Comunicaciones Diócesis de Cúcuta
“Porque todo sumo sacerdote tomado de entre los hombres es constituido a favor de los hombres en las cosas que a Dios se refieren, para presentar ofrendas y sacrificios por los pecados” (Hb 5, 1).
Con ocasión de la fiesta de san Juan María Vianney, patrono de los sacerdotes y particularmente de los párrocos, queremos destacar la importancia del sacerdote dentro de la vida de la comunidad. El ministerio sacerdotal es esencialmente un servicio a la edificación de la Iglesia y del Pueblo de Dios. El sacerdote está, por tanto, principalmente al servicio de los fieles laicos y de la misión que le corresponde. Ya en el Antiguo Testamento, particularmente en el libro del Levítico, el autor del libro sagrado destaca la importancia del sacerdote en la comunidad. Dice: “lo considerarás santo, pues él es quien ofrece el alimento para tu Dios. Considéralo santo porque yo, el Señor que los santifico, soy santo” (Lev 21, 8). La dignidad del sacerdote está en que son el puente entre Dios y el hombre, sus enseñanzas dadas son fruto de sabiduría con la cual ha sido dotado, siendo instrumento para hablar de parte de Dios a su pueblo. Su fiel corazón está dispuesto a ayudar en cualquier momento a sus hermanos a encontrarse con Dios que los ama y les perdona sus faltas. Están dedicados a enseñar la verdad y explicar a aquel que no entienda el mensaje de salvación, para que al adherirse a Jesús encuentre la vida eterna.
Ante la grandeza de la gracia y del oficio sacerdotal, el santo cura de Ars decía con frecuencia: “el sacerdote continúa la obra de la redención en la tierra…” “sí se comprendiese bien al sacerdote en la tierra, se moriría no de pavor sino de amor…” “el sacerdocio es el amor del corazón de Jesús” (Catecismo de la Iglesia Católica # 1589).
El sacerdote: un hombre ungido para ofrecer sacrificios por él y sus hermanos
Imagen de san Juan María Vianney, en la parroquia San Juan María Vianney
Jesús es sacerdote, profeta y rey. En el bautismo Jesús es ungido en el Espíritu Santo por el Padre, como sacerdote que vive en comunión con Dios; como profeta, que conoce e interpreta la historia desde la óptica de Dios y habla en su nombre; y como rey que, en cuanto Hijo de Dios, vive en libertad.
El decreto Presbyterorum Ordinis del Concilio Vaticano II dice que: “el Señor Jesús ha hecho que todo su cuerpo participe de la unción del Espíritu Santo. Y en Él todos los fieles quedan constituidos en sacerdocio santo y regio y ofrecen a Dios, por medio de Jesucristo, sacrificios espirituales y anuncian el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable” (PO #2). Pero es claro que no todos desempeñan la misma función dentro de la comunidad eclesial (Rm 12, 4). El mismo Jesús instituyó a unos para ofrecer sacrificios y perdonar los pecados.
En el servicio eclesial del ministro ordenado es Cristo mismo quien está presente en su Iglesia como Cabeza de su cuerpo, Pastor de su rebaño, Sumo Sacerdote del sacrificio redentor, Maestro de la Verdad. Es lo que la Iglesia expresa al decir que el sacerdote, en virtud del sacramento del Orden, actúa ‘in persona Christi Capitis’ (Cf. LG 10; 28; SC 33; CD 11; PO 2, 6).
El único mediador entre Dios y los hombres es Cristo, y para prolongar esa mediación en el tiempo, el mismo Jesús elige y consagra a unos miembros de la comunidad para actuar en su nombre y ofrecer a Dios un sacrificio de alabanza.
Una comunidad sin sacerdotes estaría privada de la mediación de Cristo que opera a través del sacerdote y de la oportunidad de ofrecer sacrificios a Dios y alcanzar el perdón de sus pecados. Para la comunidad, la presencia del sacerdote es vital y de gran importancia, pues por la gracia recibida en la ordenación sacerdotal hace presente a Cristo Sumo y Eterno Sacerdote, ya que nadie en este mundo puede otorgarse ese título por sí mismo. Dice la constitución dogmática ‘Lumen Gentium’ del Concilio Vaticano II que, “por el ministerio ordenado, especialmente por el de los obispos y los presbíteros, la presencia de Cristo como cabeza de la Iglesia se hace visible en medio de la comunidad de los creyentes” (#21).
El hombre de la Palabra y de los sacramentos
Solemnidad de san José y Misa Crismal (año 2021)
La doctrina que describe al sacerdote como maestro de la Palabra y ministro de los sacramentos, constituye un camino de reflexión sobre su identidad y su misión en la Iglesia. En Jesús, Persona y Misión tienden a coincidir. Toda su obra salvífica era y es expresión de su “Yo filial”, que está ante el Padre, desde toda la eternidad, en actitud de amorosa sumisión a su voluntad. De modo análogo y con toda humildad, también el sacerdote debe aspirar a esta identificación.
El Santo Cura de Ars emprendió en seguida esta humilde y paciente tarea de armonizar su vida como ministro con la santidad del ministerio confiado, viviendo incluso materialmente en su iglesia parroquial. En cuanto llegó a su parroquia, consideró la comunidad como su casa.
Los sacramentos, como momentos privilegiados de la comunicación de la vida divina al hombre, ocupan el centro del ministerio de los sacerdotes. Estos son conscientes de ser instrumentos vivos de Cristo Sumo y Eterno Sacerdote. Su función corresponde a la de unos hombres capacitados por el carácter sacramental para secundar la acción de Dios con eficacia instrumental participada. Las celebraciones de los sacramentos, en la que los presbíteros actúan como ministros de Jesucristo, partícipes en manera especial de Su sacerdocio por medio de Su Espíritu, constituyen esos momentos cultuales de singular importancia en relación con la santificación del pueblo santo.
San Juan María Vianney explicando a sus fieles la importancia de los sacramentos decía: “Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote… ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!… Él mismo solo lo entenderá en el cielo”.
Un punto más para valorar la presencia de los sacerdotes en la vida de la comunidad. Pues a pesar de ser hombre como todos los demás, es el instrumento del que se vale Jesús para derramar la gracia sacramental a su pueblo y abrirle las puertas a la vida sobrenatural. Quienes tienen la gracia del sacerdocio ministerial, deben entender que no son fuente de vida sobrenatural, pues la fuente de esa vida es el mismo Señor. Cristo da la gracia como Él quiere, a quien quiere, en la medida que quiere y cuando quiere. Los sacerdotes, por el contrario, solamente tienen el poder de bendecir, consagrar y santificar las cosas que Cristo especificó, de la manera precisa que Él enseñó.
Al mismo tiempo, el sacerdote debe detenerse a pensar ¡qué gran poder es éste! Cristo mismo se obliga a dar la gracia a las almas cada vez que un sacerdote católico ejerce las funciones oficiales del sacerdocio. Aún más sorprendente es el hecho de que se obliga a hacerse presente en la Sagrada Eucaristía cada vez que un sacerdote pronuncia las palabras de la consagración.
El sacerdote en la parroquia está siempre a su disposición. Para celebrar la misa, visitar a un enfermo, hablar con quien no tiene quien le escuche y un montón de cosas más, dice el Papa Francisco. Pero no es un superhombre; es una persona que, como todos, también se siente a veces solo. En esos momentos de soledad es donde el feligrés puede hacer mucho por él. Escucharle, visitarle, sonreirle. Lo necesita. Ustedes se han convertido en su familia, es allí donde pasará la mayor parte de su vida, se desgastarán constantemente acompañando a su comunidad, consolando a los oprimidos, alentando a los que están enfermos y alimentando a la comunidad con los bienes celestiales. Como seres humanos experimentan el cansancio. Los sacerdotes, con sus virtudes y sus defectos, desarrollan su labor en tantos campos. De la catequesis a la liturgia, de la caridad a los compromisos pastorales e incluso administrativos.
La comunidad cristiana en la vida del sacerdote
La vida que debe caracterizar a la comunidad cristiana es el amor. Esto se funda en la revelación que el único Dios verdadero, vive en la Trinidad de personas: Dios es comunidad en el amor. Jesús es un creyente en el Dios-Amor (Mt 22, 34- 40; Lc 10, 25-37). Jesús hace del amor mutuo el mandamiento y la señal de sus seguidores (Jn 13, 34-35). En la comunidad de hermanos y hermanas se cuida al que tiene más necesidad.
En esta reflexión hemos visto que son muchos los beneficios que la comunidad recibe del sacerdote. Pero ¿Cuál es beneficio que el sacerdote debe recibir de la comunidad? Dentro de tantos beneficios considero que la acogida debe ser uno de los principales. Que el sacerdote se sienta acompañado por su comunidad, evita que caiga en la soledad. Los sacerdotes son seres vulnerables; sublimes administradores de una gracia particular que nos trasciende, pero así mismo, frágiles seres humanos. A veces se muestran tan duros que parecen impermeables, pasan como seres objetivos en todo sentido, perfectos hasta en el más mínimo detalle. Pero no es así.
El sacerdote necesita de su comunidad la oración y el acompañamiento. Los invito a que valoren su presencia en la comunidad. Cuántas comunidades desean tener un sacerdote y no lo tienen porque no hay ministros. En estos tiempos marcados por el relativismo y el laicismo las vocaciones son difíciles. Recemos juntos para que los sacerdotes que viven con fatiga y en la soledad, que en el trabajo pastoral se sientan ayudados y confortados por la amistad con el Señor y los miembros de la comunidad.
Nuestro Señor le dijo a los Apóstoles que, el sacerdote tiene que ser tratado como a Él mismo: «Quien a ustedes los escucha, a Mí me escuchan. Quien a ustedes los desprecian, a Mí me desprecian» (Lc 10, 16).