Por: Mons. Víctor Manuel Ochoa Cadavid
El ocho de septiembre de este año, en la Solemnidad de la Eucaristía que el Papa FRANCISCO presidió en Villavicencio, tuvimos la dicha de ver como el velo púrpura que cubría los iconos de los mártires, se alzaba lentamente develando el rostro amable y luminoso de dos testigos de la esperanza: El Obispo Jesús Emilio Jaramillo Monsalve y el Padre Pedro María Ramírez Ramos. El Pastor Supremo de la Iglesia, siguiendo el procedimiento acostumbrado, realizado por la Congregación para la Causa de los Santos, declaró que habían entregado su vida, su sangre por Cristo.
Su muerte, que había marcado profundamente a la Diócesis de Arauca y de Garzón en ese momento, paradójicamente se convierte en motivo de alegría especial.
Hoy quisiera resaltar la figura del primero, el Santo Mártir de Arauca. Nacido en Santo Domingo, Antioquia, uno de los municipios cercanos a Medellín en el Valle del rio Nus, en 1916, hizo de su camino sacerdotal un raudal de bendición. Misionero y formador de misioneros, trabajo con amor en su Instituto de Misiones Extranjeras de Yarumal, no sólo en los arduos trabajos de la misión, sino también en los campos fecundos de la Formación de los futuros segadores de espigas, como dice en inspirada nota el himno de los Misioneros. Fue un maestro eximio, sus alumnos recuerdan la profundidad de sus enseñanzas y el cuidado de sus conceptos e ideas, invitándolos siempre a tener una dimensión pastoral y misionera en sus clases.
Orador exquisito, fecundo escritor de sublime forma y de piadoso modo, le regaló a la Iglesia lo mejor que entre nosotros se ha dicho de Jesús y de María. Muchos de sus sermones fueron transmitidos por la radio, que en ese momento privilegiaba estas figuras llenas de erudición y de contenidos espirituales para los tiempos sagrados como la Semana Santa.
Pastor celoso y fiel, fue llamado al Episcopado para servir a la Iglesia en Arauca. Al asumir el ministerio episcopal, decía: “Trocaste mi noche en luz, mi muerte en vida, en palabra mi mudez y en audacia mi cobardía”1.
Sirvió con amor aquella Iglesia que configuró y constituyó, y en la que entregó su vida en medio de crudelísimo tormento, y distinguido con la corona de los Mártires, hoy es invocado para que, por su intercesión poderosa, cesen en Colombia los odios y los rencores y brille, como el esplendor del sol de los Llanos, el sol de la justicia y de la esperanza. Los fieles siempre encontraron en él su cercanía, su amor, su cuidado pastoral. Resaltó siempre en él la figura de un pastor bueno y espiritual en todas sus dimensiones. Se le conoció como un hombre de oración, en la cual gastaba mucho tiempo de su vida, comenzando el día en el diálogo amoroso con el Señor Jesús.
Veneramos en él el ministerio fecundo y el apostolado generoso de un pastor bueno, descubrimos el celo humilde y sencillo de quien se consagró con amor a su oficio paternal y a su sacerdocio santificante y gozoso.
Cúcuta, en muchos momentos de su vida, fue su Betania, porque venía con frecuencia a restaurar su salud o a encontrar en mis venerados predecesores el fraterno abrazo que devuelve la esperanza. Fue acompañado especialmente por la amistad y el cariño de Mons. Alberto Giraldo Jaramillo, quien le acogió y ayudo en momentos muy difíciles de su servicio episcopal.
Hijo fidelísimo de la Virgen María, caminó hacia el martirio el 2 de octubre de 1989, llevando como ofrenda al altísimo lo que luego será su corona: su celo pastoral, su piedad profunda, su enseñanza segura, su celo apostólico cuidadoso y fervoroso.
Para todos nosotros es un intercesor en el Cielo, desde donde fecundará siempre el apostolado, la misión, la entrega de todos y cada uno de nosotros a la obra de la Iglesia.
Ejemplo de celo, de vida, de entrega para todos los sacerdotes, religiosos y Obispos.
¡Alabado sea Jesucristo!
1: Homilía de Mons. Jesús Emilio Jaramillo el 10 de enero de 1971.