El glorioso advenimiento de Cristo

Por: Pbro. Juan Carlos Ballesteros Celis, párroco de Santa Clara de Asís y miembro de la pastoral de catequesis.

Y entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria” (Lc 21, 27).

Jesucristo es Señor del cosmos y de la historia a quien se le han sometido todas las cosas, pues está: “por encima de todo principado, potestad, virtud, domina­ción… y bajo sus pies (el Padre) sometió todas las cosas y le constituyó cabeza su­prema de toda la Iglesia” (Ef 1, 21-22). A partir de esta verdad de fe, se abordará en este tema, el “ya, pero todavía no” de la consumación definitiva del designio de Dios “todo en todas las cosas” (1 Cor 15, 28), que alcanzará su plena realiza­ción, con la segunda venida gloriosa de Jesucristo.

  1. Cristo reina ya mediante la Iglesia

La Ascensión del Señor a los cielos no supone una ausencia suya del mundo y de su Iglesia. De hecho, “la Ascensión de Cristo al cielo, significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la au­toridad de Dios mismo” (CIC 668).

Jesús ha sido constituido como Señor de todo cuanto existe, pero aún está en espe­ra ese pleno señorío de Jesús sobre todas las realidades creadas, pues “el Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, no está todavía acabado… y es objeto de ataques de los poderes del mal, a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo” (CIC 671).

El tiempo presente, tal como es posible constatar, es: “un tiempo marcado toda­vía por la tribulación (1 Co 7, 26) y la prueba del mal (cf. Ef 5, 16) que afecta también a la Iglesia e inaugura los com­bates de los últimos días. Es un tiempo de espera y de vigilia” (CIC 672).

  • El glorioso advenimiento de Cristo

Jesús hablando a sus discípulos sobre el momento final de la historia, les dice que: “verán al Hijo del hombre que vie­ne entre nubes con gran poder y gloria y enviará a los ángeles y reunirá de los cuatro vientos a sus elegidos” (Mc 13, 26-27). El interrogante de los discípulos fue sobre el cuándo sucederían esas co­sas, a lo que Jesús les responde: “sobre aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre” (Mc 13, 32). La única actitud que sugiere Jesús, es “estar atentos y vigilar, porque ignoran cuando será el momen­to” (Mc 13, 33).

Enseña el Catecismo que “desde la As­censión, el advenimiento de Cristo en la gloria es inminente (cf Ap 22, 20) aun cuando a nosotros no nos “toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad” (Hch 1, 7). Este acontecimiento escatológico se puede cumplir en cualquier momento (cf. Mt 24, 44: 1 Ts 5, 2), aunque tal aconteci­miento y la prueba final que le ha de pre­ceder estén “retenidos” en las manos de Dios” (CIC 673).

  • Para juzgar a vivos y muertos

Nos enseña la Sagrada Escritura que: “el Padre no juzga a nadie, sino que todo juicio lo ha entregado al Hijo” (Jn 5, 22) y añade versículos más adelante que el Padre “le ha dado poder para juzgar porque es el Hijo del hombre” (Jn 5, 27). Cristo es Señor de la vida eterna y adqui­rió este derecho de juzgar definitivamente las obras y los corazones de los hombres, por su cruz y su muerte redentora en ella.

Sin embargo, no es correcto pensar en una imagen de Dios que se gozará al fi­nal de los tiempos con el sufrimiento y la perdición definitiva de muchos de sus hijos, como un Dios vengador e inmiseri­cordioso, pues tal como lo precisa el Ca­tecismo de la Iglesia Católica: “el Hijo no ha venido para juzgar sino para salvar (Jn 3, 17) y para dar la vida que hay en Él” (CIC 679).

  • La responsabilidad del hombre frente al momento del juicio

San Pablo advierte que al final: “todos hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo, para recibir el pago de lo que hi­cimos, el bien o el mal, mientras estába­mos en el cuerpo” (2 Cor 5, 10). Al hacer una lectura detenida de algunos textos de la Biblia, se encontrarán enseñanzas va­liosas en torno a la implicación de la li­bertad del hombre en relación a su propia salvación:

  • “El que cree en Él, no es juzgado; pero el que no cree ya está juzgado porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios” (Jn 3, 18).
  • “El que me rechaza y no recibe mis palabras, ya tiene quien le juzgue: la Pa­labra que Yo he hablado, esa le juzgará el último día” (Jn 12, 48).
  • “Si alguno destruye el santuario de Dios, Dios le destruirá a Él; porque el santuario de Dios es sagrado y ustedes son ese santuario” (1 Cor 3, 17).
  • “Porque si voluntariamente pecamos, después de haber recibido el pleno cono­cimiento de la verdad, ya no queda sa­crificio por los pecados, sino la terrible espera del Juicio y la furia pronta del fuego pronto a devorar a los rebeldes” (Hb 10, 26-27).

En realidad, “es por el rechazo de la Gra­cia de Dios en esta vida, por lo que cada uno se juzga ya a si mismo, es retribuido según sus obras y puede condenarse eter­namente al rechazar el Espíritu de amor” (CIC 679). Así lo evidencia san Mateo, cuando presenta el relato del juicio final en el capítulo 25 de su Evangelio: “Todo cuanto hicieron a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí también me lo hicieron… y cuanto dejaron de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejaron de hacerlo” (Mt 25, 40- 45).

La voluntad de Dios sobre sus hijos es que “todos se salven y lleguen al conoci­miento pleno de la verdad” (1 Tm 2, 4), pero justamente esa salvación consiste en el conocimiento de la verdad que es Je­sucristo (Jn 14, 6) y en aceptarle como el salvador; en el que importa el empeño de toda la vida. Es necesaria una coopera­ción de nuestra parte, como apropiación de la oferta de la salvación, que en Cristo se nos ha dado por su muerte redentora en la Cruz.

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