“El Crucificado, fuente de esperanza”

Este año como Iglesia dioce­sana tenemos el propósito de dar toda centralidad a Cristo Crucificado. Bajo el lema “Tú eres el Cristo…” tomado de la profesión de fe de Pedro que está en el Evangelio de san Mar­cos (8, 29), esta Iglesia Particular se ha propuesto la tarea que toda acción pastoral que se realice: En la catequesis, en la misión y en el desarrollo de la tarea del anuncio de la Buena Nueva de Jesucristo, debe tenerlo a Él en el centro, de manera que los fieles bautizados de esta zona de frontera tengan una experiencia personal con el Hijo de Dios, con el fin de acer­carse a Él para establecer con Él y entre todos los bautizados y gente de buena voluntad, nuevas relaciones que permitan crecer en la conversión y la fe a través de experiencias y acciones significa­tivas, articuladas y permanentes, estableciendo estructuras para tal fin.

Por tal motivo, el logo pastoral de este año se ha diseñado ubi­cando en el centro el crucificado, incluyendo los colores de cada vicaría de la Diócesis de Cúcuta, que están representados en las fi­guras de las personas, quienes a su vez tienen la Palabra de Dios como medio de encuentro con la persona de Jesús, y están contem­plando a Cristo Crucificado. En el fondo del logo, se observa la cate­dral san José, signo de identidad de los bautizados de esta Iglesia Particular. Unido a este logo, cada mes vamos a meditar frases de la Sagrada Escritura, que nos van a acercar más a cono­cer la vida de Jesu­cristo, y nos van a orientar en el trabajo pastoral.

Todo este propósito ha sido orientado por Monseñor José Libar­do Garcés Monsalve, Obispo de la Dióce­sis de Cúcuta, quien ha venido enseñando en las parroquias, a través de las visitas pastorales y en los medios de comunicación diocesanos, que el crucificado es la síntesis del misterio pascual (pasión, cruz, muerte y resurrec­ción), y que estando en el centro de cada parroquia, preside cada celebración, y quien desciende en la persona del sacerdote para confeccionar la Eucaristía y alimen­tar el pueblo de Dios.

Monseñor José Li­bardo, ha insistido que el crucificado que preside los templos, nos recuerda su misterio pascual: “La centralidad en Jesucristo, también se fundamenta en la pro­fesión de fe cuando decimos: Que padeció, fue crucificado, murió y resucitó; es el contenido keryg­mático del cristiano. La salvación viene dada por la fe en Jesucristo, en su misterio pascual, y que invi­ta al cristiano a creer que el Señor nos ofrece la salvación a través de su Hijo; el mismo crucificado es el que hace la comunión en todo el mundo. Tener la centralidad en cristo, nos enseña también a cargar la cruz uniéndola al cruci­ficado, enfermedad, cansancios y sufrimientos”.

Vivir la centralidad de la vida en Cristo, nos permite como bautiza­dos despertar en la fe, anunciarlo a Él y caminar en el mundo como sus testigos, participando de la mi­sión de la Iglesia. En esa misma sintonía, el Papa Francisco, en la audiencia general del 5 de abril de 2023, ha enseñado que: El Crucificado, fuente de esperanza” nos anima en la esperanza de un nuevo comienzo. Esta fue su catequesis: En la mente de los discí­pulos permanece fija una imagen: La cruz. Y ahí ha terminado todo. Pero poco después descubrirían precisamente en la cruz un nuevo inicio. La esperanza de Dios brota así, nace y renace en los agujeros negros de nuestras expectativas decepcionadas; y esta, la espe­ranza verdadera, sin embargo, no decepciona nunca. Pensemos pre­cisamente en la cruz, el terrible instrumento de tortura Dios ha realizado el mayor signo del amor. Ese madero de muerte, convertido en árbol de vida, nos recuerda que los inicios de Dios empiezan a menudo en nuestros finales.

Comprendamos en­tonces que en estos dos aspectos renace la esperanza que pa­rece morir. En primer lugar, vemos a Jesús despojado: De hecho, «una vez que lo cruci­ficaron, se repartieron sus vestidos, echando a suertes» (v. 35).

Dios despojado: Él que tiene todo se deja privar de todo. Pero esa humillación es el camino de la redención. Dios ven­ce así sobre nuestras apariencias. A nosotros, de hecho, nos cuesta ponernos al desnudo, decir la ver­dad: Siempre tratamos de cubrir la verdad porque no nos gusta; nos revestimos de exterioridad que buscamos y cuidamos, con másca­ras para camuflarnos y mostrarnos mejor de lo que somos.

Lo que hace falta es volver al co­razón, a lo esencial, a una vida sencilla, despojada de tantas cosas inútiles, que son sucedáneos de esperanza. Hoy, cuando todo es complejo y se corre el riesgo de perder el hilo, necesitamos sen­cillez, redescubrir el valor de la sobriedad, el valor de la renuncia, de limpiar lo que contamina el co­razón y entristece.

Dirigimos una segunda mirada al Crucifijo y vemos a Jesús herido. La cruz muestra los clavos que le atraviesan las manos y los pies, el costado abierto. Pero a las heridas del cuer­po se añaden las del alma: ¡Cuánta angus­tia! Jesús está solo: Traicionado, entrega­do y renegado por los suyos, sus amigos, también sus discípu­los, condenado por el poder religioso y civil, excomulgado, Jesús siente incluso el abandono de Dios (v. 46). Sobre la cruz aparece además el motivo de la conde­na, «Este es Jesús: El Rey de los judíos» (v. 37). Es una burla: Él, que había huido cuando trataban de hacerle rey (Jn 6,15), es con­denado por haberse hecho rey; incluso no habiendo cometido crímenes, es colocado entre dos criminales y se prefiere al violen­to Barrabás (Mt 27,15-21). Jesús, en fin, está herido en el cuerpo y en el alma. Me pregunto: ¿De qué forma ayuda esto a nuestra esperanza? También nosotros es­tamos heridos: ¿Quién no lo está en la vida? Y muchas veces, con heridas escondidas que esconde­mos por la vergüenza. ¿Quién no lleva las cicatrices de decisiones pasadas, de incomprensiones, de dolores que permanecen dentro y es difícil superar? ¿Pero también de daños sufridos, de palabras cortantes, de juicios inclementes? Dios no esconde a nuestros ojos las heridas que le han traspasado el cuerpo y el alma.

El punto no es estar heridos poco o mucho por la vida, el punto es qué hacer con mis heridas. Las pequeñas, las grandes, las que de­jarán una marca en mi cuerpo, en mi alma para siempre. ¿Qué hago yo con mis heridas? ¿Qué haces tú y tú con tus heridas? “No, Pa­dre, yo no tengo heridas”, “Está atento, piensa dos veces antes de decir eso”. Y te pregunto: ¿Qué haces con tus heridas, las que sólo tú sabes? Tú puedes dejar que se infecten de rencor, tristeza o pue­des unirlas con las de Jesús, para que también mis llagas se vuelvan luminosas.

Nuestras heridas pueden conver­tirse en fuentes de esperanza cuan­do, en lugar de compadecernos de nosotros mismos o esconderlas, enjugamos las lágrimas de los de­más; cuando, en vez de guardar rencor por lo que nos quitan, nos preocupamos de lo que les fal­ta a los demás; cuando, en lugar de hurgar en nosotros mismos, nos inclinamos hacia los que su­fren; cuando, en vez de tener sed de amor por nosotros, saciamos a los que nos necesitan. Porque sólo si dejamos de pensar en nosotros mismos, nos encontramos. Pero si seguimos pensando en nosotros mismos ya no nos encontraremos. Y haciendo esto dice la Escritura nuestra herida cicatriza rápida­mente (Is 58, 8), y la esperanza florece de nuevo. Piensen: ¿Qué puedo hacer por los otros? Estoy herido, estoy herido de pecado, estoy herido de historia, cada uno tiene la propia herida. ¿Qué hago? Estoy herido de pecado, estoy he­rido de historia, cada uno tiene la propia herida. ¿Qué hago: ¿Lamo mis heridas así, toda la vida? ¿O miro las heridas de los otros y voy con la experiencia herida de mi vida, a sanar, a ayudar a los otros?

Este es el desafío de hoy, para cada uno de nosotros. Que el Se­ñor nos ayude a ir adelante” (Papa Francisco).

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