Por: Mons. Víctor Manuel Ochoa Cadavid
El hombre es un ser en constante progreso y desarrollo, nacido de la mano creadora de Dios, cada uno de nosotros tiene que desarrollarse y crecer siguiendo la voluntad de Dios, desarrollando sus capacidades y elementos que le constituyen en la perfecta unidad de alma y cuerpo que lo constituyen (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 42ss). Esta es la que se llama la unidad sustancial del hombre, el ser humano que es cuerpo y alma y que tiene que desarrollar perfectamente sus potencias y capacidades.
El hombre, por medio de la educación, de la formación que recibe desde su infancia debe prepararse para participar activamente de la vida social, de las actividades científicas, sociales, humanas que constituyen la sociedad, siempre teniendo en cuenta sus altas tareas y valores que deben animar su tarea y su acción. Los tiempos que vivimos han desarrollado, sobre manera, los medios de comunicación social y se han establecido nuevos parámetros de comunicación y de interacción entre los hombres.
Son progresos inmensos que están tocando nuestra vida y nuestra forma de interactuar en el mundo. Los jóvenes y los niños están afectados particularmente por estas formas diversas de comunicación y de interacción humana. Es cada vez más difícil que los jóvenes reciban un sólido patrimonio cultural y humano por parte de la educación que impartimos, de una parte se garantizan muchos elementos técnicos y de acceso a la tecnología y a la comunicación, pero de otra parte no garantizamos la entrega de valores culturales y espirituales que son necesarios para fortalecer la persona humana en todas sus dimensiones antropológicas. Podemos decir que vivimos una profunda crisis de valores espirituales. Jóvenes capaces, dinámicos, abiertos en sus conocimientos en una forma precoz, pero sin una dimensión espiritual válida y fuerte.
Es necesario que nuestra comunidad, nuestra sociedad se plantee con mayor seriedad y con mayor responsabilidad el tema de la educación. Es un derecho fundamental de nuestra juventud, recibir una educación adecuada, profunda y seria en sus contenidos; dinámica en su presentación y moderna en sus medios para tener lo necesario hacia el futuro. Son muchos los elementos que se presentan dentro de los derechos fundamentales del hombre, pero debemos fortalecer la formación, los contenidos, los valores espirituales de la persona humana. Hoy muchos ponen la fuerza en la metodología y en la tecnología con la cual trabaja la educación, pero sobre todo, es necesario fortalecer los contenidos, los valores que lleve a que los jóvenes y niños reciban de verdad los elementos necesarios para su futuro y para el desarrollo en el tiempo que viene cargado de retos y de nuevas perspectivas.
La Iglesia tiene una importante tarea que realizar en la educación y en la formación de los jóvenes y niños, en la construcción de la dimensión integral de la persona humana, que tiene que formarse desde su ser de creatura y desde los contenidos de alta espiritualidad que deben distinguir a la persona. El elemento central que debe guiar la educación es el respeto de la dignidad de la persona humana, de su ser, de los principios que no deben abandonarse y negociarse. El Papa Benedicto XVI nos presentó en la vida, la educación, el valor de la familia, los principios que no son negociables para el hombre.
La formación de los jóvenes y de los niños tiene que llevarnos a la constitución de la persona humana en todas sus dimensiones y, especialmente, en el fortalecimiento del fin último del hombre, su trascendencia y dimensiones superiores. Muchos consideran hoy que los contenidos son muy importantes, en la cantidad de conocimientos, en la universalidad y en el acceso a la tecnología, pero a veces olvidamos que lo importante es el desarrollo armónico de la personalidad y las capacidades para que los sujetos de la educación puedan acceder con el “sentido perfecto de la responsabilidad”, dice el Concilio Vaticano II (Gravissimum educationis, n. 1), al desarrollo recto de la vida.
Fue San Juan Pablo II, quien con gran cuidado y atención nos llevó por los caminos filosóficos de la “Participación”, como elemento nutriente de la interacción de la comunidad humana y de sus valores. Cada hombre, cada persona debe “participar”, propiciar la manera y la forma concreta de dar su aporte a la comunidad desde los valores espirituales y de solidaridad que nos deben animar. En el proceso educativo tiene que plantearse la colaboración seria y concreta de cada uno de los recursos con los cuales tiene que darse la armonización de valores corporales, cualidades físicas, intelectuales y morales para participar responsablemente de nuestra comunidad.
Muchas de las grandes crisis sociales y éticas que vive nuestra cultura occidental provienen precisamente de la falta de contenidos espirituales, de verdadera formación para la libertad y para el desarrollo del pensamiento. Muchos hombres, tal vez con buena voluntad, han pretendido el desarrollo liberal del pensamiento humano, pero es necesario fortalecer una verdadera libertad. Cristo es el camino, la verdad y la vida, nos enseña Él en el Evangelio de San Juan (Jn 14, 6), en el está la verdad única y que no perece, que permanece y da sentido a la vida humana.
Es un derecho para nuestra comunidad, especial para los jóvenes poder recibir una educación rica en valores, con un amplio contenido de valores morales y espirituales, con una verdadera capacidad para participar en la vida social e insertarse en una forma precisa y clara en la comunidad. A muchos les gustaría hoy un proyecto educativo sólo con valores humanos, sin trascendencia, ¿dejaremos que nos arranquen y roben el derecho a una verdadera educación para nuestros jóvenes?
¿Qué hacemos para que los educadores y maestros de nuestros jóvenes sean de verdad los mejores? ¿Cómo preparamos a nuestros maestros y les concedemos de verdad derechos y bienes que les estimulen en su tarea y vocación? La vocación del Maestro es una de las vocaciones más dignas y de mayor responsabilidad en nuestra comunidad, sembremos el futuro para que la posteridad lo recoja.
¡Alabado sea Jesucristo!