Por: Seminarista Víctor Alfonso Noriega Portillo
Durante cuarenta días, después de su triunfante Resurrección de entre los muertos, y de haber devuelto al género humano la relación filial con Dios Padre, perdida por el pecado de Adán y Eva; el Señor Jesús se aparece constantemente a sus discípulos para culminar su misión y enviarles a predicar la “buena nueva a todo el mundo” (Cf. Mc 16, 15).
“Si por un hombre entró la muerte a la humanidad, por un hombre gozamos de la vida eterna”
La misión de Jesucristo en la tierra buscaba que el hombre, alejado de Dios por el pecado, participara de la gloria divina; y a lo largo de la historia de salvación, Dios suscitó en el corazón de los hombres y mujeres la necesidad de volver a su estado natural -la santidad-; pero por la concupiscencia nos desviábamos de su voluntad y nos extraviamos, rechazando el querer divino. Ya que fue la humanidad quien pecó y decidió romper la relación con Dios, era necesario que la misma humanidad se redimiera, es por eso que Dios Padre en el acto de amor supremo, envío a su Hijo Único para que, mediante la kénosis se hiciera hombre, y así, ahora Dios hecho hombre verdadero, redimiría a la humanidad, “pues, como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno solo procura toda la justificación que da la vida” (Rm 5, 18).
El Papa emérito Benedicto XVI nos dice que “La Ascensión del Señor marca el cumplimiento de la salvación iniciada con la Encarnación” (Regina Coeli, domingo 20 de mayo de 2012); Jesucristo no renuncia a la naturaleza humana luego de su muerte en la Cruz, sino que la glorifica; le devuelve a la humanidad su estado natural, el ser creados a imagen y semejanza de Dios. Él, sentado a la diestra de Dios Padre, y nos muestra nuestro fin último: “la participación en la vida divina”.
Somos llamados a vivir en la tierra como ciudadanos del Cielo
“Galileos, ¿Por qué permanecen mirando al cielo? Este Jesús, que de entre ustedes ha sido llevado al Cielo, volverá así tal cual como le han visto marchar” (Hch 1, 11). El Señor ha instituido la Sagrada Eucaristía como “Pignus futurae gloriae” (prenda de la gloria futura), para que nosotros experimentemos el gozo de sentirnos en su presencia y ofrezcamos alabanzas a Dios Padre; el cielo y la tierra se unen en adoración y vemos realizado nuestro fin último, ser unos en Dios; eso ya es vida eterna. El acontecimiento de la Ascensión del Señor, no termina con el “pueden ir en paz” de la solemnidad; sino que es una invitación a una vida en esperanza, así como Jesucristo en cuerpo glorioso asciende, nosotros iremos con Él a la gloria del Padre celestial. No podemos ser simples espectadores de la gloria de Dios, de eso no se trata la esperanza; la comunicación de la vida eterna que Jesús nos dio, debe sacarnos a nosotros de nuestras realidades; el cristiano como lo dice el Papa Francisco no se apoltrona, sino que se pone en camino, comunicando a los demás con valentía y sin temor las maravillas de Dios, viviendo desde ya como ciudadanos del cielo. En todos los ambientes existenciales debemos anunciar al Señor; que nuestro testimonio de vida exprese “la vida en Cristo”; la vivencia de las virtudes cristianas, acompañados del obrar conforme a la moral, ayudan al crecimiento del Reino de Dios en la tierra. No se concibe un cristiano católico, cuyo fin es la vida eterna, que este a favor del aborto o la eutanasia; así como tampoco se comprende que no se obre de conformidad con la justicia y la búsqueda del bien común; a propósito de las próximas elecciones presidenciales, un católico que vive con la esperanza de la vida eterna, debe procurar que ya desde nuestra sociedad se comiencen a dar vestigios de esa vida, por ende no debemos vender nuestra conciencia, como tampoco elegir mandatarios que buscan imponer leyes contra los principios evangélicos. La Ascensión del Señor es el último acto de liberación del pecado, y con ella se proclama la eternidad del hombre completo; el hombre debe poner su mirada en el infinito, como dice el Papa Francisco: “la Ascensión dirige nuestra mirada hacia lo alto, más allá de las cosas terrenales”, y nos invita a salir de nuestro comportamiento de pecado y muerte. No nos contentemos con una vida sin Dios, pues debemos vivir como Cristo vivió, y después de la resurrección, Él nos llevará al cielo para que seamos entregados al Padre celestial -¡que majestuoso misterio!-.