Rusia y Ucrania: La guerra fracaso de la humanidad

Por: Pbro. Lewis José Gómez Medina, sacerdote de la Diócesis de Magangué

Fotos: Internet

En un pasado que se remonta a siglos, la historia de Ucrania siempre ha tenido una fuerte vinculación a Rusia. Si bien es cier­to que podemos hablar de Ucrania como nación solo desde inicios del siglo XX, los lazos que unen a estas dos naciones son más fuertes de lo que se cree.

Ucrania perteneció, des­de 1922, al bloque de naciones que conformó la entonces Unión Soviéti­ca, disuelta en 1991. Fue durante su período de pertenencia a la Unión Soviética que Ucrania, geográfica­mente hablando, tomó la configu­ración que posee en la actualidad. Este dato nos ayuda a entender cómo dicha nación se constituyó, desde sus inicios, como una entidad en la cual confluían realidades culturales y étni­cas muy diversas. Es decir, su unidad solo se entendía desde su diversidad.

La variedad étnica y cultural que in­trínsecamente constituye a dicha na­ción es, por decirlo de algún modo, una de sus características más im­portantes, es lo que la hace única. En el ámbito lingüístico, mientras que al este de dicha nación se habla mayoritariamente ruso, al otro lado hay gran diversidad de lenguas (po­laco, húngaro, rumano, etc.). Es por esto, que es acertado afirmar que muchos ucranianos tienen el ruso como lengua madre. Por otro lado, la variedad religiosa no deja de ser menos importante, ya que, al este, de influencia rusa, predomina la fe cristiana ortodoxa, que al tiempo que ha servido para unir, también ha sido un elemento disociador de grandes consideraciones por el re­conocimiento de la autonomía del Patriarcado de Ucrania con res­pecto al Patriarcado de Moscú en 2019.

Este último hecho no puede ser visto como un hecho aislado, ya que mientras algunas Iglesias orto­doxas lograron unirse al Patriarcado naciente de Ucrania, otras querían permanecer vinculadas al de Mos­cú. En la parte occidental, al con­trario, en este mismo ámbito reli­gioso, logran convivir ortodoxos, católicos y católicos provenientes de la Iglesia Griega, dando de este modo una riqueza cultual y ritual única. Esto explica la intervención del Vaticano en el conflicto, en medio hay Obispos, sacerdotes, religiosas y fieles que expresan públicamente su fidelidad al sucesor de Pedro. Es por esto que el elemento religioso tiene una incidencia de grandes proporcio­nes y tendrá también una influencia grandísima en un posible dialogo y en ponerle fin al conflicto entre las dos naciones.

En lo político no es menos evidente que, al este de Ucrania, la gran ma­yoría de sus habitantes tiene inclina­ción prorusa, es decir, deseos de ad­herirse nuevamente a Rusia; mientras que al oeste hay una tendencia más europizante, deseos que se han lo­grado materializar con las reiteradas peticiones de Volodímir Zelenski, actual presidente, para que Ucrania sea reconocida como miembro de la Unión Europea, peticiones que inco­modan a Rusia por las implicaciones políticas que dicha aceptación puede ocasionar.

La localización geográfica del “este ucraniano”, como el lugar de la ma­yor influencia rusa, es muy importan­te, ya que es ahí donde se encuentran ubicadas Donetsk y Lugansk, regio­nes que fueron reconocidas por Ru­sia como independientes de Ucrania. Como era de esperarse Kiev, capital y sede del gobierno ucraniano, rechazó dicho reconocimiento y lo consideró ilegal. Este reconocimiento por par­te del Kremlin viene a fortalecer el rechazo de la comunidad internacio­nal que había comenzado por la anexión de Crimea en 2004 a Rusia, región perteneciente hasta ese entonces a Ucrania.

Rusia, reiteradamente, ha argumentado que su vecino hostiga a las per­sonas ubicadas en esas regiones con inclinacio­nes rusas. Es en nombre de ese nutrido grupo de ucranianos prorusos del este, en quien se apoya Putin para intervenir en territorio ucraniano para que sean “respetados los derechos” de dichas personas ante el acoso permanente del gobier­no central ucraniano. No obstante, la invasión rusa tiene un trasfondo que va más allá del auxiliar, de socorrer a regiones independistas adquiriendo uno más amplio, el geopolítico. El mensaje que manda Putin es direc­to: rechaza completamente el acer­camiento de la OTAN y de la Unión Europea, a Ucrania, la ex república soviética, y lo hace en nombre de la seguridad de su nación, cuyos inte­reses el pueblo le ha encomendado custodiar, según sus mismas expre­siones. Además, y según las declara­ciones del presidente ruso, también se quiere defender la soberanía de las regiones reconocidas, por su gobier­no, como independientes, favorables a los intereses rusos y que no quieren pertenecer a Ucrania.

Es de anotar que las regiones reconocidas por el Kremlin, tienen suelos de un poten­cial minero de grandes proporciones que interesan y benefician a todos los actores de la guerra actual. De todos modos, la guerra siempre será re­pudiable y debe ser evitada a toda costa. Todo enfrentamiento tiene costos humanos muy altos que de­ben evitarse.

Hasta aquí un posible acercamien­to a la situación tensa que se vive en Ucrania con Rusia. Pero saltan entonces algunos interrogantes: y la Iglesia, ¿tiene algo que decir? ¿Debe pronunciarse? La respuesta se da afirmativamente y con acciones concretas. El simple hecho de que la Iglesia lleve 55 años dedicando una jornada especial (1 de enero de todos los años) a orar por la paz del mundo; además, de la convocatoria hecha por el Papa Francisco para una jornada de oración al inicio de la Cuares­ma de este año por la paz en Ucrania; y que Francisco envió a dos Cardenales como legados pontificios especiales a Ucrania; y el 25 de marzo, en la solemnidad de la Anunciación del Señor, consagró a Rusia y Ucra­nia al Inmaculado Corazón de Ma­ría, dentro de una celebración peni­tencial en la Basílica de San Pedro. Esta ha sido en parte, la respuesta de la Iglesia ante esta situación. Todo esto pone de manifiesto el interés de la Iglesia para mostrar lo absurdo de la guerra, que es siempre vista como un fracaso de la humanidad. La Igle­sia muestra su preocupación para que estas dos naciones hermanas puedan superar el difícil momento por el que atraviesan, que tiene en tensión y compromete la paz de todo el mundo. Ahora bien, ¿en qué se fundamenta la Iglesia para intervenir en estos pro­blemas que sin duda tienen un tinte político sin convertirse ella en un ac­tor político más, ya que la razón de su ser la alejan automáticamente de dichas pretensiones? El primer fundamento, y el más significativo, lo aporta la misma Revelación. La paz es, ante todo, un atri­buto esencial de Dios: «Yahveh – Paz» (Jc 6, 24). También es con­siderado un don dado por Dios al hombre y un proyecto humano conforme al designio divino.

Cómo no men­cionar el inigualable pasaje del Sermón del Monte, donde Jesús pronunció lo que ha sido llama­do por algunos la Nueva ley del cris­tiano: las bienaventuranzas. Especial mención merece aquel pasaje que ha logrado tocar el corazón de muchos: “Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5, 9). También tenemos otro pasaje en el Nuevo Testamen­to que busca vincular la paz con la búsqueda permanente de la justicia, a saber: “Y la cosecha de honradez, con paz la van sembrando los que tra­bajan por la paz” (St 8, 18), donde se nos muestra que el verdadero saber es pacífico, se traduce en las obras y es sincero; su fruto es la paz.

Podríamos hacer mención de un infi­nito número de pasajes bíblicos en los que se resalte la necesidad de buscar la paz, pero los citados son suficien­tes para mostrarnos que la Iglesia, por mandato de su Señor, debe propi­ciar, por medio de la predicación, la conversión de los corazones, y a tra­vés de ésta, la búsqueda permanente de la paz. Y es que la guerra afecta directamente a la persona humana y su dignidad, que es la razón más ele­vada, el corazón de la misma Encar­nación del Hijo de Dios y de la Pre­dicación Evangélica. La acción por la paz nunca está separada del anuncio del Evangelio, que es ciertamente «la Buena Nueva de la paz» (Hch 10,36; cf. Ef 6,15) dirigida a todos los hom­bres. En el centro del «Evangelio de paz» (Ef 6,15). A los Apóstoles, y en ellos a la Iglesia misma, le fue enco­mendado un mensaje de paz, fruto de la Pascua.

Es precisamente el amor al hombre, que movió a Dios a enviar a su Hijo al mundo, el primer y más profundo sentido del accionar de la Iglesia, que se hace concreto en la pro­moción y defensa de la justicia y de la paz. Desde la Reve­lación y la posterior reflexión del Magiste­rio, la Iglesia ha com­prendido que la guerra es una crueldad y pide que se dé un trato y una consideración nueva y distinta mirándo­la siempre como un «flagelo», por lo que no puede representar ja­más un medio idóneo para re­solver los pro­blemas que surgen entre las Nacio­nes: «No lo ha sido nunca y no lo será jamás», porque en lugar de solucionar lo que hace es generar nuevos y más com­plejos conflictos. Cuando estalla, la guerra se convierte en «una matanza inútil», «aventura sin retorno», que le quita la tranquilidad al presente y deja en una gran incertidumbre el futuro de la humanidad. Es impres­cindible la comprensión, especial­mente por parte de quienes gobier­nan, de que «Nada se pierde con la paz; todo puede perderse con la guerra». Desde esta perspectiva toda guerra puede ser considerada como «el fracaso de todo auténtico humanismo», siempre será «una derrota de la humanidad».

Ahora bien, y nosotros que nos encon­tramos a miles de kilómetros de di­cho conflicto, ¿qué tenemos que ver con lo que pase en Ucrania y cómo podemos solidarizarnos desde la lejanía? Primero es hacer nuestras las palabras de Pablo: “Si un miem­bro sufre, los demás miembros sufren con él; y si un miembro recibe algún honor, los demás se regocijan con él” (1 Co 12, 26). La experiencia de dolor de un hermano, sin importar quién sea y dónde se encuentre, es también nuestro dolor. En ellos su­fre Cristo. Lo primero que debemos a los que sufren es nuestra oración, pero también nuestra solidaridad. La Iglesia en Colombia nos da la posi­bilidad de hacerlo, especialmente en este tiempo de cuaresma, por medio de la Comunicación Cristiana de Bie­nes, es una oportunidad muy impor­tante para expresar nuestra cercanía a los que padecen la guerra. Pero tam­bién podemos contribuir propiciando espacios de reconciliación (familia, trabajo, barrio). La guerra también la hace quien es incapaz de perdonar, quien se resiste a liberarse de la es­clavitud del resentimiento y siempre está al acecho del otro para vengarse olvidando lo que la acción de Dios es capaz de producir a tal punto que “los adversarios se den la mano, los pue­blos busquen la concordia”.

Dejemos que el Espíritu de Cristo nos inunde con su presencia, y de ese modo convertirnos en hacedores de la paz para que en cada uno de noso­tros se haga vida aquella bienaventu­ranza y se nos reconozca como hijos de Dios por buscar y trabajar siempre por la paz. ¡Felices Pascuas!

Fuentes:

– Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, 488.

León XII, Alocución al Colegio de los Cardenales, Acta Leonis XIII, 19 (1899) 270-272.

Juan Pablo II, Encuentro con los Colaboradores del Vicariato Romano (17 de enero de 1991).

Benedicto XV, Apelo a los Jefes de los pueblos belige­rantes (1º de agosto de 1917).

Juan Pablo II, Oración durante la Audiencia General (16 de enero de 1991).

Pío XII, Radiomensaje (24 de agosto de 1939):

Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999.

Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo Diplomático (13 de enero de 2003)

Plegaria para la Reconciliación II, Misal Romano.

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