Pecados intergeneracionales

Por: Diácono Yhon Pablo Canedo Archila, licenciado en teología dogmática

Fotos: Internet

Alguna vez una familia atrave­saba una difícil situación, uno de los hijos estaba viviendo una enfermedad, el otro sumido en la droga, el negocio familiar no les ha­bía funcionado y los esposos estaban a punto de separarse. En medio de su preocupación, compartieron su caso con un vecino, y le preguntaron: “¿por qué suceden tantas desgracias en la familia?”, el vecino respondió: “es porque alguno de sus antepasados ha pecado gravemente contra Dios y uste­des están pagando las consecuencias”.

A esta situación comúnmente se le conoce como “pecado intergeneracio­nal”, herencia o maldición ancestral, es decir, a la transmisión de las con­secuencias de la responsabilidad del propio pecado a las siguientes gene­raciones de la familia. Sin embargo, surgen en nuestra mente las siguientes preguntas, motivo por el cual se escri­be este artículo: ¿Qué es el pecado? ¿En cuáles citas bíblicas se basa esta teoría? ¿Es cristiano creer en los peca­dos intergeneracionales? ¿Tiene efecto en uno, los pecados cometidos por las generaciones anteriores, en cuanto a la culpa o a la pena? ¿Tiene la misericor­dia un límite generacional? ¿Hay algu­na diferencia entre el pecado original y los pecados intergeneracionales? ¿So­mos totalmente irresponsables e indi­ferentes al pecado de los hermanos?

¿Qué es el pecado? 

Antes de conocer el fundamento bíblico de los pecados intergeneracionales es necesario entender primero, ¿qué es el pecado?, para ello el Catecismo de la Iglesia Católica lo explica muy bien: “El pecado es una falta contra la ra­zón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bie­nes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como “una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna” (san Agustín, Contra Faustum manichaeum, 22, 27; San Tomás de Aquino, Summa theologiae, 1-2, q. 71, a. 6)” (CIC 1849).

En otras palabras, de acuerdo al Cate­cismo, el pecado es una falta contra el amor propio, el prójimo, la Creación y especialmente contra Dios, por lo tanto, esta ofensa se realiza en el pleno conocimiento y deliberado consenti­miento, con la voluntad y libertad.

¿En cuáles citas bíblicas se basa esta teoría? 

Es sobre todo en el Antiguo Testamen­to y existen diferentes ejemplos, por una parte encontramos Éxodo 20, 5-6: “No te postrarás ante ellas ni les da­rás culto, porque yo el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la ini­quidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me odian, y tengo misericordia por millares con los que me aman y guardan mis mandamientos”; así mismo, más adelante en Éxodo 34, 7: “que mantiene su amor por millares, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado, pero no los deja impunes; que castiga la iniquidad de los padres en los hijos y en los hijos de los hijos hasta la tercera y cuarta generación”. 

Igualmente, en Números 14, 18: “El Señor es tar­do a la cólera y rico en bondad, tolera iniquidad y rebeldía; aunque nada deja sin castigo, casti­gando la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación”. También en Deuteronomio 5, 9: “No te postrarás ante ellas ni les darás culto. Porque yo, el Señor tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres en los hijos hasta la ter­cera y cuarta generación de los que me odian”. 

Del mismo modo, en Nehemías 9, 2-3: “La raza de Israel se separó de todos los extranjeros; y puestos en pie, con­fesaron sus pecados y las culpas de sus padres. (De pie y cada uno en su sitio, leyeron en el libro de la Ley del Señor su Dios, por espacio de un cuarto de día; durante otro cuarto hacían con­fesión y se postraban ante Yahveh su Dios)” Y en el Salmo 106, 6-7: “He­mos pecado como nuestros padres, hemos faltado, nos hemos hecho im­píos; nuestros padres, en Egipto, no comprendieron tus prodigios. No se acordaron de tu inmenso amor, se re­belaron contra el Altísimo junto al mar de Suf”. 

Por una parte, estos textos bíblicos a simple vista muestran que Dios castiga el pecado, y no solo a los que lo co­metieron sino también a sus sucesores: los hijos, incluso de la tercera y cuar­ta generación. Sin embargo, como lo hemos explicado primero, el pecado es un acto consciente, voluntario y libre, por lo tanto, no es posible trans­ferir la responsabilidad de las acciones sobre los demás; sería evadir el peso de las propias de­cisiones y no sería bon­dadoso Dios si hiciera pagar a otros lo que no han hecho.

Foto: Centro de Comunicaciones de la Diócesis de Cúcuta

¿Cuál será el sentido de los textos bíblicos que leímos? Una persona en la tierra puede durar de tres a cuatro gene­raciones, de este modo sus pecados cometidos tienen la probabilidad de ser aprendi­dos por sus hijos, nietos y bisnietos, en este sentido son comprendidas las citas bíblicas anteriores cuando repi­te: “Dios castiga la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación”, no en cuanto que la responsabilidad personal del pecado sea transmitida a las siguientes gene­raciones sino en cuanto que los peca­dos cometidos por los padres tienen la capacidad de influenciar sobre la vida de los hijos, nietos y bisnietos, hasta incluso ser cometidos también por ellos, es decir que los llamados peca­dos intergeneracionales solo existen en cuanto que son transmitidos por el mal ejemplo, los siguientes textos bí­blicos nos ofrecen una interesante luz y confirman lo que recientemente se ha afirmado: Por ejemplo, encontramos en Deutero­nomio 24, 16: “No morirán los padres por culpa de los hijos ni los hijos por culpa de los padres. Cada cual morirá por su propio pecado”. Y en 2 Reyes, 14, 5 – 6: “Cuando el reino se afianzó en sus manos, mató a los servidores que habían matado al rey su padre, pero no hizo morir a los hijos de los asesinos, según está escrito en el libro de la Ley de Moisés, donde el Señor dio una orden diciendo: «No harán morir a los hijos por los padres, sino que cada uno morirá por su pecado»”.

La siguiente cita es Jeremías, 30, 29- 30: “En aquellos días no dirán más: «Los padres comieron el agraz, y los dientes de los hijos sufren de dentera»; sino que cada uno por su culpa morirá: quien quiera que coma el agraz tendrá la dentera”. Y finalmente en Ezequiel, 18, 2-4: “¿Por qué andáis repitiendo este proverbio en la tierra de Israel: Los padres comieron el agraz, ¿y los dientes de los hijos sufren la dentera? Por mi vida, oráculo del Señor, que no repetiréis más este proverbio en Is­rael. Mirad: todas las vidas son mías, la vida del padre lo mismo que la del hijo, mías son. El que peque es quien morirá”. 

¿Es cristiano creer en los pecados intergeneracionales? 

De esta manera, el Antiguo Testa­mento reconoce la injusticia que hay si los hijos pagan por los pecados de los padres, por lo tanto, repite: “que cada uno morirá por su pecado”, con esto enseña la responsabilidad perso­nal de las acciones y decisiones libres. Igualmente, en el Nuevo Testamento Jesucristo nos enseña por qué permi­te la enfermedad: “Vio, al pasar, a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos: «Rabbí, ¿quién pecó, El o sus padres, ¿para que haya nacido ciego?» Respondió Jesús: «Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios”. Aunque se evidencia que algunos tenían la concepción de que la enfermedad o el mal era el castigo a causa del pecado de los padres o de la misma persona, no obstante, Jesús explica que ese no es el origen de la enfermedad, sino que, al contrario, en vez de ser un castigo, Dios manifiesta su obra a través de la sanación de la enfermedad que hace parte de nues­tra fragilidad, entonces no es cristiano creer en la maldición ancestral porque Jesús tampoco lo hizo y por lo tanto, tampoco hace parte de la fe que pro­fesamos como fieles bautizados en la Iglesia Católica.

¿Tiene efecto en uno, los pecados cometidos por las generaciones anteriores, en cuanto a la culpa o a la pena?

Ahora bien, el pecado posee dos di­mensiones: la culpa y la pena, por una parte, la culpa es la responsabi­lidad de quien lo comete consciente, libre y voluntariamente, mientras que la pena es la consecuencia del pecado que deja cicatrices o afecta a la propia persona y a las que están alrededor; de este modo, la culpa es intransferible porque la culpa es la responsabilidad de quien comete el pecado personal.

Sin embargo, la pena puede afectar y enseñarse a través del mal ejemplo durante varias generaciones, un caso concreto: son unos padres que guardan mucho rencor y viven vengándose de quien les ha hecho daño, esto con fa­cilidad lo aprenden sus hijos, nietos y bisnietos…etc., y existe un gran por­centaje que el mismo pecado de los pa­dres sea repetido por ellos. No obstan­te, es la pena la que se puede transferir o afectar a las futuras generaciones porque se convierten en estructuras de pecado. (CIC 1869). 

¿Hay alguna diferencia entre el pecado original y los pecados intergeneracionales? ¿La misericordia de Dios es limitada a una generación?

Por otra parte, no hay que confundir el pecado original de Adán y Eva, que, por realizar su proyecto de vida sin Dios en un acto de desobediencia, ocasionaron una ruptura universal del ser humano consigo mismo, con Dios y con la Creación, a diferencia del pe­cado de cada persona. Igualmente, no podemos limitar el poder de la miseri­cordia de Dios para una sola genera­ción, cuando las Sagradas Escrituras nos repiten lo contrario: “tengo mise­ricordia por millares con los que me aman y guardan mis mandamientos”; “El Señor es tardo a la cólera y rico en bondad, tolera iniquidad y rebeldía”. Por tanto, la misericordia de Dios es infinita y eterna, no está obligada a agotarse solo en una generación, sino que es suficiente, alcanza para todos y en cada momento.

¿Somos totalmente irresponsables e indiferentes al pecado de los hermanos? 

Sin embargo, aunque el pecado es un acto personal, nosotros tenemos una responsabilidad con nuestros herma­nos en los pecados cometidos por otros, primero cuando cooperamos a ellos: participando directa y volunta­riamente; ordenándolos, aconseján­dolos, alabándolos o aprobándolos; no revelándolos o no impidiéndolos cuando se tiene obligación de hacerlo; protegiendo a los que hacen el mal (CIC 1868), y segundo, en cuanto que somos parte del Cuerpo de Cristo, no podemos ser indiferentes a la salvación de nuestros hermanos, somos un solo cuerpo, el cuerpo místico de Cristo y si un miem­bro se alegra por vencer victorioso el pecado todos los demás miembros se alegran, y si un miembro sufre a cau­sa del pecado todo los demás también: “Dios ha formado el cuerpo dando más honor a los miembros que care­cían de él, para que no hubiera divi­sión alguna en el cuerpo, sino que todos los miembros se preocuparan lo mismo los unos de los otros. Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, to­dos los demás toman parte en su gozo. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte” (1 Cor 12, 24-27).

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