De Saulo a Pablo, su conversión

Por: Pbro. Víctor Manuel Rojas Blanco, licenciado en Teología Bíblica (P.U.S.C.- Roma); párroco de Santa Laura Montoya

Murillo, Bartolomé Esteban (1675-1682). La conversión de san Pablo, Museo Nacional del Prado

La conversión de Pablo, dejó sorprendidos a la gran ma­yoría de los cristianos del primer siglo. Pues él era un per­seguidor de los seguidores de Je­sucristo, el cual era temido por todos. De manera extraordinaria y poco común fue tocado por la misericordia divina y así trans­formado por el llamado del Re­sucitado. Pasa de ser perseguidor a perseguido y evangelizador. Su conversión hace reflexionar en las veces en las que algunos cre­yentes piensan que es pérdida de tiempo predicarles la Pala­bra de Dios a algunas personas porque sen­cillamente no creen o no van a escuchar, olvidando que es el Señor Jesús quien llama y hace la obra para la conversión al tocar el corazón. Sin duda alguna, la con­versión de Pablo es la más famosa de las conversiones de toda la historia de la Iglesia. El autor de los Hechos de los Apóstoles (Lucas) narra este acontecimien­to en tres ocasiones diferentes: 1. 9, 1-22; 2. 22, 6-16 y 3. 26, 12-18. Estas repeticiones son llamativas porque el estilo de Lucas como escritor, es ser breve y conciso.

Recordando la figura de Pablo como aquel que odiaba el nombre de Jesús, perseguía y asesinaba a los cristianos surge una pregunta puntual: ¿Por qué es importante su conversión como aconteci­miento? En las siguientes líneas se dará unas breves respuestas a esta pregunta.

Es importante porque es una evi­dencia valiosa a favor del Evan­gelio y de la Resurrección de Jesús. Si no fue que el Señor se le apareció en el camino de Da­masco como Pablo mismo afirmó en repetidas ocasiones, ¿qué otra explicación se podría dar al cam­bio que tuvo lugar en su vida? ¿Por qué tomaría la decisión de convertirse en un seguidor de Je­sús, si esto no le acarrearía nada más que problemas y la pérdida de todo cuanto tenía? Lo más ra­zonable es pensar que Jesús de Nazaret, el que había sido cru­cificado y del que Saulo pensa­ba que estaba muerto, realmen­te había resucitado y ahora le llamaba desde su gloria para que le sirviera.

Enseña que en toda conversión hay elementos excepcionales que hacen parte de la persona llamada. En el ‘Apóstol de los Gen­tiles’ sobresalen los siguientes: el viaje de Jerusalén a Damasco, con la orden de detención del sumo sacerdote para arrestar a los cristianos; el destello de luz ce­lestial; la aparición de Jesús Re­sucitado; la voz que le habló; su llamamiento y envío. Esto permi­te entender que cada proceso de conversión es diferente.

Recalca que cada persona tiene una personalidad y un contexto histórico, político y social deter­minado dentro del cual se da la llamada divina. Para Saulo, Je­sús de Nazaret no podía ser el Mesías anunciado por los profetas. Su posición social, su trayectoria y su doctrina no se ajustaban en absoluto con la idea que él tenía acerca del Mesías y menos, crucificado. Para él, al­guien que había sido colgado en un madero estaba bajo la maldi­ción de Dios, tal como explicaban las Escrituras (Dt 21, 23). Tampo­co daba crédito a las historias de las apariciones de Jesús Resucita­do contadas por los Apóstoles y discípulos. Estas serían mentiras, invenciones interesadas de los se­guidores del crucificado.

Por lo tanto, para él, Jesús era un impostor, y esto lo llevó a ser un enemigo empedernido del cristia­nismo. Lucas, en los Hechos de los Apóstoles lo retrata en varias ocasiones mostrando la furia y el odio que sentía contra el Se­ñor: 7,58; 8,1-3; 9,1; 26,11. Se convirtió en el brazo ejecutor de los sumos sacerdotes en su causa contra los cristianos. Comenzó por perseguir a Esteban, al que él consideraba como un promo­tor del cristianismo y por lo tanto una seria amenaza contra el glo­rioso monoteísmo del judaísmo, al apartar al creyente de la cen­tralidad del templo. Pero no se conformó con esto. En su celo purificador, persiguió a todos los cristianos, y aún más, decidió que el sumo sacerdote debía ejercer su derecho de extradición contra los fugitivos (cristianos): Hch 9, 1-2.

Puntualiza que Dios toma la ini­ciativa de la llamada a la conver­sión sin importar la complejidad de la vida o del contexto de la persona. Jesús inició el encuen­tro que terminó con la conversión de Saulo. Él no tuvo reparos en admitir que no hizo nada que le hiciera merecedor de la salvación (Ef 2, 9). En su caso, la iniciativa divina se materializó por medio del llamamiento que el Señor Je­sús mismo le hizo en el camino de Damasco: “Saulo, Saulo”. Este doble vocativo tuvo que re­cordarle a Saulo las numerosas ocasiones en las que Dios había llamado a otros hombres en el Antiguo Testamento (Gn 22, 11. 46, 2; Ex 3, 4; 1 S 3, 10). Y si a esto se le añade la luz del cielo que sobrepasaba el resplandor del sol al mediodía (Hch 26, 13), se tiene una manifestación de la gloria de Dios. Todo esto tuvo que impresionar profundamente a Saulo, pero el golpe más fuer­te todavía estaba por llegar. Él se dirigió a su interlocutor divino como “Señor”, y por supuesto es­taba pensando en el Dios que se había revelado a través del Anti­guo Testamento, pero mayor fue su sorpresa cuando aquel que aca­baba de reconocer como “Señor”, se identificó como Jesús de Naza­ret, a quien él consideraba como un ser indigno, un Mesías impos­tor. Él estaba convencido de que Jesús de Nazaret estaba muerto y sepultado, pero con este suceso comprendió que no era así, puesto que se le había aparecido resuci­tado con toda su gloria. Entonces se dio cuenta de que las palabras que Esteban había dicho antes de morir eran absolutamente ciertas en Hechos 7, 56: “Y dijo: He aquí, veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios”.

Recuerda que la conversión no es el resultado de una acción coerci­tiva u obligada. Cuando el Señor Jesús se apareció a Saulo, no se le impuso, ni le manipuló para que hipnóticamente tomara decisio­nes contra su voluntad. Le hizo una pregunta muy incisiva, “¿Por qué me persigues?”, con la que apeló al intelecto, a la razón y a la conciencia. Y Saulo contestó de una forma racional, consciente y libre con otras dos preguntas: “¿Quién eres, Señor?”, “¿Qué quieres que yo haga?”.

Hace expresar con evidencias concretas que un verdadero lla­mado y encuentro cambia para siempre la vida. El encuentro del Señor en gloria con Saulo en el camino de Damasco fue decisivo. Cuando los hombres que iban con Saulo volvieron en sí, vieron que había perdido la vista y tuvieron que conducirle hasta la ciudad. ¡Qué cambio tan radical! En lugar del orgulloso fariseo que cami­naba por las calles con los aires de un inquisidor, aho­ra era un hombre humillado, afligi­do, tembloroso, andando a tientas, necesitado de una mano que le guia­ra. Luego, cuando llegó a la posada y se quedó sólo en medio de la oscuridad, empezó a orar y fue entonces cuando tuvo lugar el verdadero cambio interior en su vida. Fue una verdadera crisis de su intelecto, voluntad y emocio­nes que transformó toda su vida y sus actividades posteriores. Es­tablece una nueva relación con el Señor Jesús: “Yo ciertamente ha­bía creído que mi deber era hacer muchas cosas contra el nombre de Jesús de Nazaret; lo cual tam­bién hice…” (Hch 26, 9-10). Tam­bién con la Iglesia. Cuando Ana­nías fue enviado a servir al nuevo convertido, al entrar a la habita­ción donde estaba le dio la bienvenida de una forma frater­nal: “Fue entonces Ananías y entró en la casa, y poniendo sobre él las manos, dijo: Hermano Sau­lo…” (Hch 9, 17). El temido enemigo de la Iglesia fue recibi­do como un herma­no, como miembro de la familia. Fue por esta razón que se levantó y fue bautizado (Hch 9, 18). Y posteriormente una nueva responsabilidad ha­cia el mundo, ser ‘Apóstol de los Gentiles’. Jesucristo ya había in­dicado a Saulo a través de Ana­nías cuál iba a ser su misión: “… instrumento escogido me es este, para llevar mi nombre en presen­cia de los gentiles, y de reyes, y de los hijos de Israel” (Hch 9, 15). Y Pablo comenzó a cumplir­la inmediatamente en Damasco, donde se encontraba: “En seguida predicaba a Cristo en las sinago­gas, diciendo que éste era el Hijo de Dios” (Hch 9, 20).

Y formaliza el llamamiento a tes­tificar sobre Jesucristo, pues es un deber adquirido con la conver­sión. Para Pablo era una necesi­dad: “¡Ay de mí si no anunciare el Evangelio!” (1 Cor 9, 16). Se convierte en el ‘Apóstol de los Gentiles’.

Nota: el cambio de nombre de Saulo en Pablo es un signo de que Él ha cambiado de estado: de ju­dío perseguidor (Saulo) a Apóstol predicador del Mesías, y como apóstol esclavo de Dios y de Cristo, y como Apóstol también un instrumento humano pequeño (Pablo) y de poco valor, al que sin embargo Dios escoge para una al­tísima misión.

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