Por: Sem. Rafael Darío Aparicio Rubio, estudiante de licenciatura en Teología Bíblica, Pontificia Universitaria Gregoriana de Roma
Pensar en la figura de san Juan que la Iglesia celebra con su fiesta litúrgica el 27 de diciembre como «Apóstol y evangelista», nos lleva en primer lugar a recordar la oración con la cual se saluda en las laudes de aquel día: «Por medio del Apóstol Juan has revelado la misteriosa profundidad de tu Verbo (…) dona a nosotros la inteligencia penetrante de la palabra de vida que él ha hecho resonar en tu Iglesia».
Aquí las dos enseñanzas que podremos aprender y suplicar a Dios. La primera, que el Señor done a la vida de los hombres la inteligencia de los misterios de la fe; y la segunda, que la contemplación de tales misterios done a nosotros la fuerza de testimoniar y profesar el señorío de Jesucristo en medio del mundo, aceptando la vida que nos viene donada en la vivencia junto a Él.
Ya en la oración litúrgica podemos evidenciar cómo aquello de: «profundidad de tu Verbo» y «palabra que ha hecho resonar en la Iglesia» se refieren al Cuarto Evangelio, que ha pasado precisamente en la tradición textual como «Evangelio según san Juan».
De modo más explícito, la tradición de la Iglesia ha visto en el Apóstol Juan, hijo de Zebedeo, una correlación especial que lo vincula al inicio de la redacción del Cuarto Evangelio. Juan de Zebedeo, fue distinguido por autores cristianos de los primeros siglos, de Juan el «presbítero», este último vinculado a la redacción al interno de la comunidad Joánica (Cf. Papia, Eusebio de Cesárea, San Jerónimo). La identificación en la tradición de la Iglesia del «discípulo que Jesús amaba» con el Apóstol «Juan, hijo de Zebedeo» se facilitó tal vez por la vinculación de este discípulo al grupo de los discípulos más cercanos al maestro, y por su especial relación de cercanía y contraste con el apóstol Pedro (en los evangelios sinópticos – Mt – Mc – Lc, Juan figura entre los primeros discípulos de Jesús y junto a Santiago el otro hijo de Zebedeo aparece en varios episodios evangélicos como los más cercanos a Jesús: la trasfiguración o al Getsemaní, además al interno del Cuarto Evangelio, Juan de Zebedeo no es explícitamente mencionando solo se dice que eran también en la barca con Pedro los hijos de Zebedeo… episodio donde el «discípulo amado» reconoce premurosamente al Señor (Cf. Jn 21, 2.7). Sin embargo, la memoria escrita y fructuosa de aquella comunidad Joánica que custodió, transmitió y difundió en la Iglesia naciente el testimonio de aquel «testigo» digno de confianza, perdura aun hoy en nosotros a través de aquel Evangelio que ya algunos padres de la Iglesia definían «espiritual», puesto que eleva a sus lectores a la contemplación de Aquel que desde siempre es (Cf. Jn 1.1)… Aquel que poniendo su «tienda» en medio a nosotros (Cf. Jn 1, 14)… dice «yo vengo» (Cf. Ap 3, 11. 22,12)… Aquel que el discípulo amado reconoce después de la resurrección en la figura del desconocido que camina a la orilla del mar… y no teme en decir a los otros «es el Señor» (Cf. Jn 21, 7).
El Evangelio se pone por tanto al servicio de los creyentes en su camino de discipulado de modo que habiendo recibido el don de la fe podamos creer que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios y que creyendo tengamos vida en su nombre (Cf. Jn 20, 30). Por tanto, quisiéramos subrayar dos aspectos que llaman la atención, uno litúrgico y el otro al interno del relato del Evangelio. En primer lugar, llama la atención que la Iglesia presente la celebración litúrgica del Apóstol san Juan al interno del misterio del nacimiento del Señor Jesús. Por otra parte, al interno del cuarto evangelio las menciones explicitas del «discípulo que Jesús amaba» se vinculan al evento de la pasión del Cristo, al momento de la «hora» y de la manifestación auténtica del amor (Cf. Jn 13, 21). Ciertamente, si pensamos en los Evangelios de Lucas y Mateo que son los únicos en trasmitirnos relatos de la infancia de Jesús, se puede hablar de la correlación entre los episodios de la infancia y el relato de la pasión, o como dirá el prólogo del Evangelio según san Juan: «vino a los suyos y los suyos no lo acogieron» (Jn 1, 11). Sin embargo, a todos aquellos que lo acogieron les fue donado el poder de llegar a ser hijos de Dios (Cf. Jn 1, 12).
Recordar a san Juan evangelista es recordar el misterio de amor que se refleja en su Evangelio, aquel amor que condujo a Jesús a donar su vida, porque «nadie tiene amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos» (Cf. Jn 15,13). Celebrarlo al interno del contexto de la Navidad, es recordar que el «discípulo amado» aparece en un doble movimiento de tensión entre el «seguir» (caminar detrás de) y el «permanecer». El «discípulo amado» que se inclina al regazo de su maestro al momento de la cena pascual para buscar conocer el nombre de aquel que lo entregaría (Cf. Jn 13, 21-27), imita al Hijo eterno que era desde siempre en el seno del Padre (Cf. Jn 1,18); accediendo de este modo al misterio de Dios en este inclinarse y participando por tanto al misterio de amor de su Señor.
Y esta compenetración entre el misterio de Navidad y el misterio de Pascua, nos ponen ante la pregunta: ¿Por qué ya en el misterio de la Navidad aparece la sombra de la Cruz? Tal vez sea porque ya en el misterio del Dios que se hace pequeño y transforma con la potencia del amor se evidencia cuán lejos estamos de los planes de Dios. El hombre que con su deseo dominante y totalitario busca de modo prepotente instaurar sus ideas termina destruyendo al débil y al indefenso; pero Dios es aquel que no se cansa de donar vida. Finalmente, algunos detalles: tal discípulo en el Evangelio es definido no por su nombre propio, en algún modo el permanece anónimo, su nombre es ante todo relacional, él es el discípulo al cual Jesús intercambiaba el propio amor. El Evangelio crea por tanto un diálogo fructuoso entre la «figura simbólica» y la «realidad histórica» de sus personajes. Recordando cómo este discípulo «permaneciendo» al pie de la Cruz recibe el don de acoger entre sus cosas propias la «madre del Señor», aquella que según el evangelista Lucas guardaba y meditaba todas las cosas en su corazón (Cf. Lc 2, 52). Ser «testigo del amor» aparece como todo un itinerario de vida, el evangelista Juan nos enseña a «permanecer» en el Señor, pues solamente desde Él podremos recibir la comprensión de la historia, y él mismo se coloca como primer «testigo creíble» que busca abrirnos al misterio de la verdad, porque «solamente el amor es digno de fe».